lunes, 27 de diciembre de 2010

En todos nosotros.

Un hombre pega un portazo y empieza a caminar. Nada en él dice que esté caminando hacia adelante; nada en su temperamento le impide negarse a ver que las cuadras van pasando y pasando como un film que corre lento, como una vida que pasa a sus costados sin estorbarlo, sin ponérsele en el medio; como una vida que no exige, una vivencia pasiva, una quietud que deja todo atrás a paso firme, que lo acerca más y más a un final que desconoce, a un término al que le tiene pánico, que le cierra el estómago, que percibe y percibe y no puede dejar de percibir ni siquiera negándose a admitir que sigue caminando, que el portazo quedó atrás y solo suena en su cabeza; un ruido que le hace ruido, que lo debilita, que apenas lo deja seguir caminando como un opa. Un hombre cierra una puerta y se va. Un hombre teme subvertir la línea del horizonte para llegar y que no haya nada; ni piensa en dejar de caminar, porque lo que acaba de dejar atrás también lo corta, lo horada tan fácilmente que deja en evidencia toda su flaqueza, su falsa consistencia. Entonces da un paso. Luego, otro. Luego, otro. Se siente en el medio, se sabe en veremos. Sin mirar atrás ni adelante. Con los ojos cerrados. Con fuerza. Ojos cerrados con fuerza y un decirse que solo está recorriendo la cinta de Moebius y que más tarde que temprano volverá a todo y todo volverá a él. Un hombre que se hamaca en una paradoja; un tipo que da la espalda a lo que no se atreve a enfrentar, que se siente más seguro acechado que cara a cara; que no se da vuelta ni por las dudas, que genera la sensación del doble miedo que da la sospecha de que eso que deje atrás le queme los ojos con sus ojos, con palabras que no deja pronunciar para que no lo terminen arrastrando hacia afuera de la cinta, con su fuerza tan intensa, para que la vida por fin se lo lleve puesto, pero que ¡oh! ¡tienen tantas aristas y tan filosas cuando uno las imagina, cuando las levanta del suelo firme del subconciente para poder seguir! Cuando uno las deja a un costado, cuando se las reduce al lugar de lo hipotético siguen ahí, no se van. Un hombre que no se termina de dar cuenta de que las tiene que liberar, que no termina de saber que son espinas clavadas, que duelen dudas; que persisten dudas, que nunca va a terminar si no las deja ir de una vez. Un flaco que cree que las palabras son piedras que lo van a lapidar y entonces no las suelta; deja que le quemen las manos de tan inciertas. Un tipo que espera a la entrada de un pasillo, que no se decide a atravesarlo y que no puede hacer nada más, que no puede dejar de ver como la vida se le pasa del otro lado. Un hombre que se hamaca en una paradoja: huye de la mirada que se le clava en la nuca con un alcance perfecto, impiadosamente hermoso. Cierra los ojos con fuerza para no ver el posible término, pero tampoco se da vuelta. Por las palabras y por temor a darse el morro contra la pared por mirar a cualquier lado; un tipo que se desea en una cinta de Moebius aunque no quiera ni pensar en que eso implique volver y encontrar esas palabras dándole la espalda y las vuelva a encontrar tan hipotéticas, tan en el aire que lo vicien entero. Que lo contaminen. Alguien que camina y camina y empieza a sentir que la cinta de Moebius es cada vez más corta, más ínfima. Más lacerante. Un hombre que empieza a sentir la cinta de Moebius en torno a su cuello, que no sabe cómo tomar que el miedo, de a poco, recrudezca a dolor; pero que no puede evitar que el dedo en la herida sea ese dedo y que el ir y venir sobre su carne viva termine siendo caricia, consuelo, manos tibias explorando su rostro; dedos que estuvieron entre sus dedos, dedos que dolían un respiro profundo y reparador y que ahora duelen duda y palabras y ojos y horizontes truncos y estériles que nos dejan la fácil adivinanza de un precipicio metafísico. Y todo eso crece y crece a medida que este hombre sigue caminando y caminando y negándose a ver que ya hace tanto que camina y tanto que la cinta de Moebius gira y gira con su cruz sobre él, que el pavor de darse vuelta y que esas palabras estén tan lejos que no puedan alcanzarle pista alguna, acerca de si hubieran sido o no, le impiden detenerse. Un hombre que escapa del portazo que acaba de dar, pero con la terca esperanza de dar una vuelta más y encontrarse del otro lado de la puerta y no saber si volver a hacerlo o chequear de una puta vez si está pisando firme o no.
Un tipo que fue a La Continental a comprarse media docena de empanadas de carne porque le pintó alta lija, guacho.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Autitos.

Es porque no se cómo rebelarte, que ya no sé cómo tratar de devolverte una alegría que creería mía y absoluta si es que tuviera un ápice de seguridad del lugar en donde dejaste esa marca para mí, y donde pudiera arrodillarme y ensuciarme los codos para recogerla y pasármela por los dedos, por el pecho y la panza y la cara y abrazarla infantilmente como si fueras vos quien se quedó un rato más; como si fueras vos quien se arrodilló para mostrarme los encantos de un vacío sinuoso y expresivo y otras virtudes que ya redundan, en mi léxico permisivo e incensurado, una incógnita furibunda y resignada. Que se cae sola al encontrar, en los mismos argumentos oxigenados, los mismos acentos y las mismas sombras en las que creyó descubrir un recoveco para comenzar a lastimarme como un espinoso caballito de Troya, que me duraría de pies a cabeza y me hundiría, al medio del estómago, la inseguridad de que mi inseguridad es factor de la manipulación mala y venenosa de polos atrayentes y dañiños. Tan filosa y dulcemente dañinos.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Resbalar.

Hay un ranchito donde todos los sentidos estrellados han sido encantados, endulzados, lamidos y versados de tal modo que no levanta voces por el tacto inevitable con tus dedos y la palma de tus manos. Las gotas de lluvia nos guiñan un brillo cálido y dejan que percibamos tactos desde otras latitudes. Es entonces cuando deseamos que la relación se dé a florecer a la vista, al olfato y al tacto, al gusto; pero nos encontramos con otras ambiciones. Estábamos en otra calle y vivíamos otras viciscitudes; sentíamos de otra manera la perspectiva de vernos en un futuro sosteniendo un vaso de cerveza con dispersión meditabunda y buscando una sombra para guarecer el silencio. Pero eso siempre fue así, me han susurrado de forma cordial; me han querido abrir los ojos pero cuando yo huelo una fragancia de mi agrado los cierro y es así como quiero verte, con los ojos cerrados, el rostro iluminado y los labios en flor, a cara lavada y risueña. No hay momento ni contexto que pueda ahuecarse un poco para contener, como con manos vacías, este chorro de pintura que me marca los brazos tan indeleblemente y que quiere decir, nada más, que siempre voy a reconocer tu cara; siempre voy a tener un planteo cuando las nubes tiendan a plomizo y no queden ganas de otra cosa que de poder contarla mientras el barro nos baña, nos da escalofríos y nos despierta, pero nos hunde en la fuga indefinida y oscilante entre el no animarse a la respuesta segura y el no tener fuerzas para afrontar un futuro irremontable.

viernes, 22 de octubre de 2010

La mosca.

Las veces que me doy cuenta de que me repito y, consecuentemente, trato de evitarlo son, también, pistas que se van: solo más tarde me alejo de todo y concluyo que estoy perdiendo tantas y tantas oportunidades de interpretar una imagen pausada; una foto tan ajena a mí que me fascina, un instante para observar con detenimiento. Foto que de tanto yo mirar, me vea. Es también, mientras tecleo, que me doy cuenta de lo mayúsculo de esa ironía encapuchada que me lleva de la mano: cuanto más superflua es una foto, con más interés la observo; más me desgañito en buscar el detalle, la chispa que se deja ver para que yo pueda ver; la luz de una vela que, de mínima, somete toda mi atención y se la lleva, a los besos, del lugar desde donde intento buscar mis paredes y mi techo, para hacerla tropezar con alguna nimiedad que deje de ser tal por no ser prevista y se ramifique en cada momento, en cada nervio, en cada centímetro que me abraza a mano abierta la piel, hasta poder admitir el traspié: por ahí tendría que haber estado. Y es así como reparto mi tiempo, mis ganas, mis energías, mi entusiasmo y mis ilusiones hasta quedar satisfecho y sonriente por darle sentido a lo que estaba destinado a ser pasado de largo por seguir caminando y mirando el piso. Pero cuando estoy en mi eje y advierto la repetición inminente: no. Ironía: por buscar la heterogeneidad de una mixtura de diversidad eterna -solo por esa evidente superchería- es que termino alejándome de ella. Es, simplemente, quedarme mirando una foto con impavidez; perdiendo toda noción del afuera y solo consolándome, descubriendo que lo poco que le da sentido está tan al alcance de mis manos y con tanta intensidad que las hace temblar... pero ¡gggggggfewtwetqewfsdghh! se me está yendo de entre los dedos mientras admiro una lucidez de cartón, una estrella de papel. Lo que me queda en las manos no me conforma o me desalienta: en el intento de alcanzar una rica madurez, me quedo con una ortodoxia fría, una carta escrita a máquina, las palabras ligeras de quien te da la espalda.

viernes, 8 de octubre de 2010

Botella

¿Qué pensar, o qué intentar mostrar, cuando seguís un flujo de imágenes y de música que te termina por llevar a la rastra, tiranizado por un aroma que te tiene respondiendo preguntas sin parar? Yo me di cuenta a su tiempo: me di cuenta de que hacía preguntas demasiado largas; siempre detentando el don-pretexto de saber mis mambos demasiado versados, demasiado abusivos en curvas difíciles de sortear. Y fue, cuando supe admitirlo, que no pude evitar advertir una lejanía en los pesos pasados y de ahora nomás, y que supe abrirle los brazos al vértigo y a la agonía de los minutos al pasar, cuando detuve el paso y decidí aguantar una vuelta más. Quise bajar la mirada y esquivar los posibles reproches de tentativas fracasadas y mirarte a los ojos y preguntar: ¿Y qué se pierde de acá, volviendo a resbalar de estas cornisas de casa chorizo? Ya no me cuesta sentarme frente a la pared y conceder el guiño de que ya no hay nada que hacer, que ya somos así, compa! Pero no importa, siempre me gana la compostura, siempre tengo la fuerza del gesto autosuficiente. No puedo evitar quedar de pie; pero no la pisada fuerte de quien prueba terreno para sentar presencia, sino el flameo de una bandera que siempre admite una baja de defensas cuando tu gesto se abre y confirma que nunca dejó de estar ahí.
Todo eso que esperás encontrar de un lugar porque, de él, solo te separa la barrera que no te deja ver el día.

domingo, 22 de agosto de 2010

Domingo.

00.24

Mira de nuevo el reloj de la netbook y se dice que todavía es temprano, que el domingo está para hacer y dejar hacer, ver hacer y ver pasar, vegetar, caminar por Corrientes (porque los fines de semana a la tarde hay que caminar por Corrientes), vegetar, comer mal; mientras uno piensa que tiene que ponerse a estudiar. Ganas de crecer la mollera por obligación y flojera hasta para leer lo que nos ensimisma y nos dice que siempre estuvimos ahí, en Arlt y Dostoievsky, en Cortázar y Huxley, en Kundera; pero, che, vos estás afuera; la barba te crece y el caminante se te aleja con otra levedad: la opacidad inerte de quien mira cómo los pasos están cada vez más lejos, pero que sigue despierto por la inexorabilidad de su cadencia. Tic tac tic tac. O sea: ya no son y 24. Tres carillas. 00.28. Bien. Ocho hojitas más.
Cigarrillo.

00.56

http://www.rae.es
Silogismo. Enter.
Era lo que pensaba.
Vergüencita.
¿Carillas? Vergüencita.
Cigarrillo.

01.04

Le gustó este paréntesis de Barthes: la ignorancia es precisamente esta incapacidad de deducir pasando por diferentes grados y de seguir largo tiempo un razonamiento.
Y esta cita: Una de las bellezas de un discurso consiste en estar lleno de sentido y dar ocasión al espíritu para formar un pensamiento más extenso de su expresión. No sabe de quién es.
Mate. Lavado.

01.16

Del otro lado de la mesa, se oyen tres estornudos:
-Salud, salud, salud.

01.32

Latín: argumentum a loco.
Nueve carillas.

01.57

Quintiliano: (...) jamás parece largo aquello cuyo término se anuncia.
Piensa, mente risueña, que para ser académico, el artículo está untado en bastante poesía. Luego: es desagradable no presentir nada, no ver el fin de nada.
Y una hermosa paradoja: (...) naturalis quiere decir, entonces, cultural; y artificialis quiere decir espontáneo, contingente, natural. (el correcto uso de los signos de puntuación es de él. Cigarrillo.)
Un artículo acerca de la tekhne rhetorike, cierto.

02.07

Por alguna razón, le agradó encontrar el concepto de habitus en el texto de Barthes. Por alguna razón, aún más esquiva, anotó la susodicha palabrita a un margen del apunte.

02.18

Mate helado. Cigarrillo. 18 carillas. La traducción parece hecha por un ucraniano recién llegado a Buenos Aires.
No es tan simple como parece hacer un racconto de las horas que quedan e intentar un ejercicio de raciocinio frío, económico, hilarante; apoyar las dos manos sobre la mesa, escuchar tu propia respiración y susurrarte a la boca del estómago que todo, con un poco de responsabilidad, sale, se termina de delinear, se pinta, se aprecia desde lejos y se termina por acariciar su superficie y disfrutar del suave tacto; de la caricia de las yemas de los dedos sobre la pintura recién seca, no. Aquel aparta los apuntes y estira los pies, sin saber que el resto de lo que importa en él se acaba de desatar y se aleja, arrullado por el aire y con su piolín danzando, último resabio del contraste que sufre el soñador de oficina al alejarse de todo eso que lo corre para tomar de nuevo ese piolín y atarlo, otra vez, como siempre, a la mesa. Otra reflexión metaforuda sobre los días, los meses, los años y los segundos, cada segundo. Y qué hacer con todo eso.
Un contraste, dos colores tan definitivos:

Dejarte llevar por la doble liviandad de un cuerpo exiguo, descuidado y tan sometido a lo onírico te da la altura para ver y lamentar que todo lo que te reclama allá abajo es áspero, ocre y fascinante; te permite asumir con sabor ambiguo que toda la distancia, el tiempo y el pedregullo de un camino difícil y curvo no son obstáculos duros de sortear, pero que la tibieza de alma con la que das el primer paso tiembla bajo la primer sombra; luego te confunde por el calor renovado de una fuerza que sabés conquistada; después logra estremecerte de desconcierto ante la llanura de una senda inesperadamente fácil; en las altas horas, te confiesa perseguido por el temor que da la sorpresiva reserva de un impulso desmesurado: sufrir el miedo y saborear la angustia ante una meta que ya nos sonríe una cercanía defintiva; pasar las horas quieto, parado, observando un fin con el mate lavado y frío, sacarse el sobretodo a mitad de camino, llevarlo en la mano, pesado; seguir negándose a comprobar que era eso lo que se escondía a mis espaldas y se hacía atisbar, burlón, por el rabillo del ojo; resignarse, ilusionarse con una bifurcación bajo un valle ahora tan anhelado, tan rogado; dejar las fuerzas en el camino, recordar esa liviandad que, de última, va a cesar y te va a devolver a la maquinaria de lo de siempre, de Comida China; alma tibia, ya despojada, empezar a caminar, cruzar la meta con los ojos cerrados, romper la cinta de llegada con el cuello para que se te anude de una vez a la garganta... una curva, un ciclo: el camino seguía, y te dejaba en el comienzo, nomás, con el calor de siempre; de nuevo allá arriba, de nuevo aparece la ciudad, de nuevo la carne, de nuevo la piedra... pero más ímpetu, más impulso para ya no caminar, sino deslizarte por la calle, por las esquinas, por todo lo que no es tu casa, por todo eso que alimenta una melancolía rica, que te gusta, te hace sonreír en silencio y tragar saliva pesada, que te hace sentir más vivo que nunca y que cada vez fortalece más tus alitas de pollo para poder subir y bajar, dar vueltas y marearse, hacer el mismo ciclo, una y otra vez, cada vez más fuerte, con más ganas, con más madurez, para poder al fin reirte a carcajadas sin importar que te miren raro, que se rían con vos o que solo te sonrían con el brillo de ojos comprensivos.

Así, sin puntos. De un tirón bien rumiado.
Pis.
Cigarrillo.

03.20

Le encanta la nueva recurrencia a aquella linda paradoja: ¿Cómo puede el sentido propio ser el sentido natural y el el sentido figurado el sentido original?
Dos renglones más abajo se siente bajo una lluvia de pétalos de rosa:
F. de Neufchateau: En la ciudad, en la corte, en los campos, en el mercado./La elocuencia del corazón por los tropos se exhala.

03.28

Finalizada la vigesimoprimera y última carilla. Alivio. Cierta satisfacción del deber cumplido.
Se para de la silla. La observa. Un semicírculo dorado queda al descubierto: Alfajor Havanna.

Plancha.
Morral.
Plata.
Dentífrico.

03.56

Alarma: 08.30.
Cama.
Cigarrillo.


miércoles, 11 de agosto de 2010

Trapos húmedos.

¡Hola! escuchás a tus espaldas y es entonces cuando el clima comienza a cambiar; la escena diaria se tiñe de vivos colores pero, siempre, sobre todo eso: sepia. Es tan fácil variar nuestro tono que terminamos sorprendidos cuando recordamos las vueltas, las cuatro paredes cerrándonos el paso, el tufillo a falso dilema que ahora ya nos apesta a absurdo. Después viene todo eso de lo que ya hablamos o soliloquiamos o escribimos. La elección lógica, entonces: suprimir, ¿Para qué volver sobre lo mismo? Resultado: nada. Vacío. No vamos a caer en otra falsa disyuntiva entre la monótona repetición y el vacío preocupante; la respuesta es lateral, la misma que a este otro interrogante: ¿Nos vale la falacia de apelar a la lógica en esta olla, acá donde estamos palideciendo tan rápido, por solo unos segundos más sin evaporarnos? ¿Vale ensuciar nuestros trapos, marcados con nuestras manitos y algunos piecitos desnudos, con tanta geometría, tanta matemática fatal? La lógica que tanto nos falta, de la que tanto renegamos y que tanto necesitamos mete la cola. La respuesta no es un bálsamo, es uña. Uña sucia, crecida, dolorosa. Lo suficiente como para que puedas trepar y tomar aire para volver a caer a la olla y volver a estirarte el cuello de la camisa y decir "Qué lindo, qué oscuro, qué triste" y reir solo y sentirte a gusto, hasta que sientas que es demasiado, que tenés que parar. Sentido común: es suficiente. Sentido común: te devoraste las palabras y solo queda cáscara, corteza babeada, revuelta y rumiada. Sentido común: no sé cómo pero, en algún momento, todos nos vamos a dar cuenta de que el vacío duele desde la frase vacía, el intercambio rutinario, el diálogo de memoria y no pesa en los silencios ni en la saciedad de expresión en solo una ceja levantada o un suave movimiento de la comisura del labio. Si no queremos. Si lo desenmascaramos. Si asumimos con alegría melancólica que es él quien nos empuja a la olla aunque no la tape para que podamos ver y desear las estrellas. Pero sin evaporarnos.
Amanece.

domingo, 18 de julio de 2010

Goteras.

Es una presión suave, un latido apenas perceptible. Es el polo gravitatorio que se confunde con la pesadez de una mañana helada. Es el sopor parecido al de los ojos que acaban de abrirse; al dolor que abruma por el primer sol del día. Pero es saber mucho más que eso: es estar avispado. Es saber sublimar.
No es perder el sueño ni tomarme de las mechas con inquietud. No. Es buscar las ideas; es la necesidad de exteriorizar esa energía que hace eco dentro de mí. Que ahora reposa.
Pero que late.
Es poder ceder a un mandato interno; es superar el miedo al orgullo, a hacer bocina con las manos y gritar que acá estoy, ¡Que todavía estoy! Es saber cuándo gritar que estoy y cuándo llamarme a silencio. Es saber que solo se trata de presionar un botón. Pero tener siempre implícito que no me será necesario.
Es algo que me pica, algo de lo que me acuerdo cuando tengo la libertad de trabajar mi cabeza a mil por el mero placer de hacer chispear mis neuronas porque sí; porque de nada sirve, porque quiero; porque mi cabeza se me antoja la cabeza de un fósforo, que quiero encender para que todos vean mi pálido destello antes de apagarse y volver a la mera rotación de palanca; a mantener el ritmo de una marea somnolienta.
A gotear.
A gotear para siga goteando. A gotear para que la fina película de agua se siga moviendo.
A gotear para no levantar la perdiz.
A gotear despacito para poder ver el fondo y constatar que el latido persiste y entibia el agua. Para saber que puedo pisar, que puedo sentarme, acostarme, cruzarme de piernas y apoyar mi nuca sobre mis manos; sobre ese suelo de vivos colores. Para dormir al calor de su pulso. Para cerrar los ojos y saber que todo va a seguir, que el timón lo tengo yo y la velocidad, el ritmo, el tenor y la dirección no me van a fallar.
Es saber encontrarle la medida justa al malestar mentiroso; es saber que sigo pisando, que la marea no me mueve; que puedo contestar con una sonrisa sincera al grito pelado de una infelicidad tan ponzoñosa, tan distinta a la mía. Es darme cuenta de que solo yo puedo moverme de mi lugar, que tanto la declaración de guerra como la tregua final están en mis manos.
Es querer mirar a los ojos sin levantar la cabeza. Ni agacharla.
No sé si tengo la capacidad de cumplir con alguno de estos mandatos de un orgullo que se me hace esquivo. Hacía bastante que no escribía; que quería hacerlo, que no tenía ideas. Que no las tengo.
Entonces, recurrí a expresar esto durante las líneas precedentes.
Astuta salida, ¿Ha visto?

domingo, 20 de junio de 2010

Perdido

Creo que te debo una. Entiendo tu estar rezagado cuando las imágenes son más rápidas que los ojos y solo te queda ver lo que no podés entender, para darte cuenta de lo parado que estás... ¡Cómo no ponerme en tu lugar! Tu traje me muestra colillas de pucho, polvo de ratón: demasiados soles pasaron por tu cabeza. Pero dejame decirte que no estás tan mal... solo basta abrir un poquito los ojos para cerrarlos con dolor, pero un dolor físico; tantas cosas te negás a ver, y tan bien que hacés. ¿Querés una metáfora? Una sombra. ¿Querés más? La sombra que te enfría, te envuelve en frío ostracismo. ¿Querés ver más? Lo tenés en frente: es la sombra de toda la estructura que vos mismo levantaste, tan débil, desmoronándose sobre vos. Es la frialdad que tanto duele, es la mirada con desdén, el saludo de compromiso, la vuelta de cara. Tan malos ellos, pero... ¡Tanto te advierten! ¿Cómo no terminar aceptando un cliché mal recordado, una frase mal dicha? ¿Cómo no terminar aceptando que la sombra que se te viene encima es una capa de resina pegajosa, dos centímetros de cemento que tanto asfixian tus poros como te insensibilizan del golpe para el que tanto te preparaste? Ahora estás parado adelante. Yo estoy con vos. Estas como frente a un pelotón de fusilamiento. Yo estoy con vos. Sos un fusilado sin venda en los ojos, un espectador despierto; un voluntario sin ganas de irse sin nada. Yo estoy con vos. El esqueleto te pesa y yo estoy para tenerte del brazo. La sombra se hace más grande, lo cubre todo; pero ¿Qué importa, si hace tanto te terminó de cubrir entero? ¿Qué importa todo lo que te rodea, la vereda, los árboles, la calle, los autos, todo lo demás, si sos tan minúsculo que esa sombra ya te bañó entero en el primer suspiro? Yo sigo estando ahí. Tu propia maquinación está cayendo encima tuyo, haciendo ruido de fierros oxidados, de tornillos saltando, de bulones disparados. Y yo estoy con vos. No te preocupes: yo siento el suelo debajo de mis pies. Vos olvidate: el frío me castiga, mis ojos se irritan, el rechazo me duele, la indiferencia me mata de a poco. Vos quedate tranquilo, la vida me duele como a vos, como a todos. Solo sabé que no es ningún bautismo de fuego, ninguna ruptura de ningún carácter neófito de ningún ritual de ningún aspecto de ninguna existencia. Yo estoy ahí para decirte que sí, ¡existís! Yo te noto, yo te veo. Tu pesar me repercute, tu entusiasmo me entumece, tu seguridad contagia. Estamos parados sobre el mismo suelo; empequeñecidos frente al mismo cielo; condenados a la misma incertidumbre. No te pierdas, porque es imposible. Estamos en el mismo entuerto; no hay laberinto, peor: hay una llanura demasiado extensa. No hay paredes que nos contengan. Lo que nos pierde es algo mucho más desolador: la infinitud de un camino sin marcas, de una ruta sin dirección: el llano absoluto, la senda sin marcas, el mundo eterno, el vacío tan desesperante como sólido. El comodín mundano, per se.
Pero yo estoy.

lunes, 31 de mayo de 2010

¡Sonrisa de paria!

Andrecito camina a gusto por Cabildo. Hace frío, pero su sweater gris con rayas verticales azules y esa bufanda hippona que le enrolla el cuello como yarará fumona no solo lo resguardan de la crudeza tibia y ciclotímica de un invierno porteño cualquiera, sino que parecen sentarle bien. Así se siente el muchachete; por una vez dominado por la soberbia que sabe de cartón pintado de colores, jodona, como si su ego se hubiera trepado a la punta del Obelisco de pan dulce de Minujín y, desde ahí arriba, los mirara a todos y se riera con ellos de su propia visión y de que, de un momento a otro, caería con boludona apatía al asfalto que ya es tan de sus pies; de sus All Star rojas caminando entre pedazos del pan dulce que él mismo terminó desperdigando por el piso, por el propio peso de su mentira blanca. Y sí: Andrecito es la mentira blanca de Cabildo y Monroe: se siente fichado por farolazos verde imposible; besado por labios finos, brillantes y perdidos en la bruma onírica que brota de esa distancia y ese anonimato; ve jopos almidonados con shampoo elegido obsesivamente y para él, proyecta corazones acelerados, como queriendo hacerse notar en el relieve de conjuntos enterizos simil pantalla de lámpara de pie tan Belgrano que él dice: "Te lo cambiaría por un kimono, pero estás buena igual; guiño guiño. Lo sé, lo sé. Palabras que no saldrán de mi boca porque ya dan vueltas por tu cabeza y se pierden en tu jopo. Y porque no me animo ni en pedo: te-parto".
Todo eso ya pasó. Pero el péndex, esa tarde, las hubiera sobrado a todas a fuerza de barrio, de calles sucias de mugre y de migas de pan dulce; callejones de vecindario tan pateados y pateados por las All Stars rojas que, fijate vos: en el fondo, no se sentían tan a gusto sobre las passarellas cabilderas.
Andrés entró a la rockería y salió de ella con una bolsa que ya le arrebataba las razones para seguir yirando por Belgrano y, a su vez, le daba al flaco los gramos de algodón y polietileno de más para que el Obelisco de pan dulce empiece a oscilar... y ya, a esa altura (en sentido estricto, en sentido figurado) de la tarde ya recrudecida por las horas, el viento frío que le daba de lleno en la cara mientras esperaba el 59 era, realmente, el vientito de la caída a ese asfalto tan suyo, de esa caída a una realidad amortiguada por pan agridulce. Chau mentira blanca, que sigas así de bien. En serio.
Un par de esos faroles lo vio subir al colectivo, tardó menos en olvidarlo que en decirse que no era nada especial y siguió caminando.

domingo, 2 de mayo de 2010

Acordes de fondo

Una forma de comenzar: "voy a aprovechar un poco del tiempo que, irresponsablemente, libré a su suerte; vulnerable a la esterilidad progresiva y creciente: minuto a minuto." Poner la mente en blanco es imposible, es tratar de darle espacio a lo que te tiene que importar -y, sin embargo, no puede dejar de parecerte estéril- y dejar en un rincón del subconciente todo eso por lo que aprendés a contar los días, las horas y hasta los minutos; todo lo que te hace dar vueltas nerviosas frente a una puerta cerrada, lo que te hace estirar el cuello y mirar a ambos lados de la calle. Lo que te aprieta, lo que te angustia y lo que te llena de vida. Y hacés el esfuerzo por liberarte de todo eso que, paradójicamente, te da tanta libertad sin darte cuenta de que -es fatal- lo que no te importa nunca te va a llenar, lo que te mantiene vivo no te va a dejar vivir, lo que te tiene en pie no te dejará avanzar... y todo esto, sin querer darte cuenta. Hoy necesito encontrar mi eje, la recta al horizonte me pide cosas imposibles; lo que está más adelante me exige que no le dé importancia a esas horas subterráneas, a esos pasadizos andrajosos, a esos ojos tristes, a esa boca apretada como un puño, a todo lo que encierra esa frágil figura que tanta libertad me da ver; a su ausencia, que tanto me duele cuando no la espero; a todas las preguntas que quisiera hacerle, a todas las sonrisas que quisiera sacarle pára iluminar ese rostro tan melancólico, tan armónico, tan atrapante; a todo lo demás. Ahora saben de qué estoy hablando y tambien el porqué de ese pesar que provoca el saberse lleno de actividad cuando las horas que antes eran subterráneas, clandestinas, hoy están muertas y solo queda resignarse a esperar. Todo lo que tengo, este domingo y los que vengan, no me basta. Todo lo que me rodea en un día como éste solo me hace adolecer más y más de todo lo que falta y todo lo que se me resbaló de las manos y todos los colectivos que corrí y que se me fueron y todo por lo que habrá que esperar y empezar, de nuevo, a contar: los días, las horas, los minutos.
Cuando aprenda a saltar este pequeño mojón, voy a salir, el sol nos va a encandilar y vamos a mirar con más ganas al parque, que siempre está.

viernes, 19 de marzo de 2010

Roger that!

¡Dejá de reirte cada vez que digo que no puedo seguirte el paso! Dejá de aparentar esa humildad neófita que no es más que otra muestra de tu inequívoca capacidad de proyectarme tus falsos síntomas. ¡Rayos y centellas! No hagas de cuenta que es culpa mía el quedarme atrás con la tibia excusa de poderte ver completa para consumir el largo folklore de un baile que me deja sentado para decir basta y quedarme atontado para rendirme a tu despliegue. Los demás se hacen los giles, pero yo tengo las cartas en la mano, tengo una mano floja y no hay forma de mentirte; pero te digo:

-Esperá que termine la mano. Dejá que sacuda estas cartas y ya estoy con vos.

Pero vos me miras de reojo, porque sabés que me podés, y ya adivino que te das cuenta de que tengo tres cuatros y, por más que agite mi esqueleto y sonría despreocupado, la falsa pedantería me falsea y quedo en evidencia, detrás de un banquillo de espectador para ver como tu displicencia es verdadera; como el tiempo te sobra y cuanto más me comen los minutos más tranquilamente podés cruzarte de esas piernas que también me pueden y apoyar el mentón sobre tu mano fina, que tampoco puedo dejar de mirar, y decirme, con todo el tiempo del mundo:

-No mientas, no tenés nada. Ahora juego yo.

¡Basta!¡Me voy, rumbo a la puerta! Pero como soy un muchacho educado…

-Bueno, me las pico dijo perico.

-¿Ya?

-Y sí… se me hizo re tarde.

Pero sé que la noche no termina ahí. Me diste un milimetro que, sospecho, sabrás que es un escalón al que me voy a subir y ya de ahí no me sacás hasta que ambos decidamos que es hora de subir otro peldaño, y otro más… despacio, otro más… hasta mirarte a los ojos de frente y nuestros rostros estén ya tan cerca que no puedas volver atrás. Ahora me toca a mí. Jugá tranquila, yo te muestro mis cartas, mirá que bueno, qué muchacho educado soy…

Terminé el ensayo.

Ahora empieza el partido de verdad.

sábado, 6 de marzo de 2010

Tardes

Es cierto que me parece mentira verte así. Qué pasará cuando caiga en la cuenta de que, en algún momento va a ser demasiado tarde. Verte tan cándida me paraliza como a toda esa gente que disfruta su carnaval sin darse cuenta de que, en realidad, están rígidos; fisuras maltrechos, anestesiados de bienestar sin saber que el calor es para ellos y, qué pena, se les va. Yo estoy inmóvil y el goce que me embriaga me distrae de la fatalidad de perderme cada minuto de vos y me va subsumiendo en el otro destino: ese del cual me doy cuenta cuando me doy un palmazo en la frente y me grito que ya no estás acá y que no fui suficiente cuando tuve el color y la irreverencia de robarte un rato más para mostrarte mis tonos. Pero ahora, en cambio, estoy viviendo de un mambo narcótico, un ritmo que me aleja de vos minuto a minuto, cuadra por cuadra, y lo estúpido es que no quiero otra cosa; pero, a la vez, no; no quiero despertarme y saber, a destiempo, que nuestra intimidad me está alejando cada vez más de vos. Quiero caer, quiero caer en la cuenta y salir a buscarte por donde sea, quiero encontrarte en cualquier esquina y enlazarte. Quiero mentir un carisma y, aunque sea, dejarte un resabio del brillo de mi inmadurez cuando coincidimos en un mismo lugar. Quiero hacerte reir, quiero que pienses que lo que estamos viviendo es irreal, absurdo. Alucino con darme vuelta con vos, con arruinarme por completo y advertir que lo único que me sigue uniendo a la realidad sea el contacto de mi cabeza con tu regazo y que la única señal de vida mundana que te susurre la mañana de domingo sea ese perdido que descansa entre tus piernas. Quiero que pienses que soy un pelotudo, que estoy loco, pero que no encuentres razón para irte y prometiéndome una cerveza algún día para sacarme de encima; que te preguntes por qué no podes volver a tu casa y dormir, dejarme tirado, que soy grande y me sé cuidar. Sueño con que nos demos cuenta al unísono de que el Bajo de madrugada no sería tan pero tan reconfortante, que el cansancio y la resaca no serían tan sobrellevables si no escucháramos al lumpen de la vida, al lado de cada uno, hablando idioteces en un estado lamentable. Quiero que lleguemos al punto de no poder asociar el escape de la realidad sonrisa de telgopor con otras cosas que no sean tus ganas de seguir caminando, mi parlamento de ebrio gratuito, tu mirada perdida pero tan totalitaria con mi alma, mi chispa que no se resigna a apagarse en la noche. Quiero que pasemos horas en un escalón sin siquiera sospechar del acecho de un aburrimiento que tantas vidas se carga tan cerca nuestro, tantos misiles retumbando tan cerca nuestro y nosotros como si nada. Quiero hacerme el poeta cursi e improvisarte una murga despechada que rezongue:

Ay, que tiempo renegado!

Que a este tonto hace a un lado

Sin dejarle la ocasión!

Ay, que puedan, emociones!

darle un puño a sus temblores

y embarrarse en tu canción!



Y, cuando imagino tus risotadas, la chispa loca me da hipo y me quedo fantaseando con esperar que cedas, tan solo un milímetro, para que mi carretel gire y gire y que mi paroxismo no te deje dejar de verme y escucharme y algo, que cuando sepas qué es ya sea demasiado tarde para volver atrás, te haga pensar que algo tengo para estar ahí y que el magnetismo te drogue y que ya no quieras otra cosa que esperar mi última rima borrosa.

martes, 2 de marzo de 2010

La rosa clarito

Es ahora cuando elijo entornar la puerta. Todavía no me decido, todavía me supera la disyuntiva de admitir que da un poco de miedo abrir del todo la puerta para ver bien lo que me espera o conceder que la música suena muy fuerte para ordenar mis pensamientos. En todo caso, la situación no muta de hora en hora. Frases lapidarias, paredes que me lo cantan bien clarito: aun estoy apostado tras la puerta. Y la música me arde. Esta armonía me moviliza, me siento más fuerte que una decisión sellada a puño contra la barra, más espeso e impreciso que el alcohol, más silenciosamente determinante que el tabaco. Hoy estoy movilizado y me siento adentro de un flipper, tanto cuarto me queda chico. ¿Dónde está? La respuesta está tan dentro de mí, que escarbar para leerla puede ser fatal. Y la música me reta, no acepta reverberar, rebotar como flipper en una pieza tan chiquita. Son notas, voces y palabras que me toman por asalto y me hacen pulsear contra mis propias manos y mi lucidez para que su elocuencia no brote de mí y me convierta en una figurita trucha y repetida. Pero resisto, obcecado, y me apuesto contra la puerta, como si algo allá afuera estuviera esperando una imprudencia disonante y me llamara con sus dedos para que yo termine de perder la cabeza y salga a jugar mis cinco centavos por nada. No sirve de nada, su rostro fruncido no me intimida, porque la pulseada más sudorosa y venosa se está librando más cerca de lo que yo puedo ver. Entonces me resigno a no recibir respuesta a tanto llamado solapado y descubro que, al final, no hay molinos de viento ni obeliscos de papel: tanta fragilidad termina por volverse irreal, cada cosa está en su lugar y la incertidumbre es la de siempre y no me inquieta ni mínimamente. ¡Cuánto corte de manga, cuántos manotazos sin sentido! Todo está como antes, como siempre. La música ya no me aturde, ella choca conmigo con fiereza, buscando una respuesta de sonar, pero después de un rato de hondazos cae en la cuenta de que lo repetitivo no es un límite, sino que transmuta en una cinta plástica ya cortada, una inauguración a la que siempre va a llegar tarde. Ese límite lo pasé hace rato, bacán; te conozco de memoria y sé que sabés que tus emociones son tan mías que, de prescindirme, no serías más que un puñado de papel picado tirado a un palier vacío, discurso con tanto eco que no se distingue ni a sí mismo y que deja en evidencia la ausencia de vida que tanto lo llena y a la vez priva de sentido, de calidez. Ahí estoy yo, insolente, que me tocó tantas veces y lo jugué tantas veces que no sé que hacer con una carta tan icónica pero con tan poco valor. Fuiste, te saqué la ficha y ahora el que va a juntar polvo en el fichero sos vos. Yo, entretanto, cuidándome de tanto sonar y tanta corriente brava. También me equivoqué: qué bien me haría. Pero ya fue, ahora estás unos pasos atrás y no te puedo ver. Sentate en un escalón y espera un guiño de coté que te haga ilusionar con una vuelta a la manzana y todo de nuevo. Mientras, que tengas éxitos en tu baldosa y en el aire, Capone.

domingo, 21 de febrero de 2010

Canto a la locura linda y de algunos pocos. Música, poesía, literatura.

Balada para un loco (Piazzolla/Ferrer)

Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo, ¿viste? Salís de tu casa, por Arenales. Lo de siempre: en la calle y en vos... Cuando, de repente, de atrás de un árbol, me aparezco yo. Mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizonte en el viaje a Venus: medio melón en la cabeza, las rayas de la camisa pintadas en la piel, dos medias suelas clavadas en los pies, y una banderita de taxi libre levantada en cada mano. ¡Te reís!... Pero sólo vos me ves: porque los maniquíes me guiñan; los semáforos me dan tres luces celestes, y las naranjas del frutero de la esquina me tiran azahares. ¡Vení!, que así, medio bailando y medio volando, me saco el melón para saludarte, te regalo una banderita, y te digo...

Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao...
No ves que va la luna rodando por Callao;
que un corso de astronautas y niños,
con un vals, me baila alrededor...
¡Bailá! ¡Vení! ¡Volá!

Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao...
Yo miro a Buenos Aires del nido de un gorrión;
y a vos te vi tan triste...
¡Vení! ¡Volá! ¡Sentí!...
el loco berretín que tengo para vos:

¡Loco! ¡Loco! ¡Loco!
Cuando anochezca en tu porteña soledad,
por la ribera de tu sábana vendré
con un poema y un trombón
a desvelarte el corazón.

¡Loco! ¡Loco! ¡Loco!
Como un acróbata demente saltaré,
sobre el abismo de tu escote
hasta sentir que enloquecí
tu corazón de libertad...
¡Ya vas a ver!

Salgamos a volar, querida mía; subite a mi ilusión super-sport y vamos a correr por las cornisas ¡Con una golondrina en el motor! De Vieytes nos aplauden: "¡Viva! ¡Viva!", los locos que inventaron el Amor; y un ángel y un soldado y una niña nos dan un valsecito bailador. Nos sale a saludar la gente linda... Y loco, pero tuyo, ¡qué sé yo!: provoco campanarios con la risa, y al fin, te miro, y canto a media voz:

Quereme así, piantao, piantao, piantao...
Trepate a esta ternura de locos que hay en mí,
ponete esta peluca de alondras,
¡Y volá!¡Volá conmigo ya! ¡Vení, volá, vení!

Quereme así, piantao, piantao, piantao...
Abrite los amores que vamos a intentar
la mágica locura total de revivir...
¡Vení, volá, vení! ¡Trai-lai-la-larará!

¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!
Loca ella y loco yo...
¡Locos! ¡Locos! ¡Locos!
¡Loca ella y loco yo!





Ok, alguno me va a putear si no pongo la versión del Polaco, así que:

lunes, 15 de febrero de 2010

El Remanente (N.d.M. IV)

Y sí, la noche estaba predestinada a ser un mojón recurrente en esta historia. Pensar en las iniciales: N. d. M…. ¿Ni dos Morlacos? ¿Noche de Mierda? O sumale las letras que quieras, muy lejos no vas a estar. En fin… Gabriel pensó en una radio encendida en una AM a todo culo en un cuarto vacío. Entonces cayó y empezó a tararear, a murmullo bajito, con el cuidado de no molestar vaya uno a saber a quién, Teléfonos. La guitarra acústica de Luca, años atrás: Telephones ringing in empty rooms. El muchacho tuvo un comportamiento paralelo, ¿Será que la noche les dice más de lo mismo a todos y se sienta a ver la inmensa diversidad de reacciones? Él estaba solo y tenía mucho que contar. Cuando alguien tiene una vivencia fresca y adolece de la ausencia y, por qué no, del rechazo de, aunque sea, un tímpano expectante, sale. Gabriel salió. Y sintió, por su cuenta, lo que esa misma noche sintió Candela, también por motus propio; lo que Cande forzó a admitir que sentía Seba. Esa misma noche. Nunca coincidieron en tiempo real. Pero había mucha música, mucho baile en el espíritu de Gaby, aunque él se negara tozudamente a aceptar a tal, al menos como la institución que guía la vida de tantos, la muerte y triste sobrevida de tantos otros. El entró en ese juego. Pero la noche fue un ponchazo de cubilete, en el que un puñado de dados coinciden en un foul afortunado y bueh, es lo que hay, pero tan ajeno, inerte, un dado de otro. El pibe supo que le iba a servir y salió a pisar veredas. Su destino fue tan otro como predestinado. Hay alguien más, hay osamentas errantes, hay algún bar abierto en esa bruma de negro y luz de estrellas. En una palabra: fue a parar a una barra de mala muerte y se dispuso, con total docilidad, a dejar que su impulso le robe a las veinticuatro horas que lo regían, como en la colimba, rato tras rato, su tesoro de rincones iluminados con bombillas de luz amarilla, malhablados y contraindicados. La clave es saber encontrar el minuto de sábanas revueltas y húmedas, que te dice en una línea de neón rojo que no ibas a terminar ahí, que lo que seguiría sería brutalmente contraprestado, pero ¿Por qué no? Gabriel amaneció mucho antes. Sintió el dulce dolor lumbar de quien se agota prematuramente por la faena de un chorro de obligaciones que le lavaría la cara, como siempre. Gabriel no lo lamentó; habló con algunos parias del siempre que escapa, regido por la dura prudencia que prohíbe, con mala cara, acercarse a despertar a los fantasmas del pucho mañanero, de la resignación premeditada, del gris ortodoxo. En algún momento supo que estaba resistiendo, pero ya era de día y había ganado, por esa vez. El flaco pensó en la mina que lo miró con miedo desde la puerta de un edificio, solo algunos ratos antes. El degradé de oscuro a claro lo hacía parecer a todo lo de un lado tan lejos de otro… eran las ocho de la mañana y un amigo se lo diría dentro de un rato. Encuentro casual, dos entes con mucho para intercambiarse y darse cuenta de que uno era tan intangible pero transparente, tan frágil como el otro. Gabriel estaba esperando a Seba en una mesa de un bar de Perón y Azcuénaga, aunque no tuviera idea en ese momento. Alguien entró por la puerta del bodegón, con la soberbia de creerse el único capaz de robarle a las horas muertas esa vida tan secreta y luminosa que negaba y convertía en mito. Gabriel cedió y se limitó a escuchar y asentir.

lunes, 8 de febrero de 2010

Baldosas (N.d.M. III)

La noche quema hostilidad cuando uno es arrancado del colchón para sentir su soledad sucia y responsable de un silencio que despierta más suspicacia que tranquilidad. Aprovecho este momento para estampar una desmentida categórica para aquel que escuche mi versión y piense que el filosolfeo es una improvisada constante en mis períodos de lucidez. Solo aclaro, y lo voy a decir en criollo, que estaba cuasi dormido momentos antes de que un timbrazo retumbara en mi cabeza; que mi cráneo fue, esos segundos de madrugada, una campana de ring, ametrallada por un gatillito, para hacerme saber que otra batalla, más violenta que las que se ven por Combate Space, había terminado. No lo sabía, pero definitivamente: la mía contra el concilio de una soledad oscura y una mente con muchas revoluciones por agotar, como casi siempre. Ahora estaba vestido, ya no recordaba cómo, y arrastrado por la calle por una mano finita, por una inquietud deslumbrante… por una mujer que decidió que, si dejaba morir aquel día en una vuelta y media de aguja petisa de reloj de pared, el crepúsculo lo iba a sentir más profundamente que cuando sus pupilas se dilataran. Y tuve medio minuto de una lucidez para mí asombrosa cuando pensé en eso. No estaba medio dormido cuando la admiré por esa actitud: al fin y al cabo, salió de la fatalidad de un final cotidiano para salvarnos a los dos. La emoción ambigua de saberme despojado de una rutina a la sombra de la cual me sentía protegido me hizo dar cuenta de que esa sombra no era un reparo protector, sino un reflejo de seguridad sombría: la sombra bajo la cual se arroja quien tiene miedo de mutar su día-a-día-bomba-de-tiempo en un día-a-ciegas-quizás-al-borde-de-cierto-abismo. Parecía adormilado, pero yo caminaba, casi corría, casi a su ritmo. Me dejaba llevar por su mano, por su ansiedad, me dejaba eyectar de mi vida segura porque con ella y su ansiedad, sus ganas de vivir, de cruzar la raya tras la cual vivir, vivir en el sentido que siempre me obnubiló, suponía una transgresión contra la vida de quienes no nos veían porque estaban amparados en esa sombra… me sentía seguro, en el pleno sentido de la palabra. Estaba a salvo corriendo tras ella por las calles vacías, escuchando todo, todo lo que me decía. Ella hablaba. Y yo la escuchaba. No, no estaba dormido. Estaba más despierto que nunca.
-Si. Yo te sigo. A donde sea. No tengo elección porque no quiero otra cosa. Pero… ¿A dónde vamos?

martes, 2 de febrero de 2010

Chamuyo (N.d.M. II)

Cuando tengo ganas de sentir la atracción hacia lo inseguro solo tengo que salir a la calle con los ojos cerrados. El cuadro que se presenta en tal ocasión es, a las luces de quien no se presta a la disposición de una situación sorpresiva, un puñado de minutos de vergüenza agridulce. El muchacho de a pie sale tan provisto de defensas interiores, que no sabe que el peligro que acecha afuera es, precisamente, la nocturnidad de un todo que te puede aplastar si no tenés conciencia de que hay algo más allá de los límites de tu cuerpo. En cambio, el que sabe cerrar los ojos en serio y salir sabe que eso no es cegarse a la realidad que a uno espera, cuando el mundo que uno blandía como propio se ve ajado por una inmensa cantidad de factores que lo alejan a aquel de esa intimidad tan opresiva. Y es que es así como me siento cuando el calor no se mide con barómetro y cuando la sofocación no me invade los poros ni los pulmones ni reduce mi sangre a vapor. Lo que me hace salir a impregnarme de una contaminación multicolor es saber que cuando la cabeza te da vueltas frente a una puerta cerrada, lo mejor es abrirla e irse. La noche y la ciudad son mucho más que oscuridad y concreto. El que siente inminente la implosión interna (aunque valga la redundancia) abre el portal y tiene la capacidad de atajarse ante la sorpresa de una ciudad más clara y tersa. Y es porque la figura del hombre se ve históricamente envuelta en un manto de oscuridad dura y áspera que la luz de la noche y la transparencia de una calle vacía y lumpen logran colmar al de a pie, al que no la ve venir, de galones del licor amargo de la inseguridad hormonal que transmuta en combustible y llena sus venas y sus ojos de humo y calor. El hombre de a pie se da cuenta, con pavor, que la asfixia caliente que sentía entre cuatro paredes acaba por consumarse una vez puso un pie en la vereda, y que la calle, el cielo nocturno y el horizonte son paredes mortales que se acercan a él, con decisión, hasta colapsar su conciencia. El que sabe cerrar los ojos y salir tiene más suerte, porque sabe algo fundamental. El hombre de ojos cerrados sabe salir y armarse de la sabiduría de quien conoce el contrafuego. El hombre realista sale al zaguán con la agilidad justa para apostarse a un costado y que el humo no lo ciegue; para que el calor no lo haga transpirar, para ver como ambos fuegos se funden y desaparecen. Para observar tal escena y que, a la hora del apagón, sus ojos ya queden teñidos de tanta luz que la noche les parezca clara y que tal claridad borre las asperezas de una ciudad que está lista para devorar a aquellos que salgan con los ojos vidriosos y abiertos. Entonces, la calle se descubre como un hogar maravilloso, una juguetería donde la inseguridad de lo imprevisto nos llena de adrenalina narcótica y no de terror ante un golpe inminente. A esa ciudad me gusta salir. A esa noche me gusta sorprender cuando siento que mis cuatro paredes me empiezan a vaciar por simbiosis. A esa calle le agradezco el ser invulnerable al ardor de su fuego, pero tan débil a su luz.

martes, 26 de enero de 2010

Qué lastima

Ricardito se sentía muy bien. Estaba enfermo de amor por su mujer. Le encantaba Plaza San Martín. Las tardes lluviosas lo llenaban de una melancolía, para él hermosa, que se ramificaba por todo su ser hasta que los escozores lo sacudían y dejaban traslucir un haz de tristeza alegre en sus ojos. Su mujer lo conocía. Por eso, ese viernes se sentía flotar sobre ese banco, mientras hundía la mano en la cabellera del hombre que descansaba en su regazo y trataba de perderse en esa eternidad que tanto la podía, la eternidad del brillo fugaz de los ojos de su marido. Ricardito sintió el corto y único compás de ese suspiro mudo de la panza de su mujer en el perfil de su rostro y entonces, como tantas otras veces, se alegró de que fueran uno, de que el lenguaje corporal entre ellos fuera tan fuerte que pudieran decirse todo, expresar y compartir el éxtasis de compartir todo, como a través de un cordón umbilical. La felicidad era una sola, y circulaba de uno a otro a través de ese cordón tan fuerte. Cerrar los ojos, sentir su mano abriéndose paso por su pelo, la cabeza sobre el regazo, la respiración, el silencio. Plaza San Martín desaparecía, la tarde se desdibujaba, se desnudaba y dejaba ver su pálida realidad de concepto que se dejaba subyacer por otro concepto, absurdo: el tiempo. ¿Tiempo? Si sus dedos barrieron el mundo, todo lo que los rodeaba, todo lo tangible que no fueran sus cuerpos: ¿Qué era el tiempo? Algo con un inocuo sabor a ajeno. A Richard le encantaba Plaza San Martín y las tardes lluviosas. Pero cuando estaba su mujer, no había lugar para los cuatro. La sentía mundo. Su presencia era más frondosa que la plaza y la cadencia de su voz se extendía y se fundía sobre él con más fuerza que el día más plomizo del otoño más pútrido y deprimente que él podía llegar a adorar.

La alianza de ella se enganchó con un mechón de la nuca de Ricardito:

-¡Ay! ¡La puta que te re parió, pelotuda!

domingo, 3 de enero de 2010

Dedos (N.D.M. II.)

Edu no sabía cómo contarle a Mariano. La había conocido una semana antes, nada especial. Pero ella le había hablado, le había contado, más o menos, las razones por las que le cayó, de surprise, la noche anterior en su casa. Todo lo que le decía le repercutía más de lo que él estaba dispuesto a admitir. Tragaba saliva y se sentía bien escuchando. Escuchado. Se sentía mimado en las sienes, atrás de la piel, en el pecho, en la garganta. No le gustaba decirlo. Optó por omitirle esa parte de la historia a Mariano. Cuestión de tiempo (8:45, a las 10 a la oficina), minucias discursivas... orgullo: simplemente lo omitió. Pero lo pensó, revolviendo con la cuchara, mirando el remolino del cortado tibio lo pensó y lo formuló: encontró las palabras. Curioso: no recordó. Encontró otra forma de decir lo mismo pero, ¿puede ser -se preguntó-? Ella le dijo más o menos (muuy más o menos) lo mismo, pero lo que esa mañana se estaba armando Eduardo, eso que estaba armando para luego desarmarlo sin escribirlo ni decirlo nunca más a nadie más que a él mismo, eso, era lo que él sentía entonces. La empatía del destino. Esto es, más o menos, lo que Julián quería querer decir pero ya no podía ni quería, porque una mano suave ya se lo había sacado de la boca:

Vine hasta acá, rápido, porque sentía que el éxtasis se diluía y las palabras se me iban cayendo por la vereda... tenía miedo de llegar y ya no tener las fuerzas para abrir la boca y exhalar todo lo que ahora me llena la cabeza. Porque es algo demasiado fuerte, pero algo dueño de una fuerza centrífuga, como si fuera un pedazo de cascarón que, además de aferrarse al fondo de la botella, se coagula y opaca y logra que lo traslúcido de ayer sea, ya hoy, ilegible y que lo único visible sea solo una masa informe, inconstante, solo una bola de miedo a no saber qué decir cuando los demás no saben qué puden esperar escucharme. Y hoy estás y eso me llena de un alivio enorme. Porque sé que no estoy nadando en soledad en esta marea turbia de ideas-obstáculo que me llenan de falsos objetivos y satisfacciones vacías. Hoy estás y sé que no estoy soñando, sé que, por fin, todo lo que me rodeaba, como una escenografía barata para mantenerme a raya en la periferia de mi núcleo, hoy se derrumba con un soplido; y me da una enorme alegría saber que esa boca siempre estuvo ahí, siempre tuve el botón al alcance de mi dedo y vos sos esa prueba. Esta noche me acompañás y siento tu dedo en mi espalda y veo, por fin me decido a abrir los ojos y ver que un dedo era tan suficiente para romper ese cascarón, que no me atrevía ni a mirar, y a la vez estremecerme hasta que mis ojos dejen de sufrir un dolor oscuro y de cartón; un dolor producido no más que por la presión de mis párpados húmedos. Abrir los ojos para que se acostumbren a esta noche; a esta noche tan soleada, que tanto me aterraba ver.
Acompañame esta noche, por favor.