lunes, 28 de diciembre de 2009

Brisa (N.D.M. 0.).


00:05



De: Cande (candebisrtyds_84@gmail.com)
Para: Mariel Gimenez (marielgimenez198@artear.com.ar)
Asunto: RE: (sin asunto)

si, s como vos decís pero a mi en este momento no me importa. yo no puedo ndormir a-ho-ra. nos vemos mañana, si es que voy, porque tengo la cabeza a mil y un tequila aca que me esta guiñando el ojo desde que llegue a casa.

beso

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00:39


Un arrollado de vísceras pegajoso. Un zumbido porfiado, casi una afrenta a profanar una turbia, oscura, silenciosa y tensa calma. No. No hay que quebrar. Mucha violencia, un cambio que da mido y fiaca. Nada. Agujeritos. Ranuritas regulares, en fila, marchando, salpicando la pared. Alguien podría, tranquilamente, ser acribillado contra esa pared. Y no pasaría nada. Porque parece que nada repercute en nada. Parece que, no importa que suceda, si se deja un kilo de carne picada en el balcón, se va a pudrir en silencio y a nadie le va a molestar el olor y ni siquiera las moscas irán a rapiñarlo con asquerosa avidez. Pero que pase. Todo con tal de dejar de ser tiroteado por esas ranuritas, por dejar de tener el presentimiento de que esos zumbidos molestos son balas que rasuran la sien y dejan a uno la sensación de que, de quedarse quieto, el próximo proyectil va a dar de lleno y ahí será tarde para moverse. Que pase. Que algo cambie. Un arrollado pudriéndose al sol, pero que sigue en el mismo estado de putrefacción; que no avanza, que nunca se llena de gusanos ni se convierte en humus ni nunca va a servir de abono para una situación posterior que nunca va a llegar. Pudriéndose al sol. Los ojos se cierran con fuerza, por eso no se ve el sol, sino una opresiva sábana negra que envuelve entero a uno y tambien le envuelve los ojos como a una docena de huevos. Calor. Hace mucho calor. Solo el calor está sucediendo. El calor y ese zumbido. Y las ranuras. Y el telón negro, como coronando una macabra emboscada, como una metáfora cínica. Putrefacta. Por ahí hay sol y uno no se da cuenta. Plena noche soleada. 00:55.

Candela sacó una pierna desnuda de la maraña de sábanas. Brisa.

Le gustó.

Sacó el rostro, como quien lo sumerge en un fuentón de agua, o como quien lo saca después de aguantar la respiración por treinta segundos. Abrió los ojos y vio que no era para tanto. Para qué emperrarse en dormir: la noche estaba soleada.
Se vistió rápido, manoteó monedas del cajón de la mesita de luz y salió.
Y el tequila quedó de garpe.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Ni dos morlacos. I.


1:50


Tratar de deducir qué corno le pasa a la gente es una buena manera de gambetear las preguntas que uno se termina haciendo cuando no le pasa absolutamente nada. Esta chica, por ejemplo. Esta mina está re-nerviosa. Bajó oscilante y, si no fuera por la terrible frenada que pegó el bondi, diría que anda con una sbornia más o menos. Pasó por mi lado a pasito ligero y me lanzó una mirada algo así. En ese tercio de segundo que cruzamos miradas vi, en su rostro, un miedito madurado por bastante horas de remolino mental. Ahora, parada delante de un portero eléctrico: ¿Qué hace? Pareciera no decidirse a llamar...

¿Y será que no me pasa nada? ¿Estar sentado en la puerta de un zaguán de un barrio que no es el de uno, tan entrada esta noche, será de verdad un síntoma de que no pasa nada? ¿No se parece a una lucha contra cierta resignación? ¿A qué no me querré resignar?
Si decidiera dejar de fumar, sería solo porque odio tener que pararme para sacar un puto pucho del bolsillo del pantalón. Ahora la mina se da vuelta y me mira fijo. Ahora sí la estoy inquietando. No me saca los ojos de encima ni para tocar una, dos, tres veces el portero eléctrico. Mejor me las pico. No vaya a ser cosa que...

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"...el coche fúnebre sale. Distingo a alguien vestido de negro. Llevaba un sombrero enorme, negro. Como de mariachi. Negro. Solemnes pero enardecidos aplausos ganan la noche. El cortejo se despide; "¡Bravo! ¡Bravo!" arengan al coche fúnebre, que se va..."

Despertó con el angustioso alivio de saber que fue un sueño. Luego, el sobresalto lo agarró en plena rememoración onírica (alma torturada: el guaso): siempre que se daba cuenta de que no era la alarma del reloj lo que lo había despertado, se enredaba entre las sábanas buscando a tientas la mesita de luz para ver si se había quedado dormido (¡Dios nos libre!); si tendría que llamar a la oficina para excusarse, con el tubo atenazado entre una oreja y un hombro sudado, las manos vistiéndolo a las apuradas. Cuántas veces se habrá visto en ese cuadro: putearse en voz baja a las 10, 11 de la matina... de un domingo. Y cuando caía, se desplomaba en el colchón y lo embargaba un alivio más narcótico, el que significaba no llegar tarde a ningún lado y el que te abre la ventana a un par de horas más de sueño. Un grueso par más.

Esta vez era martes.

Desorientado, palpó la pared y se dio vuelta. Los números rojos, digitales, agrietaban la espesura de la noche:

01:47


Ensayó una sonrisa invisible, se acurrucó en posición fetal y cerró los ojos. Su última resaca de realidad fue la bruta frenada de un colectivo, decenas de metros allá abajo. Tan lejos.

"A Vane la esclavizaron unos chinos, en Brasil. Todo comenzó con un extraño procedimiento que siguió con su celular y que, supuestamente, la beneficiaría. Vaya uno a saber por qué. Cómo. En lugar de eso, quedó atada de pies y manos, trabajando y siendo explotada por esos chinos. En Brasil. Yo, indignadísimo. Como nunca antes en mi vida. A mis viejos les..."

¡RING!... ¡RING! ¡RING!

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8:34


-Voy a apurar el cortado porque lo que viene es largo y se me va a cagar enfriando. Mirá, lo de anoche fue... no sé, surrealista. No sé si es porque el cansancio me hace recordar todo como si hubiera sido un sueño o como si lo hubiera visto a través de los ojos de otro. Pero que pasó, pasó. ¿Nunca te pasó eso? Tipo, encontrarte a la mañana, haciendo memoria de todo lo que viviste la noche anterior y encontrar todo eso tan lejano, como con una nostalgia rara. Como si... como cuando se te terminan las vacaciones. Ahí está. Esa es la analogía perfecta: se te terminan las vacaciones y estás de nuevo en Capital y empezás a añorar toda la garufa de la costa... la joda, la playa... todo. Y ahora estás en tu casa, desarmando la valija y preparándote mentalmente para volver a laburar en horitas. ¿Viste? Bueno, ahora medio que me siento un toque así. Un bajón, entro a la ofi a las diez y no dormí una mierda. Y creo que lo de vivir la transición de la noche a la mañana, o sea, eso de que amanezca delante tuyo... no sé, en buena medida, ayuda a que ahora esté así... y bueno, la cosa empezó, más o menos, así:

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Lugares conocidos

Por Osvaldo Beker

Hace dos viernes, a eso de las siete de la tarde, en la entrada de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, vi personalmente al antropólogo francés Marc Augé, pensador que ha pasado a tener gran renombre a partir de su idea de "los no lugares" (espacios, como los hoteles y los aeropuertos, suspendedores de la identidad del hombre perteneciente al primer mundo). El famoso ensayista descendió de un taxi, acompañado por un elegante séquito, y tuvo que vencer los mentados obstáculos hasta acomodarse en la silla principal de una gigantesca aula, en donde varios centenares de personas disfrutaron de sus tesis engalanadas con un exquisito francés.

¿Algunos de esos obstáculos?: La mugre que invade los pisos y las paredes de esa "alta casa de estudios", un sinfín de carteles y papeles que rompen la armonía edilicia; un ascensor viejo y sucio que tarda más que un colectivo suburbano; hediondos vendedores de artesanías, morrales, bicicletitas de alambre, pan relleno con quesos y otras sospechosas sustancias; niños sucios y mal comidos que piden una moneda de peso; intrigantes estudiantes representantes de lo que llamo la onda "y rasguña las piedras" a juzgar por sus vestimentas típicas de los sesentas; porteros y personal de maestranza que se creen los dueños de la universidad.

Un paisaje similar puede ser visto en nuestra Facultad de Ciencias Sociales. ¿Por qué los integrantes del Centro de Estudiantes se empecinan en resemantizar el concepto de "carteleras"? De hecho, parecería que la regla, ahora, es ignorarlas y, por ende, diseñar una asquerosa pegatina de papeluchos en las paredes recién pintadas por lo que en poco tiempo se llega a contemplar un palimpsesto novedoso y repugnante. ¿Por qué se permite la entrada de esos vendedores y de esos niños carenciados a nuestra "segunda casa"? ¿Y de esos mendigos, munidos de mentirosas autorizaciones, que interrumpen una clase universitaria? He aquí el escándalo semiótico: no se puede permitir la entrada de estos personajes (en el ámbito de la formación de profesionales) aunque, a su vez, tampoco se puede emplear la indiferencia ya que hacerlo indicaría una mera contradicción en "Ciencias Sociales". ¿Qué hacer?

Supongo que la respuesta está en cada uno de los integrantes de la comunidad universitaria. Tratar la facultad como si fuera la casa propia, cuidarla y, fundamentalmente, exigir a los referentes (especialmente al centro de estudiantes) que comiencen de una buena vez a respetar el lugar de todos. De esa manera, ya no habría sentido para el humor de un amigo mío en ocasión de la visita de Augé a la sede de Puán: "No debe estar pensando en los no-lugares; sencillamente debe estar diciendo que '¡este lugar no existe...!'".

martes, 8 de septiembre de 2009

La nueva forma del exilio (2001)

Por Osvaldo Beker

"Yo me voy al carajo, Osvaldo, acá se vienen diez años de mierda...", me dijo y volvió a sus proyectos de radicación en Madrid. En ese momento supe que no debía retrucar "pinchándole el globo" a mi amigo. O aguándole la fiesta. Más bien adopté una postura hiperdiplomática y empleé un léxico muy gentil para contrarrestar ese lamentable comentario.

En febrero pasado, caminaba con mi novia por Marcelo T. de Alvear y, a la altura de Libertad, comenzamos a ver un gran número de cabezas asándose al sol del mediodía veraniego. Mismo objetivo: lograr la "cittadinanza" (ciudadanía) italiana recurriendo a la sangre de un -hasta ese momento-desconocido chozno abuelo. Todos, de igual modo, mostraban oscuras caras de resentimiento.

Las de arriba, postales posmodernas del nuevo exilio (ya no político, sí económico) que toma de sorpresa a individuos desafortunados, constituyen dos escenas deleznables, imposibles de permitir por parte de un bien nacido. Si bien habría que tomar caso por caso, cada familia o cada persona es un universo de pensamientos, frustraciones, sensaciones y esperanzas, en líneas generales, los nuevos emigrantes no se caracterizan por experimentar un noble proceder a la hora de hacer esas valijas repletas de contradicciones.

Ellos se van y hablan lo peor de Argentina y de los argentinos, pero se van. Se exilian a España (no sé por qué todos sueñan, preferentemente, con la bendita Barcelona), Italia, Estados Unidos (aquí la opción es Miami, llamada por muchos "el basurero del mundo"), Canadá o Australia y tejen nuevas formas de vida, y tratan de echar por tierra los "malos" recuerdos en su país natal, escupiéndolos con inquina, pero se exilian.

Yo tengo para mí que la solución radicaría en optar por el ser agradecido de las pocas cosas que el país nos dio, aunque sean pocas, o por el perfil bajo y una sana discreción, que siempre es sana. Y luego sí pensar a futuro: porque a miles de kilómetros de distancia, y en esto sí que no hay excepción alguna, en el momento de subir las escaleras de un subterráneo, verán otra ciudad, muy otra y, aunque tan solo sea por un infinito instante, extrañarán la suya, la que los vio nacer y la que los aguarda siempre, en un virtual regreso. ¿Pero debería permitírseles esa vuelta cuando en un momento de sus vidas "huyeron" sin mucha reflexión? La Constitución dice que sí...País generoso...

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Diseños Posmodernos

Por Osvaldo Beker

Hace un par de semanas me tocó votar en las elecciones de la carrera de Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Fui uno de los primeros en sufragar, lunes, diez y media de la mañana. La mesa se “abrió” tarde, como era de suponer: si sucede en las elecciones nacionales, ¿cómo no va a suceder lo mismo en un comicio menor jerárquicamente? Los “jurados” de esa “mesa” eran un par de docentes que no sabían dónde estaban parados. En la misma cola de los sufragantes, había un par de militantes de alguna agrupación estudiantil tratando de ejercer el poder de persuasión. ¡En la misma cola!

Yo voté a un partido que se llama algo así como “Unidad Académica”. ¿Por qué? Porque de ellos recibí decenas de mails, periódicamente, con información y respuestas (a consultas que yo mismo hice) con respecto a diferentes actividades de la Facultad: fecha de exámenes, fecha de inscripción de exámenes, fecha de elecciones, fechas, fechas y más fechas, entre otras muchas dudas que se me habían despertado. Por eso los voté. Porque los sentí cerca.

En nuestra Facultad de Ciencias Sociales, en su sede de la calle Ramos Mejía, hay momentos en que parece que las distintas agrupaciones estudiantiles se abusan del edificio y, por ende, de toda la comunidad. Entramos a la Facultad e ingresamos en un campo de batalla visual. En un escándalo estético sin par, paisaje lamentable, nefando, panorama triste, espectáculo deplorable.

¿Por qué no hacen uso de las renombradas e ignoradas carteleras? ¿Qué necesidad hay de trazar un palimpsesto de papeles con toda clase de frases apocalípticas y engañosas plenas de errores ortográficos? ¿Por qué nadie hace nada al respecto? ¿Por qué la gente de Sociales, aunque no sea más que un pequeño número de personas, no se organiza de modo tal que se acabe con este alboroto propagandístico?

Dan ganas de ir un sábado, piso por piso, pared por pared, para limpiar todo. Como uno limpia las paredes de su propia casa. Porque la Facultad, muchas veces se nos olvida, es la casa de todos, como un hospital, como una seccional policial, como cualquier otro edificio de alguna institución nacional, popular, estatal o municipal. Por ende, hay una confusión: algunos irreverentes mozalbetes que apenas saben escribir su nombre creen ser los únicos dueños. Insisto: Carteleras ad hoc.

lunes, 24 de agosto de 2009

Flores

El florero era horrendo. Pero, como no es habitual que un perro le haga regalos a su dueño, decidió exhibirlo, orgulloso, en el último estante del aparador. De Caoba. Añejo. Qué tantas sonrisas de soberbia satisfacción le brindó, ante la atónita admiración de las decenas de conocidos que, otrora -ya no-, moraban su cómodo chalet de tejas blancas.
Parado en el banquito -era un estante tan aaaalto y tan último-, con la punta de la lengua asomando apenas por la comisura derecha de sus labios, alzó la pieza de vulgar estampado floral por sobre su cabeza. Quien lo viera acaso recordara a algún pope de algún deporte alzando, desde algún podio de cuatro patas y con alguna sensación de gloria, algún trofeo de algún importantísimo torneo. Esa imagen, entre cómica y patética, daba en ese momento. Parado sobre un banquito. Alzando el florero. Horrendo. Arrimándolo a un estante. Al último. Una distracción podría terminar con un ¡Crash! y pedazos de porcelana -burdamente floreada- por doquier. Solo bastaba una dispersión mínima, nimia, una pelusa de panadero rozando la punta de la nariz, una pestaña en el ojo, el alarido monofónico de un celular a sus espaldas.
Una gota de sudor por la sien.
Se sorprendió demasiado absorto, demasiado a una demasiado palpitante expectativa. Se anonadó al darse cuenta de que estaba emprendiendo un ridículo via crucis en pos de un resultado que quizá no desviara mas que unos minutos de tierna apreciación para luego sacudir la cabeza y seguir buscando, adentro, eso que no encontraba, que hacía tiempo no encontraba; que por ahí jamás había tenido, que seguramente ya era tarde para buscar, para palparse el bolsillo de la camisa y por algún lado estaba, estoy seguro de haberlo visto alguna vez pero el via crucis terminó y hacía rato que no me sentía así pero terminó. Su pulso se aceleró pero el florero (feeeeo) no se estremeció. Pero se asustó, en serio se asustó, lo cacheteó el pavorrrrrrr cuando se sintió ceder a un entusiasmo que ya no encontraba en el balcón, en su teléfono, en sus bares, en ellos, en ella (taaan ausente...), en esa (taan lejos...), en el maldito aparador (de caoba, añejo), en nada que no le fuera perturbadoramente ajeno. Terror, terror le daba estar tan seguro de que esa chispa iba a ser esa sombra que vemos por el rabillo del ojo pero que no está -¡no hay nada ahí!-, ese nombre que tenemos, sin saborearlo, en la punta de la lengua, que pasa por una décima de segundo y ya está y vos que decís el nombre que yo no recordaba y entonces el nombre es tuyo, yo solo puedo verlo salir de tu boca una y otra vez y vos sabés lo que se siente y yo no, y no voy a saberlo nunca porque ya te acordaste, ya lo pronunciaste y yo no y por qué a mi no y no fue una distracción. Pero pelos de la nuca erizados.
Algo cae. Más vertical que nunca. Pronto a hacerse añicos. Contra el suelo. Flores, flores, florcitas falsas, irreales, en porcelana, decenas de dibujitos de flores. Flores que nunca fueron flores. Feas. Esparciéndose por el suelo, en trozos de porcelana blanca.
Se refregó los ojos, llorosos, con una mano.
En la otra brillaba -entero, inmaculado, horrendo- el florero.

viernes, 7 de agosto de 2009

Parodia de tercera generación

Scary Movie 3 - No hay dos sin tres, de David Zucker

por Osvaldo Beker


El concepto de intertextualidad, introducido por la semióloga búlgara Julia Kristeva en los años sesenta a partir de los estudios del ruso Mijail Bajtín sobre polifonía, se convirtió en las últimas décadas en una categoría insoslayable a la hora de efectuar un acercamiento de carácter analítico a un producto textual. Puede darse el caso eventual de que un texto aluda a otro u otros en algún aspecto, que los revise o, al menos, que los mencione. ¿Pero de qué manera establecer los cruces intertextuales si no se cuenta con una avezada experiencia o una constante ejercitación mnémica? Definitivamente, un aspecto de azar juega aquí también un rol preponderante en la medida en que la búsqueda del texto primigenio y su probable hallazgo dependen más bien de la posibilidad de haberlo abordado o no de modo tal que la captación del sentido se lleve a cabo satisfactoriamente en el momento de acceder al texto segundo.

Scary Movie 3 - No hay dos sin tres evidencia procesos intertextuales en más de un nivel, se apoya en ellos como film de un modo que podríamos calificar de exclusivo. En primer lugar, el lector no ignorará (o el mismo título se lo recordaría indefectiblemente) que la película tiene ya dos versiones anteriores, que parten de las mismas premisas, las de una parodia del cine de terror. En este sentido, y al igual que sus antecesoras, Scary Movie 3 remite a películas del género citado, remisión que tiende a homogeneizar su relato; en este caso son esencialmente dos: La llamada y Señales. El avance irregular y veloz del relato se apoya en un sinnúmero de recordados temas de ambas, sobresaliendo naturalmente los principales: el video nefasto que mata a su espectador, las extrañas formas que aparecen impresas en los cultivos, el pozo en que una madre lanzara a su hija, o la oscura criatura extraterrestre que amenaza a los confiados terrícolas. Tras un comienzo incierto por una fugaz participación de Pamela Anderson, en menos de diez minutos la película se afianza desde la doble referencia y va unificándose en un solo camino de abigarrada sinuosidad. La historia se columpia así entre una propuesta narrativa y otra, aprovechando el recorrido zigzagueante para introducir fragmentos pertenecientes a clásicos del mismo género: Psicosis, de Hitchcock, con su silla giratoria, por citar un ejemplo.

Toda la troupe que acompaña a Charlie Sheen intenta reelaborar pases y clichés de una conocida topografía amenazadora con el objetivo constante de la carcajada: precisamente, hay un inevitable costado efectista en la andanada incesante de gags, de observaciones tangenciales o de imágenes en segundo plano que atentan contra una coherencia que supere los treinta segundos de duración como máximo. Otro problema inevitable, y su principal límite, es que un film como éste respira solo gracias a su trabajo paródico, a un torrente de guiños que exige de modo casi exclusivo el conocimiento de los dos antecedentes parodiados para que pueda apreciarse cabalmente el tono burlesco que viene a constituir su razón de ser.

Con su humor absurdo y desmesurado, pero a la vez férreamente pautado por su carácter de pastiche, Scary Movie 3, al igual que las dos películas previas de la serie pone en escena una de las maneras menos sofisticadas de concretar un cruce de textos. Hay quien dice que la verdadera intertextualidad –la más interesante, en todo caso– se produce cuando en el texto segundo recurre algún elemento del primero de modo inconciente, o casual. No es éste el caso, a todas luces.

sábado, 18 de julio de 2009

Y yo voy a estar ahí

"Una metáfora fría", tiré en su momento. Pero lo pensé un rato, y una certeza subió como un escalofrío por mi espalda (creo que ya lo dije antes, no sé, me tendría que poner a leer...). Una metáfora peligrosa, hiriente y persistente; una astilla en el ojo, un malestar que (es fatal, ya lo sé) me va a hinchar y terminar forzando lágrimas y pucheros despechados porque... sí, un tiro por la culata, voy a ser tu lunar...

Un lunar, te dije. Voy a ser un lunar en tu cara. Voy a ser ese punto negro por el cual tu rostro va a adquirir una expresión de piadoso descontento cada vez que te mires al espejo (Piadoso, sí. Porque, al fin y al cabo -pensé yo- el descontento es una angustia sedada, una concesión desfachatada que no consiente ni prevee lo que te tocará por suerte...). Pero pero pero... siempre el pero, tan portador de la pesada desesperanza a la cual nunca me termino de acostumbrar pero... pero qué, la puta madre! Pero ya voy a saber, y no va a ser tan malo. A no ser tan egosísta...
Vas a ver esa imperfección y tu rostro se va a contraer. Te lo vas a rasgar y te va a doler... qué metáfora burda y eficaz -pensaba yo-, te vas a rascar y te va a doler... y cómo llegó? Y otra vez lo mismo...
Ahora no sé bien cómo seguir, porque te ví por la calle y te noté tan bien, con tanto ímpetu de quien sabe llevar sus imperfecciones, acostumbrarse, adiestrarlas y conminarlas a formar parte de un todo tan perfecto que no sé si ponerme feliz o terminar de derrumbarme.

Pude verte, en ese lapso tan pasajero. Pude verte frente al espejo... pude ver tus dedos recorriendo una superficie tan tersa e infinita que ese maldito punto negro se vio más insignificante de lo que ya era para oponer resistencia, para interrumpir con su amarga aspereza ese mapa de puntos tan bien coordenados, para trangredir ese orden que tanto encandila los reproches absurdos, celos ridículos y arranques tan infantiles como... te vi sonreir frente al espejo. Te vi notar que ese lunar te quedaba bien... que sabías cómo hacer para que las más injustas contrariedades hicieran tu mirada más fuerte pero suave, tu piel más suave pero fuerte, tu fuerza más brillante y suave, tu suavidad más fuerte y encandilante...
Te ví hermosa, nena. Pero no me animé a saludarte. Perdoname.

jueves, 9 de julio de 2009

préstamo

no siempre las propias palabras son las mejores. las más de las veces, por lo menos en mi caso, no.
asique, me tomo el atrevimiento de tomar prestadas algunas de un artista vecino. las necesitaba, y no encontraba las mías.
permiso jorge, y gracias.


Tu beso se hizo calor,
Luego el calor, movimiento,
Luego gota de sudor
Que se hizo vapor, luego viento
Que en un rincón de la rioja
Movió el aspa de un molino
Mientras se pisaba el vino
Que bebió tu boca roja.

Tu boca roja en la mía,
La copa que gira en mi mano,
Y mientras el vino caía
Supe que de algún lejano
Rincón de otra galaxia,
El amor que me darías,
Transformado, volvería
Un día a darte las gracias.

Cada uno da lo que recibe
Y luego recibe lo que da,
Nada es más simple,
No hay otra norma:
Nada se pierde,
Todo se transforma.

El vino que pagué yo,
Con aquel euro italiano
Que había estado en un vagón
Antes de estar en mi mano,
Y antes de eso en torino,
Y antes de torino, en prato,
Donde hicieron mi zapato
Sobre el que caería el vino.

Zapato que en unas horas
Buscaré bajo tu cama
Con las luces de la aurora,
Junto a tus sandalias planas
Que compraste aquella vez
En salvador de bahía,
Donde a otro diste el amor
Que hoy yo te devolvería

lunes, 20 de abril de 2009

"¡Pedime que me quede con vos!"

Los segundos me resbalan por la sien y sigo frente a vos. Y te miro, y crece en mi estómago la amarga certeza de que te voy a dejar ir, que mi mano se va a debilitar poco a poco, como en los sueños, y tus dedos se van a escurrir despacio, pero sin vuelta atrás, de entre los míos y solo me van a quedar fuerzas para acariciarte las yemas antes que los oxidados engranajes terminen de alejarte definitivamente. El tiempo se disemina perverso en el aire, con la tranquilidad de saber como soy. Y estoy seguro de que estás esperando algo que no te puedo dar ahora, ya; y solo te dejo de souvenir un manojo de palabritas entrecortadas para que las desmenuces en el palier, en el ascensor y entonces el aire viciado de la ciudad te manosee mientras te preguntas cómo puedo ser tan tan... Y no creas que no lo sé. Pero no te puedo retener, nena. Se me van tus dedos, se me van... ahí llega el chau, como un pedido de tregua a esos ojos que parecen pedirme que no te pierda porque sí podes, vas a ver que sí... Sin embargo, respondés a mi banderita blanca bajando la mirada y esbozando una sonrisa tan grave que me desarma cada tarde, aguijonea mi garganta y no me deja dormir.

viernes, 10 de abril de 2009

Hasta acá


-Ya basta. No quiero acercarme al fin. Si va a llegar de todas formas, no voy a ir yo a buscarlo-. Apagó la lumbre que sostenía prendida entre los labios. Un aura grisácea y espesa salió por última vez de su garganta. Sus pulmones agradecidos , empezaron luego de 37 años a trabajar contentos.

martes, 10 de marzo de 2009

Secándose al sol 2da parte

Asique tomó algunos mates más. Ya cansados los dos, Ernesto y el mate.

Miró el almanaque quien le indicaba que debía ya ir al banco a cobrar la pensión correspondiente por su viudez.

Era imposible, no podía evitar durante las 17 cuadras que lo separaban del banco recordar esa fuertísima y devastadora escena que le marcó el antes y el después más triste que podría haberse imaginado nunca.

Esas cuadras que Ernesto caminaba hacia el banco eran las mismas últimas cuadras que recorrieron su esposa y su hijita de 10 años.

Estaban yendo al centro para tomar el tren y encontrarse con él. Iban a festejar el cumpleaños número diez de Milagros, y a celebrar el ya casi confirmado ascenso que le iban a dar a Ernesto en la fábrica. Se lo merecía, realmente se lo merecía, tanto él como sus patrones lo sabían. Él no se animaba a pedirlo, y ellos no estaban interesados en reconocerle ningún mérito. Pero al final, después de tanto tiempo le prometieron que en dos meses, cuando pase el período de baja producción, él iba a ser encargado de planta, por lo que le iban a a reducir el horario de trabajo, y le iban a aumentar el sueldo.

Ernesto no cabía en sí de la emoción. Quería compartirlo cuanto antes con sus dos amores. Pidió el teléfono prestado en la fábrica, y la llamó a la Negra. No quería contárselo por teléfono, quería llevarlas a comer al mejor restaurant del barrio y contarles que por fin, tantos años de esfuerzo, estaban dando sus frutos. Se imaginaba la emoción de la Negra, con sus ojazos de gato pardo, oscuros y húmedos de lágrimas, y la Mili, blanquita como el papá y los ojos pardos y profundos como los de la mamá... una reinita con las manitos siempre llenas de pinturitas... un ángel con alpargatas.

Y así, pidió el teléfono, llamo a su casa y les pidió de encontrarse, que lo pasen a buscar por el trabajo. Esa desdichada propuesta de que lo pasen a buscar, de querer que todos sus compañeros de trabajos vean que hermosas mujeres tiene al lado.

¿Pero que sabía él? Que en realidad el encuentro era con el destino infame que hizo que se cruzara en el camino de sus dos ángeles un desgraciado con demasiada carga de alcohol en sangre, frenos en mal estado, un registro vencido y muy poco respeto por la vida ajena.

jueves, 19 de febrero de 2009

Colores






















1: Dibujo de Gabriela Burin en Barceloneta (¡perdón!)
2: ¡Ayúdenme! Lean el primer comentario y respóndanme.

Ye y Uve nunca se cansaban de ellos mismos. La mañana menos esperada y más violetosa que imaginaron los encontró subiendo a la montaña altísima con un entusiasmo dopaminoso. Cuando uno estaba con el otro ¡Se animaba a todo! Pero no habían trepado a ese alpe cochambroso para estar más cerca del cielo, no. A los veintisiete años uno no cree en esas pavadas. Subieron porque, remolinando en la lascivia hormonal en la que tantísimo explotaban su lividez, se toparon con ella. Bastó levantar la vista y admirar esa pequeñez relativa, que la hacía tan fea y tan nada, para suponer que, de no hacerlo, se arrepentirían toda su vida. Entonces, valiéndose de artimañas asombrosas, pero imposibles de detallar en un relato tan cortito, llegaron a la cúspide. Ahora, en la cima, gozaban. Sin embargo, Uve tuvo un lapsus sensorial algo incoherente, y una nube celestísima, pero interior, la llenó de estupor a borbotones:
-Voy a bajar.
-¿Estás loca? No. No bajás. Mirá como te agarro y no te suelto.
Ye cazó la mano de Uve como si fuera un tabanito. El cuadro era irrepetible: Ye se sentía muy a gusto con los dedos de Uve entre los suyos. Ella no oponía resistencia alguna. ¡Pero cómo quería que Ye, que ahora asía sus deditos y jugueteaba tontamente con sus falanges, bajara con ella!
-¡Por favor!
-No. No. Te cuido.
-¿Por qué no?
-Caerías en el laberinto de la somnolencia más posesiva. No, te quedás conmigo. Allá hay mucha superchería vetegosa verderil. Te engañarían y, sino, te engañarías vos misma. Cruel. Mirá como te tengo y no te dejo ir.
Uve sintió que tres traviesos pero cortísimos segundos de excitación adolescente le picoteaban el cuerpo. Uve se excitaba con pasmosa facilidad. Pero…
-No.-se puso seria- Voy a bajar. Acá hay un aire de arcilla venenosa que me da escozores y me ensucia ¡De la cabeza a los pies! El pedregullo me rasga las cuerdas vocales y me hace carraspear ¡Y a vos te gusta tanto mi voz! Y abajo hay verde. Pero un verde distinto, más jugoso. Mirá. Allá la tierra es blandita, bichos de colores, esas ciénagas azulcitas tan lindas. Me divierte y me hace cosquillas, me hace reír. ¡Y acá no me puedo reír! Y allá abajo es tan vertiginoso, ese abajo es tan elocuente que me vas a ver reír desde muy muy lejos. Y vos también te vas a reír, y vas a bajar conmigo. Ahora me pongo seria y te doy vuelta la cara. No te quiero más.
Tanto ímpetu femenino barrió con la persistencia de Ye.
-Ahora me siento devastado. Bueno, bajá si querés. Te suelto la mano.
-¡No! ¡No me sueltes nunca!

martes, 17 de febrero de 2009

Declaración


No sé bien cómo empezar. Esta es una declaración de amor y estoy escribiendo porque los sentimientos brotan y no los puedo controlar, así que disculpen si soy muy verborrágico o armo frases inconexas, pero es que así lo siento, y siento todo de golpe.
Quiero que sepan que las amo. A las dos. Soy muy feliz con ustedes, ustedes me hacen muy feliz. Iría a todos lados con ustedes, sé que podríamos. Seríamos felices los tres, e incluso me gustaría compartir el resto de mi vida con ustedes. Quizá yo me vuelva viejo y más adelante piense diferente, pero no le temo a eso. Porque ustedes no son como las demás, que lastiman, o te abandonan, o te ahogan. Las he conocido, sí que sí, y por eso creo que puedo decir que no hay nada como ustedes. Porque no son como esas que te maltratan, que te dejan pagando a mitad del camino, y entonces te tenés que volver con la cabeza gacha, derrotado. Y es volver a empezar, conocer a otras para que después te terminen haciendo lo mismo. Tal vez piensen que soy un tonto, un adolescente enamorado, y que en unos años cambie mi parecer y las deje sin más, pero quiero que sepan que yo a ustedes las amo. Pero se los digo desde el fondo de mi corazón, con sentido. No lo digo por decir y nada más. Y las amo por igual a las dos. Porque las dos estuvieron cuando las necesité, se bancaron todo tipo de atrocidades y aún así al lado mío, firmes. Pasamos lindos momentos también, fuimos a los lugares más lindos y tranquilos, como a los más lúgubres y agitados. Conocimos a mucha gente, de lo más variado, siempre los tres juntos. A esta altura creo que puedo asegurar que somos inseparables, y me encanta. Me encanta la relación que tenemos, y espero que podamos conservarla por muchos años más.
A mis zapatillas de lona blancas, las amo.

jueves, 12 de febrero de 2009

Un quiebre (preludio)*


Estuvo a punto de bajarse en Dorrego y seguir a pie, pero alguien se paró y, tras soslayar con mirada desdeñosa el guiño cómplice que le hacía aquel medio metro de pana rojo que acababa de liberarse, se dejó vencer. Solo faltaba una estación. Solo una… ¡Pero hacía tanto calor! Andrea apartó de su mentón, con ambas manos -como si quisiera librarse de una horca- el grueso cuello del sweater marrón clarito que la asediaba. Se sentía evaporar y deseaba que pasara rápido, que termine de hacerse humo y colar su figura, ya intocable, por la hendija de alguna ventanilla de ese vagón; porque verse rodeada de tanta remera, musculosa, strapless y breteles de silicona la hacía sentir aun más ridícula. Sin embargo, había una determinación que sostenía desde su no-fácil pubertad: decidió que sus hombros, su pecho, sus brazos, su vientre… eran demasiado pálidos, demasiado salpicados para ver la luz. Claro que estos complejos tan tontos traían un pan bajo el brazo: los veranos de Andrea eran un vía crucis de tres meses de largo y cuarenta y tantos grados de ancho. Además, ella sabe que todos lo sabemos: ¡Le queda tan bien el cuello alto –creo que le dicen de tortuga- y las mangas sorbiendo sus manos hasta dejar visibles solo sus pequeños, blanquitos dedos!
Para cuando el convoy llegó a Lacroze, su melena color fuego había cambiado tres veces de hombro. La flamante ayudante contable subió las escaleras, como huyendo del averno. Taconeando a paso corto y ligero, llegó a Olleros y viró a la izquierda. Entonces, el sudor de su cuerpo se había enfriado y se sentía en el cielo… Llegó a Forest, la cruzó al trote y se detuvo en el segundo edificio de la cuadra: A.D.C.S.A. Eran las nueve menos cinco más tórridas que hubiera recordado. Tocó timbre, respondió con su nombre a una voz metálica y saturada e ingresó.

*: preludio de la situación ficcional que voy a llevarles la próxima reunión!

viernes, 6 de febrero de 2009

Paula



Paula se desconcentró por un momento de su lectura y se puso a pensar en el nombre “Alina”. Sonaba delicado, original y especial al mismo tiempo. Levantó la vista, y comenzó a imaginarlo. Le puso un cuerpo: una gata. Un color: blanco. Alina sería blanca como la nieve, con ojos... azules. Azules profundo. Tenía sin dudas un aura particular. Como de paz, de tranquilidad, pero al mismo tiempo, de completo dominio y control sobre todos sus actos. Compinche del viento, Alina irradiaba libertad. Por momentos creía sentir la suavidad de su pelaje en la palma de su mano, y hasta estaba segura de oír el ronroneo que produciría cuando la gatita se sintiera a gusto en sus brazos. Perdida entre el paisaje que alcanzaba a ver por la ventana, de repente la vio. Deslizándose por las cornisas, con esos ojos azules desafiantes, y sus movimientos lentos y perfectos, suaves y sedosos, y al mismo tiempo, majestuosos. Cual si una brisa hubiera empujado su cabeza hacia un lado, se volteó y sus ojos se encontraron, uniéndose por unos instantes y dejando todo lo demás en un segundo plano, hasta que, derrotada en tan íntimo duelo, Paula se viera despojada de su panóptico, vuelta a esta realidad por la fuerza para seguir con su tarea del colegio. Hasta creyó oírla acercarse, creyó oír esos pasos amortiguados con los que flotaba por el piso de parquet encerado de la casa. Hasta que tímidamente, reveló su cabeza por la puerta, y lentamente se dejó ver de cuerpo entero.
- Alina, mi amor, ¿tenés hambre? Esperá que termino el capítulo y te doy algo de comer.

lunes, 2 de febrero de 2009

Vacío


No es una sensación. Es algo más. No, una sensación es demasiado escurridiza. Ésta, en el mejor de los casos, solo te deja estupefacto, sin previsión de tal sorpresivo golpe… te encajona de manera inesperada, es una mano que cierra, parsimoniosamente, la puerta del sótano al que bajaste, escalón por escalón, sin siquiera advertirlo; quizá buscando algo más, dejando que la intriga y la necesidad de ese algo más entumezca tu instinto conservatorio, te atenazara los hombros y te levantara de tu tierra firme en un sueño, que no es precisamente éxtasis… no. Es algo más indefinido, más inquietante, algo aterrador… y es, entonces, cuando el miedo hiela tu sangre y te despierta, como con un baldazo de agua fría, y te encontrás ahí. A oscuras, bajo tierra, los ojos helados de sorpresa… un dolor punzante en tus hombros; una punción que, súbitamente, espanta a manotazos tu somnolencia, tira de la cadena, presiona el interruptor… y volvés a ver. Todo. Una lucidez, tan momentánea como para caer en la cuenta de que la puerta de aquel lúgubre subsuelo solo se mantiene cerrada por una mano inconciente. La tuya. Entonces, la abrís y la neblina complaciente vuelve a llenarte de tu mundo… te vuelve a drogar tan rápidamente que accedés, sin resistencia alguna, a volver a esos engranajes de ciudad rutinaria tan oxidados que sus rechinantes quejidos aturdirían a todo aquel que no estuviera tan dopado de hollín como vos. Eso sería -para mí-, en el más paradigmático de los casos, una sensación, en su carácter más intenso y efímero. Un sensación, letra por letra.
Otras veces, la mano que presiona el interruptor, lo hace con tal fuerza que el brillo polvoriento de aquel sótano te encandila. Tus ojos arden, quedás indefenso, vulnerable, y tirás manotazos, tanto como para dar con la puerta que te devuelva a tu realidad, a tu gris realidad, como para atenuar tal dolor. Pero la luz es demasiado gris, demasiado agria. Buscas, desesperado, esa puerta, pero no podés encontrarla. Y el pavor te invade, cuando sentís que tus fuerzas se desvanecen, seguramente consumida por esa luz tan amarga que necesita de la energía que solo vos tenés, para brillar de tal manera que no te deje ver nada y te confine a ese sótano medio pelo, no para siempre, pero por un tiempo angustiosamente extenso.

Plumereándolo concienzudamente de toda esta burda exageración, la estructura de esta idea sería como un perchero. ¡Un perchero! Un rígido perchero del cual, últimamente, permanezco colgado, hueco. Bueno, no voy a abandonar la exageración: el año me recibió así, me devolvió algo que creía alegremente extraviado años atrás. Mi temple, mi centro, mi pluma temblorosa, mi pensar… mi todo se abolla como un barquito de papel ante el mínimo y real tanteo de una yema cínicamente curiosa. Hoy, nuevamente, el vacío me llena.

miércoles, 28 de enero de 2009

Alabada


Ella es la reina. Soberana de todas las sensaciones, nos domina y dirige tanto en vigilia como en los sueños. Comanda los recuerdos, encendiéndolos y sofocándolos a su antojo. Nos coloca en estado de paz o nos eleva al extasis más preciado con la misma frialdad. Habla sin palabras, pronuncia silencios profundos y puede regalar instantes que se prolongan por toda la vida. Pero también es vanidosa, y capaz de crear recelos sin el más mínimo esfuerzo.
Y nosotros, presos de su encanto, jugamos su juego con un placer casi perverso. Nos producimos para ella, posamos, vendemos ilusiones, espejos de colores con los que pretendemos maquillar el viento. Hay quienes se alejan, quienes le huyen, pero hay quienes, adictos a su lujuria, le entregan su vida a cambio de la juventud eterna.
Ella es la mirada, dueña y señora.

viernes, 9 de enero de 2009

Inexplicable

Dibujos de Veronica De Souza! Publicados en Revista Barcelona!

Su semblante. Pálido. Taciturno. Sus ojos tristes. Brillantes. Su figura melancólica, anémica: todos sus rasgos, sus señales. Toda su blanquecina delgadez. Todo oculta una fuerza increíble. Que solo se deja ver cuando sonríe. Cuando, con esa mínima reacción, te estremece el alma. Con sus labios finos, en delicado carmesí. Extendiéndose en una sonrisa radiante. Capaz de atontar de júbilo a la desazón más inmensa que recuerde. Capaz de asediar la tristeza que hoy me toca vivir. Capaz, también, de iluminar los callejones más sórdidos y los arrabales más temerarios de una ciudad tan rencorosa como esta, Buenos Aires. ¿Sabrá ella?

Andrea recuerda la primera vez que la emoción le infló el pecho y le produjo una sonrisa cálida como el sol. Tenía cuatro años y le habían regalado un caballito de madera. O del diablo, como lo llamó desde que vió, ese mismo año, Alicia en el país de las maravillas. ¡Un caballito del diablo! gritaba y se mecía, recordando aquellas fantásticas criaturas que asombraban a Alicia. Aún hoy, a sus desesperanzados veinticuatro, sus ojos cetrino conmueven cuando recuerda aquellos días. Subida a su caballito del diablo, tan contenta… ¡Cómo le gustaba! Cómo lo disfrutaba. Ella. Guerrera precoz. Futura valkiria de incógnito, acaso involuntaria, de quienes sabemos que su endeblez aparente no es tal. Ella no se hubiera bajado nunca de ahí. La hacía tan feliz. Pero los años pasan y los desengaños hicieron cola para dar, cada una a su tiempo, su cruel bofetada a las mejillas de Andrea, la colorada. Quizás por ello me parezca imposible leerla del todo. Ver, en esa fragilidad que no es, si se sabe capaz de soplar, aún en el averno de los antihéroes, un remolino que levanta, mezcla, confronta y entrechoca emociones. Hasta cohesionarlas en su propia espiral. Como si fuesen hojas secas. Tal vez sea conciente de ello. Tal vez pueda ver a través de su propia lumbre, inexplicable, aquellas sensaciones desesperadas: ¿Por qué me hace tan bien que sonrías? se preguntarían. ¿Cómo tus ojitos tristes consiguen atravesarme entero?

La colorada es tan ingenua, pensarán los demás. La colorada es un enigma. Su femineidad atraviesa las concepciones que la gente tiene de lo femenino, por diversas, contradictorias que sean. Su femineidad (¿se dará cuenta?) es rampante, porque lo es al modo de Andrea. Aunque quizás no lo sepa. Siempre hará volver hacia ella rostros felices, exultantes, pedantes, tristes, angustiados, eufóricos. Indiferentes. Su alegría siempre encenderá el espíritu de sus testigos. Aunque sea un segundo. En un impaciente semáforo de Corrientes. Rodeados, ella y los demás, de librerías, de teatros, de pizzerías. Todos estos, con su respectivo, encandilante afán de llamar la atención con neones que nada pueden hacer al respecto. Porque, entonces, cualquier ocurrencia, cualquier cumplido, cualquier comentario al pasar estará cargado de la insaciable avidez por ver sus ojos brillar. Por ver sus labios extenderse, ganar el sur de su faz de rasgos suaves en una sonrisa cálida. Auténtica, nunca impostada. Capaz de derretir los témpanos de la ortodoxia que rigen nuestras almas apagadas.

Y ella, ingenua, inexplicable, no se da cuenta. Dirán los demás.

martes, 6 de enero de 2009

Foto sín título


La ciudad se constituye cuando la gente experimenta la sensación de habitarla.”


Es esta la ciudad que me gusta. No la de las luces de neón ni la de los teatros de revistas. Tampoco la de los transportes atiborrados de gente, las avenidas llenas de autos y bocinazos, las veredas llenas de transeúntes, las alturas llenas de gigantografías... Las miradas llenas de nada.

Me gusta la calle que se hace transitar, la que no es sólo una vía de acceso. La calle en la que uno puede pensarse como parte de ella. Me gustan esas veredas que el simple hecho de caminarlas deja de ser algo meramente circunstancial, deja de ser la parte insulsa del recorrido, y comienza a ser el paseo mismo.

Me gusta la ciudad con energía, no con electricidad.

En ese momento, la ciudad era nuestra, nos invitaba a que la recorriésemos y tapásemos todas sus arterias. Nos pedía que la abrazáramos de todas partes. Disfrutaba de los masajes que le ofrecíamos con nuestros miles de pies por sobre sus calles. Capaz cansada ya de escuchar solo quejas, ruidos, bocinas y puteadas, ella se alegraba con nuestras canciones. Se estremecía con cada aplauso y se nutría con nuestra vida. No era la primera vez que muchas bicicletas recorrían sus calles, pero estas bicicletas, todas estas bicicletas, le hacían unas cosquillas divertidas.

Y aunque muchos de quienes nos miraban sentían que no estábamos en su ciudad, nosotros sabíamos que eran ellos quienes no compartían nuestro espacio. La ciudad es de quien la tome para sí. Y en ese momento la ciudad era nuestra, porque así queríamos que fuese, y así quería ella que fuese también. No sé cómo, pero nos dimos cuenta de que la ciudad antes de que la manden a dormir sin haberle compartido ninguna emoción prefiere que la mantengan así despierta.

La ciudad pide a gritos que la ayuden a mantenerse viva. Y nosotros, aunque sea por ese ratito, le dimos el gusto.

Viajar


Tengo un halo estremecedor. Lo llevo acá. ¿Saben qué es? Es una corriente íntima, intensa, desgarradora; con la longeva paciencia de quien hiberna, de quien soporta las más estentóreas tempestades, sabiéndose en el más seguro y melindroso de los cobijos… a sabiendas de que, en algún efímero -pero suficiente- momento, podrá asomar la mollera, podrá estirar los brazos… con plena conciencia de que esa humilde digresión a su mohosa realidad bastará para teñir mis ojos de un cetrino gratificante, elocuente, y que ese inesperado soplido mantendrá viva la llama que, sin embargo, persiste en menguar; en dejarse llevar por la mendaz melancolía de un martes 6 PM: sí, prepotente, multitudinario, mentiroso. Pero, ¿saben qué? Aunque ni yo lo note, esa fuerza, terrenalmente muerta, se mantiene más fuerte que nunca. Porque le tiendo mi mano, magullada de retener esa soga astillante. En un vagón, por alguna veredita, en un cuarto en penumbras, en un sombrío bodegón, en el pasaje Rivarola… es tan terco como volátil, pero mi rostro se ilumina y me asola la seguridad de que, en ese momento, nada más importa. Lejos, pero no tanto.
Tengo ganas de viajar. Tengo ganas de hablarlo, que lo escuchen, que perciban las sobredimensiones de una ambición tan trivial. El que quiera oír, que oiga.

lunes, 5 de enero de 2009

Sin título, parte I.

No tomés esa cortada. Vos sabés que te hace mal. No lo podés evitar. ¡Sos de manual! Lo vas a hacer y tu nariz volverá a darse contra el muro de la desazón. Lo vas a hacer otra vez… Sos una marioneta. Tus dedos repiquetean, tamborilean, se salen de tu osamenta frustrada y corren frenéticos a tu cínico, ultrajante lecho… Allá donde vas a percibir una bruma emocionalmente agobiante, corporalmente devastadora. Y lo más dañino para tu intempestivo y reincidente ser… sus ojos… que, esta vez, para tu frágil y enclenque sentido de la previsión, te miran. Otra vez. Como la primera vez. Y te decís de vuelta, que no vas a caer. Pero te tira. Esa blancuzca mierda te atrae. Ya no entendés que es lo que te atrae más. Si sus ojos almendrados o esa mierda blancuzca. Y sabés que son excluyentes. Que con esos ojos cerca, esa nieve en polvo no tiene lugar. Y que con tu nariz chorreando no vas a poder volver a ver esos cuencos de miel.

Sin título, parte II.

¿Decidís? No, no decidís. Sentís como te clava la mirada. Como te agarra la mano, suplicante. También recordás el poder que te genera tenerla a ella adentro. La supremacía de la que formás parte entrando en su mundo.
No. No decidís. Las almendras, brillosas ya, siguen ahí. Al igual que esa línea cortando el negro de la mesa.
Su atmósfera de primavera melancólica te atrae. Tus músculos se aflojan, tu semblante se ilumina como en primavera, pero de las otras primaveras. La que enciende tus fronteras vitales, las que hacen florecer tu alma, ennegrecida por el smog mundano de la vida en una ciudad ahora ajena de emociones volátiles (…) que tiñeron por un escurridizo minuto, de color luz. Tu esencia deliraba por tu cielos cuando su vos te sentenció para el resto de tu sufrida existencia.
-Me cansé. No quiero esto para vos. No quiero esto para mí. Decidís vos, y decidís ahora.
Eso te dijo. Y decidiste.
Viste como se iba la mitad de tu alma. Y no hiciste nada. Viste como te partía en dos e hiciste nada.
Te alejaste del respaldo y te acercaste a la mesa. Cuando te incorporaste, la línea negra que cortaba el negro de la mesa había desaparecido.
Solo quedaría en vos esa vacía sensación de supremacía blancuzca.

domingo, 4 de enero de 2009

Sin retorno (página 5)


Otro disparo.
Me volví a la ventanilla cuando escuché aquella explosión. El que ejecutó ella. El que mató a Pocho. El primero había sido de él y había acabado con el obeso que la acompañaba. Marina me clavó la mirada. El corazón me dió un vuelco. Las manos me temblaban. Vi en cámara lenta como levantó el brazo, apuntándome con el mismo fierro con el que mató a mi amigo y a Pocho. Yo también levanté el arma. Cerré los ojos con fuerza y mis índices, vírgenes de disparos y muertes, empezaron a gatillar, mientras rogaba que el arma no tuviera el seguro. Escuché disparos, muchísimos disparos. Mis dedos habían enloquecido. Yo no estaba ahí. Solo escuchaba explosiones; mis brazos se estremecían a cada gatillada. Me desesperaba no escuchar ningún grito, ningún quejido, ninguna señal que indicara que este calvario había terminado y que estaba disparando, simplemente, al frente de esa humilde vivienda. No iba a abrir los ojos; tenía los parpados sellados, apretándose con furia entre sí. Como si jugaran una pulseada. De pronto, los estallidos cesaron.
Me quedé sin balas.
Me desplomé sobre los asientos de adelante. Abrí los ojos con estupor y clavé la vista a la ventanilla. Esperaba que en cualquier momento apareciera Marina. Esperaba que me mirara con expresión triunfante y me pusiera una bala entre ceja y ceja. Pasaron diez segundos. Estaba paralizado. Quince segundos. Resignado. Veinte segundos. Me levante con cautela. Asomé el rostro al ras de la ventanilla: no había nadie. Se fue, pensé. De pronto, el corazón me golpeó la caja torácica. ” ¡No, no se fue! ¡Ahora esta hija de puta se me aparece por la ventanilla del conductor y me hace mier…”, no llegué a terminar este pensamiento cuando, mirando hacia el suelo, la vi tendida. Boca abajo, por suerte. No se si hubiera soportado ver su rostro. Tres balas le atravesaron la espalda. Y la blusa celeste que llevaba puesta. Marina estaba muerta.

viernes, 2 de enero de 2009

Felicidad y redención en el piso 14

La desesperación lo invadía, cómo hacía años. Necesitaba terminar con esto lo más rápido posible.
Entró al monumental edificio. Treinta y cuatro descansos lo separaban de su objetivo final. Subió corriendo hasta el piso diecisiete. Llegó al balcón. Se asomó y vio la ciudad atestada de gente, rostros indiferentes, ajenos, mediocres. Asqueado se dejó caer.
Reconoció el viento dentro de sus pulmones. A la altura del piso catorce, encontró entre la gente que ya se había parado para verlo caer, una sonrisa nerviosa y bella que le perseguía la mirada, tratando con ese simple movimiento de labios de evitar el impacto ya inevitable.
Y él sintió cómo, por medio de ese gesto, la vida le sonreía seguramente por primera y última vez.

jueves, 1 de enero de 2009

Comida china (preludio)



El ritmo de vida de Buenos Aires es una gruesa soga, tironeada por vaya uno a saber qué clase de bestia urbana e impiadosa; una soga de cerdas duras, ásperas, crueles, a la que nos aferramos, con resignada decisión, para que aquel renegado ente de grisáceo vigor nos pasee a vertiginosa velocidad, día a día, por los oxidados engranajes de este calabozo ciudadano. Para que nos exprima contra ellos y saque, de nuestros trajinados cuerpos, la amarga hiel de la que se alimenta con emético apetito. Para que, una vez saciada, nos deje ir, nos libere por el tiempo suficiente para no darnos cuenta de que el mismo está por terminarse y que todo volverá a empezar. O, fundamentalmente, para no darnos cuenta de que nunca termina ni vuelve a empezar. Que estamos en una rueda que gira frenéticamente y que, justo antes que la bilis moje el nudo de nuestras gargantas, aminora –nunca detiene- su obstinada marcha para que nuestro semblante recobre color, para que nuestras manos no tomen nuestra frente y suelten la soga… o la rueda… porque ya ni sabemos donde estamos tratando de seguir en pie… las veredas pasan a gran velocidad bajo nuestros zapatos y nosotros, cabizbajos, clavamos obsesivamente los ojos en ellas, solo para saber que, aun, tenemos los pies sobre la tierra.
A veces levantamos la vista, y pareciera que basta un segundo de ver la rugosa melancolía en el cielo rosáceo de las siete y media para distraernos, aflojar mínimamente los músculos y que nuestras manos, de dedos lapislázuli de doloroso esfuerzo, se desprendan de aquella soga, de aquella rueda desaforada y nos hagan pegar un palo de aquellos contra el pavimento. En ese momento estamos aturdidos, doloridos, pero aliviados. Pero gozamos de una efímera felicidad: Me solté antes, ¡Como me gusta poder ver el cielo del atardecer! ¡Cómo me gusta que me invada, que coloree mis pensamientos en ese magenta tan cansino! Ahora somos solo nuestros.
Algo así experimenté aquel lunes cuando, tras bajarme en Tribunales, me observé, reposando el alma en uno de los asientos de la estación. Permanecer ocioso en una estación de subte –luego de haber bajado del convoy- es un síntoma, verdaderamente ilustrativo, de que uno ha soltado la soga, y puede observar sus maltrechas, magulladas palmas. Mi cuerpo agradecía este recreo, mientras revisaba mi morral. Pronto tendría que volver a andar. Saqué una hoja impresa. Esta vez, el timón lo había tomado yo. Solo que, ahora, unos garabatos de mano desprolija y (siempre) húmeda sugerirían mi rumbo: Neuquén y Espinoza*.
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Totalmente offtopic: Éste es Peter Gabriel.

*:Los desopilantes sucesos vividos en esa entrañable esquina serán presentados el lunes!