martes, 25 de diciembre de 2012

A través del vidrio

I y II son almas imaginarias que vivirán una semana imaginaria y no más.


Domingo (I)


Aprovechá el tiempo

desde tu lugar

Y pensá dos veces

antes de actuar.


El mediodía casi hace crujir la persiana al meterse por sus hendijas. Mientras los versos desfilaban por la canción, se acomodaba los auriculares para escuchar más fuerte. Puso en su balanza mental: levantarse e intentar tener una jornada productiva producir versus seguir en la cama, fumando.

Las coordenadas de su cabeza: ¿en dónde estará su cabeza ahora mismo?

Ante semejante día, poco puede hacer por tener ganas de salir.

Encontró algo que hacer: en algún rincón de la casa tenía que haber vino.


Lunes (II)


Cuando cruzó la puerta de la oficina, todavía seguía rumiando la certeza de que había hecho bien. Más aún: pensaba que era la única forma de aprobar un examen que la vida, sin previo aviso, le haría resolver sobre lo que tuviese a mano en el momento. Después de ese paso, restaría ver cómo la culpa y el miedo ceden ante el definitivo cielito de la paz.

El celular vibró y solo después de leer el mensaje se dio cuenta de la premura con la que había luchado con el ceñido bolsillo del pantalón para sacarlo. Era una hora de la mañana en la que todavía cabía esperar un mensaje en ese tono etílicamente tardío e inexplicablemente persuasivo. Recibió con una suerte de humor absurdo el mar de dudas en el que ya se veía chapoteando.


Martes (I)


Esa tarde supo que no le quedaba otra que asumir que estaba en una sala de espera y que en un lugar así solo queda esperar que el tiempo sea benévolo y haga contrapeso a la carga de tensión que conllevaba encontrarse en tal situación, que no era otra cosa que desconocer el carácter de dicha antesala. Y, eventualmente, preocuparse por ello. Había recibido una respuesta afirmativa aunque distante y a su tarde soleada se le cruzaban nubarrones y entonces su sangre latía como si la recurrencia a ese sí desengañado le marcara el compás. Una de las formas de sobrellevar la angustia era volver y volver al día anterior; recapitular, analizar, juzgar, maldecir y agradecer el impulso que le llevó a tal acción.


Miércoles (I y II)

A través del vidrio se leen algunas palabras. A veces, la señal es intermitente, o la letra ilegible, o la voz confusa. O las ideas poco claras. A veces el sexo empaña de adrenalina el cristal. Otras, lo sofocante es el silencio. El vacío sobrevive a cada circunstancia. El desamor nunca se deja sorprender en un cuarto a la noche. Pero se impregna en las paredes y se huele como si fuera tabaco.


Jueves (II)


Una de las formas de sobrellevar la angustia era volver y volver al día anterior; recapitular, analizar, juzgar, maldecir y agradecer el impulso que le llevó a tal acción. El clímax necesario de este proceso que se repetía y repetía como llenando botellitas de agua era admitir que lo intenso es perecedero, la pulsión es fugaz y el frío del suelo, perenne. Anticipó mentalmente el contenido de las líneas que le escribiría mañana. Una negativa que se pretendía final, pero se revelaba mucho menos distante que aquel piadoso . El tono del mensaje estaba fuera de discusión. 

Esa tarde supo que no le quedaba otra que asumir que estaba en una sala de espera y que en un lugar así solo queda esperar que el tiempo sea benévolo y haga contrapeso a la carga de tensión que conllevaba encontrarse en tal situación, que no era otra cosa que desconocer el carácter de dicha antesala. Y, eventualmente, preocuparse por ello.


Viernes (I)


Recibió con una suerte de humor absurdo el mar de dudas en el que ya se veía chapoteando. Estar jugado es transitar de la desesperación inicial a la hilaridad y el autochiste, que no tardan en sobrevenir. O así era ese viernes. La resignación era una mano más de adobe sobre su cascarón. Pero en fin, la sudestada había llegado y había que sacudir los brazos para hacer pie.

El celular vibró y solo después de leer el mensaje se dio cuenta de la premura con la que luchó con el ceñido bolsillo del pantalón para sacarlo. Se había preparado para un shot melancólico. No sería nada que ya no hubiese experimentado. La ternura de esa dimisión le dolió más de lo que esperaba. Acusó recibo con un gélido "ok, todo bien. tenés razón", volvió a su box y empezó a ponerse al día con las imputaciones fiscales. Cuando cruzó la puerta de la oficina, todavía seguía rumiando la certeza de que había hecho bien.


Sábado (II)


Encontró algo que hacer: en algún rincón de la casa tenía que haber vino. No solo había perdido esa batalla de egos tan profundamente sexual: se veía cayendo en picada hacia la sumisión emocional. Nunca esperó despertar en ese escenario. No, nunca consideró que podría caer en ese terreno en el que no sabía moverse, en el que se iría volviendo débil y dependiente de una mano preciosa y salvadora, acaso déspota, que nunca aparecería… ¿en dónde estará su cabeza ahora mismo?

Cuando las naúseas le forzaban a abrir los ojos, ese paraje oscuro desaparecía de las retinas pero dejaba su sombra sobre todo el caótico cuarto. El mediodía casi hace crujir la persiana al meterse por sus hendijas.

Ante semejante día, poco puede hacer para tener ganas de salir.

domingo, 26 de agosto de 2012

Raro

Estoy acostado -boca abajo- sobre un colchón inflable que, a su vez, flota en una pileta cuya profundidad me da miedo. No sé nadar y jamás me animé a no hacer pie.
Miro hacia al fondo. Veo sirenas.

***

La profecía autocumplida puede ser bastante zorra:
"Oh, voy a exteriorizar", pensé. Y dije: Prefiero mil veces la angustia al aburrimiento. Notifíquese.
Ahora tengo un nudo en la garganta. "Oh, voy a exteriorizar", pensé de nuevo.
Silencio.

***

Vení, hacete amigo, me decía. Tampoco me hice amigo.

***

Coquetear con mi excentricidad no es otra cosa que manifestar la urgencia por saber qué soy. Lo que normalmente es una inestabilidad chistosa ahora me muestra dientes amarillos, endemoniadamente afilados y cara de perro: crisis.

***

"Te veía solo en el patio después de cursar. Vos me mirabas. Yo pensé: te quiero chupar."

***

Pensarme encerrado en un ciclo era encarar lo inevitable. Quijotesco: a veces hasta dejaba de sonreir. Hoy siento que, en vez de eso, soy yo pegando saltos frente a un paredón para tratar de ver lo que hay del otro lado. Por ahí no me gusta lo que hay allá, por ahí no sé qué es lo que veo, o capaz que me encandilo o sencillamente no veo nada.
Sin embargo, me chupo el dedo y sigo sintiendo sabor a círculo vicioso.

***

Mucha sonrisa. Mucho entusiasmo. Confianza precoz. Esas cosas están volviendo a dejarme callado, boyante. Hablale a otro de mí como si no estuviera, pero sin sacarme los ojos de encima. No falla.

***

Praxis fragmentaria: iba a escribir que soy un pedazo de algo, pero ahora quiero saber de qué. Insólito. En vez de buscarlo para dejarme en paz de una vez, espero a que alguien me diga dónde está, o qué carajo es, o que tenga o finja el mismo interés que yo.
Qué manos frías tenés, suelen decirme cuando me las toman.

***

Capaz que el muchacho tiene otras necesidades.
Acerca de mí, a otro. Mirándome.

***

Ningún sueño me gusta más que aquel del que despierto angustiado. La melancolía es tan dulce, tan sexy.

***

Mala conciencia. Casi deíctico: sostengo que cualquiera que lo lea, automáticamente, pensará en la suya. Mi caso: a fuerza de expiar, ahora cada vez que la leo me siento testigo.
Con razones.

***

(...) a mitad de cuadra me cruzo con un grupo de tres chicas. Al pasar a mi lado, una de ellas me da una palmadita furtiva en las costillas. Me doy vuelta. Las tres siguen caminando como si nunca me hubieran cruzado.

***

Tenía 17 años y saberla imposible dolía. Hoy apenas la recuerdo, pero le agradezco que me haya prestado su imagen para un sueño que dificilmente olvide: yo llegaba tarde, todos se habían ido. En el apuro por encontrar a alguien, me meto en un zaguán y empiezo a caminar ligero. Casi nos chocamos. El amanecer era tan ocre que apenas podía distinguir la ternura en su cara mientras me decía "hola mi amor", me abrazaba y besaba.

***

Antes: me siento sedado. Disfrute. En cualquier momento se puede acabar. Inquietud.
Ahora: me siento sedado. Inquietud.

***

Acá sí hablamos de un deíctico: si hacer literatura es levantar un refugio, escribir vos es dejarle abierta una ventana.

***

Lo bueno es lo convencionalizado. Lo malo es lo condenado bajo los mismos cánones. Lo raro es lo presemiótico; es el tercer tipo, el que se niega a caer bajo el ala de las dos aves rapaces antes mencionadas.

***

2002. Mal sueño: la vi pasar con una amiga. Le quise hacer un chiste y me salió mal. Ella me miró mal, me contestó mal. Quedé mal parado. Me sentí mal.

***

Virtud que me reconozco: un despojo que flota sobre el nihilismo como este flota sobre el fondo vital. Entre los tres hay una relación histérica, unilateral en cadena, que se resume en el verso de Luca: whitin sight, but out of reach. Lo de la pileta y las sirenas era una pobre metáfora, se entiende.

lunes, 13 de agosto de 2012

Juego

Ahora recuerdo todo aquello. Ahora que estoy acá, acurrucado en el piso, rogando que la oscuridad no deje de cobijarme, que no se quiebre, que no me abandone definitivamente. "Eso no es blanco, es más oscuro. Se llama mate." Lo repetía todo el tiempo en el colegio, porque siempre me terminaban señalando una hoja en blanco. A los pibes les extrañaba que mi color favorito fuese el blanco. No les entraba en la cabeza que tuviera esa preferencia por sobre el resto de la escala cromática, pródiga en tonos chillones y rimbombantes, atributos excluyentes para todo lo que se precie de atraer a la gente cuando se encuentra en esa tan irritante etapa larvaria. "El blanco no es como el rojo o el azul. Esos son colores tibios, no son puros, los podés apreciar en un pedazo de papel creppe. Hay mil tipos de azul, de verde, de amarillo. El blanco es uno solo, es absoluto. El blanco de verdad te quema los ojos". Al principio intentaba hacerles entender a mis compañeros de secundaria de qué hablaba. De verdad quería que captaran mi punto. El blanco es un color tan puro que los ojos no lo resisten. Ni siquiera es un color. Es luz. ¡Luz pura! ¿Tan difícil de entender es eso para un adolescente? Eso tampoco es blanco. Tiene sombra. Tiene textura. Eso es un gris muy claro. El blanco te quema los ojos. La digresión terminaba cuando me mostraban una hoja de carpeta como diciendo “ahí está, esa poronga es lo que te gusta, no jodas más” y chau picho. Al final, el desgaste producto de tanto escepticismo terminaron por reducir mis calurosas disertaciones a soliloquios autistas, a masturbar mi imaginación en vez de intentar convencer al otro.

Nunca me han acogido con tanta piedad como ahora lo hacen el silencio y la oscuridad. Paso los dedos por el piso y siento el frío en las yemas. Me gusta, a esta altura, pensar que se trata de un juego. Una partida hija de la paradoja, una ironía hermosa y fatal. Me gusta y me consuela tocar el piso mientras recuerdo momentos de una adolescencia tan pasada. Hoy el presente es resignarse a ver, pasivo, cómo los segundos se van, se van, se van.

Tenía siete años cuando nos mudamos a esta casa. Recuerdo cómo me había llamado la atención el piso de porcelanato de esta, mi habitación. Negro, como el negro real no puede ser nunca. Casi negro, pero qué magia tan simple y qué delicia me embargaba cuando, ya acostado, veía a mí mamá cortando al medio ese telón para irrumpir presurosa, ponerme la vianda en la mochila y salir a hurtadillas. Entonces, el tubo del pasillo desplegaba un paralelogramo que se estrellaba contra el suelo y el blanco me hacía pensar en el impacto que sentía cuando me tiraba de panza a la pelopincho. Ese golpe. El blanco era eso. Un panzazo que quemaba los ojos. La sencillez del encanto es lo que abruma. El placer masoquista de entender que soy un grano de arroz frente a la más simple manifestación de algo que entendemos como física, existencia, universo y otros significantes que esconden nuestra infinita ignorancia acerca de todo lo que es imposible de ser abarcado por nuestro mísero paso por el universo, todo eso que es ni más ni menos que lo que nos rodea. Eso es lo que yo trataba de expresar cuando me señalaban una hoja de carpeta color mate.

Hoy, la metafísica es mi último refugio. Ahora no tengo más que aquellas palabras y el instinto conservatorio, el deseo egoísta, paliativo, de que el juego siga. De que el blanco de verdad sea mi tesoro final, que no salga de mi cabeza todavía. Que no rompa el telón. Que la oscuridad no deje de cobijarme. Que siga envolviendo mi cuarto, que es ahora mi todo, lo único que tengo, lo que me rodea y lo que seguiré sin comprender. Que el silencio gane mi cabeza de una vez, que apague por fin todo el espectáculo que lo precedió. Que sofoque los aullidos de horror, los golpes, la sangre, las corridas infructuosas, los quejidos de muerte, los por favor, los pedidos de compasión que todavía, con sus ecos, resquebrajan mi lucidez. Que el juego siga, que el silencio no sea troquelado por pasos allá afuera. Que la oscuridad y el silencio sigan enredándose orgiásticamente frente a mis ojos ciegos, desencajados, refugiados en un blanco imaginario que es mi tesoro interior. Sería aterradoramente precioso mi final si se dibujara ese rectángulo de blanco puro en mi cuarto, ese espacio que entonces la ironía aprovecharía para mostrar su perfección inexorable, el reflector bajo el cual se desnudaría, tan ansiosa de mostrarme su belleza definitiva, su sensualidad irresistible y mortal.

Cruje el picaporte.


martes, 17 de julio de 2012

23.46

--…al principio era jodido. Bueno, sigue siendo jodido tocar ahora… pero éramos pendejos, muy chicos… nada, no sabíamos tocar, no nos junaba nadie, recién había pasado lo de Cromagnón, viste. Era… todo un tema…

Casi una hora que el pibe estaba en su casa y un rato un poco más corto que se limitaba a escucharlo hablar, a jugar con el pelo, a asentir, a reír distraídamente y, bueno, también a perforarlo con la mirada. Ya habían recorrido burocráticamente los tópicos de dos personas que empiezan a conocerse y quieren, justamente, solventar esa instancia de diálogo para explorar formas de contacto más estimulantes. Ella era su supervisora, por eso ya sabía lo que, esa noche, había vuelto a escuchar de boca de él: que hacía un año y medio que había entrado a trabajar, que estudia Edición en Puán, que lo suyo es una vocación difícil de comprender. La data nueva es que tiene un hermano abogado. Que siempre supo que es el favorito de los viejos. El que no los decepcionó (ella arquea las cejas). Que él, la “oveja negra” (sic), cumple veintiocho en agosto.

--…entonces, como ya pegamos onda con los pibes que manejan Unione, estuvimos todo el año pasado tocando, ponele, cada dos meses…

Luciana sabe cuándo tiene las riendas y con cuánta firmeza. Siempre. Somete a su presa de lunes a viernes, pero lo pone en pie de igualdad al llevarlo a su casa; al decirle, con su lenguaje corporal, que aunque ella juegue de local sus aposentos pueden ser, también, su propia boca de lobo. En definitiva, la de él. Esa boca que no puede dejar de mirar, que podría ser lazarillo de una orgiástica expedición por toda ella, pero que, en lugar de ello, hablaba y hablaba sin parar, por Dios, que deje de hablar. Prefería que use esa hermosa cavidad bucal para hacer de ella, no sé, un menú por pasos para degustar despacio, para entregar el paladar a sus sabores femeninos, así, en plural, porque su cuerpo está hecho de diversidad de geografías erógenas, de caminos curvos y sin salida, de climas calientes, opresivos al punto de desconocer uno las fronteras del propio ser. Hoy puedo ser tu chica, decía y decía sin palabras, que allí estaban hechas para decir las estupideces que él decía incesantemente. Le gustaría ser capaz de interrumpirlo y decirle que podría calentarlo tan solo sacándose los tacos con la punta del pie, caminando descalza por la casa. Pero hacía rato que apenas emitía sonido. Tampoco se sacaba los tacos ¿Por qué? Se daba cuenta de que tenía las riendas un poco flojas.

--…ahí es otra onda. Una trova medio candombera. Ahora tocamos bastante seguido en el Carlos Gardel.  Buena onda, ni en pedo pensaba que iba a terminar hablando de esto con vos. ¡Mi jefa! --e hizo la venia, el estúpido. Y yo tratándote de calzar el disfraz de lobo, pensaba ella. Pero me querés perra, se ve. Ok, peón cuatro rey:

--¿Puedo ir a verte?

Él se echó a reir.

--¡Por supuesto que podés! El domingo que viene tocamos ahí. ¡Venite!

--¿Le contarías a los chicos de la oficina?

--¡No! --su risa ahora delataba nervios. --Bueno… ¡Cómo salté! --repuso al fruncir Luciana su ceño.--No, bueno, si no querés.

--¿Y si voy sola? ¿Les vas a decir que fui sola?

--¡No! Bueno, no porque no voy a decir nada… sos guacha eh…

Momento de tirar un poquito las riendas:

--¿Cómo decís?

--¡No! ¡Perdón! --los nervios hacían lo que querían con él. --Entré en confianza. Perdoname.

Momento de aflojar:

--Te estoy jodiendo, bobo. No estamos en la ofi, entrá en confianza nomás-- y le hizo un guiño que transgredía toda esa escena, que parecía montar solo para poner más y más nervioso al pobrecito.

--Sí, ya sé.  --mintió.

--¿Y qué hacen cuándo después de tocar? ¿Hay after? Me gusta.--reencauzó con un palo que hubiera preferido velar un poco mejor. Después de todo, acababa de mojar al pollito con su chapa jerarquizante. Y tampoco le gustaba encontrarse arrebatada por la excitación, aunque fuera mutua. No estaba segura de que fuera algo notorio, pero lo vivía como un imprevisto que la hacía sentir en una posición de inferioridad que, aunque inadvertida para el mundo exterior, debilitaba un orgullo que nunca estaba dispuesta a resignar. Ya fue, si ya estoy caliente, pensaba, y eso vigorizaba su mirada como un arma que apuntaba a ambas direcciones, seduciendo y a la vez bebiendo de su objeto de seducción.

Así las cosas, el otro seguía hablando y Luciana alimentaba su excitación recordando la naturaleza de su rigor mutando, semana tras semana, mezclando obscenamente lo laboral con la tensión sexual. Volvía a verse allí, satisfaciendo algo mucho más profundo que su ego cuando le tocaba mulearlo; cuando le daba explicaciones inútiles, sosteniéndole la mirada, voraz, para preguntarle qué es lo que estaba mirando, por qué no estaba prestando atención. Por fin le agradaba que un compañero de trabajo le mirase el culo. Finalmente le atraía alguien en esa oficina de mierda. Él y las líneas marcadas de su rostro, las líneas duras de su mentón, de su nariz recta. Él y sus gruesos, hermosos labios que ve moverse, vocalizar incansablemente. El sur de su mapamundi refritó la primera paja motivada por ese empleaducho. Le encantaba él y le parecía estúpida esa falsa negación que había estado sosteniendo. Le calentaba siempre y cada vez que lo veía y cada vez que le hablaba y cada vez que lo retaba o le daba órdenes o lo humillaba. También le gustaba que la hiciera reir, que así le mandara el despotismo a la mierda, que así la desnudara, que así quedara solo el rojo pudor de quien es puesto en evidencia. Se quiso mucho a sí misma cuando, ¿blanqueada la onda? dio el primer paso y lo invitó a su casa. Recordó todos esos vaivenes que en ocasiones desautorizaban a su voluntad consciente. Según su balance, nunca perdió el control de la situación. Su manos --delgadas, frías-- nunca soltaron las riendas.

--…dos. No, tres veces. No mucho más. Las minas entran a cualquier edad, pero yo hasta cumplir los dieciocho no pude entrar más de dos o tres veces. Pero es porque tengo cara de pendejo. Hace un par de meses fui un sábado a Pinar de Rocha, que los sábados es para mayores de veinticinco.

--Sí.

--Bueno, me pidieron documento.

--No me digas.

Le miraba las manos que arrugaban y estiraban una servilleta. Arrugaba y estiraba, arrugaba y estiraba. Las miraba y las miraba. ¿Sabrá usarlas? Ya se verá, supone. Luciana entonces había pasado de la añoranza a la fantasía: el tacto de su piel y su musculatura, el tacto que ella imaginaba que él imaginaba de su propio cuerpo; la aspereza de una barba que empezó a crecer el viernes y que no se afeitaría hasta el lunes a la mañana; la textura que ella creía que él imaginaba de su propio rostro, tan acostumbrado a mostrarse inexpresivo y severo; se estimulaba imaginando que él fantaseaba con ese contraste entre la suavidad femenina de su cara y lo recio de su expresión reglamentaria. Así, proyectaba en aquel la excitación onanista que le provocaba su propio contraste: se dejaba ensalsar por el erotismo que su delgada, hegemónica existencia de metro cincuenta emanaba en forma de un carisma que seducía, implacable, a ambos. ¿Lo mandaría a la casa? Le encantaba pensar que se dejaría poseer de la forma en que lo dictaran los más bajos instintos del pibe este que toca en Unione porque pegó onda con los que lo manejan. Que podría permitirle tomarse su revancha. Recibir su merecido. O no. Pensar que entre este par de piernas flacas te perderías como un chico, imaginaba que le decía. ¿Estaría preparado? Pensar que ni escucharme gemir te haría recordar que sos ese hombre que me hace tragar saliva cuando se supone que quiero retarte. ¿Le daría la nafta? Mejor dale, mejor entonces sacame dos juegos de fotocopias. Rápido. Te pasaste casi diez minutos tu hora de almuerzo, ¿venís a boludear o a trabajar? Igual no dejes de cautivarme. Me jode tanto. Pero tanto. Pero vos dale. Sí, a vos te digo. Más rápido nene. Esto está mal redactado, hacelo de nuevo. ¿Qué mirás? No dejes de mirarme así. Te dije que qué mirás. ¿No estás prestando atención? No pares. Rápido. Mal, hacelo de nuevo. Cogeme. Mejor no. Sacate las ganas, dale. Quizás la próxima. ¿O no te la bancás? Bien nene. Así. Más rápido. Uy, así. Sí, así. ¿Así que sos galancito, vos? No sé si… capaz que al final no. Quién te dice.

Mira la hora en el celular. 23.46. Casi noche de viernes. Lo interrumpe aclarándose la garganta, le apoya una mano en la rodilla y le dice...

lunes, 11 de junio de 2012

Esto no puede estar pasando

Sol. Nombre propio, tres letras. Estrella. Lo único cierto. Lo que sentía entonces, lo que mi cuerpo sufría, lo que me hacía temblar de calor. Lo primario, lo que dejaba fuera de foco todo lo que había en mi cabeza. Lo que cambiaba ideas por Sol, recuerdos por Sol, éxtasis por Sol, culpa por Sol. Ello por Sol, Super yo por Sol. Lo que me mantenía despierto, lo que no me dejaba abrir los ojos, lo que me hacía ver rojo. Rojo. Solo rojo. Sabía que abriendo los ojos no iba a dejar de ver solo rojo. Y el sol, que no se ve, sino que asalta mis nervios, perfora mi vista. Un agujero en medio del paisaje, un punto de calor indescriptible, de fuego que quema hasta los colores, que se impone en mi paisaje como una ausencia. Una quemadura de pucho en la foto.

En algún momento accedí a despertar. La tarde era muy cálida, los chicos corrían, las minas fumaban porro tiradas en el pasto y tomaban mate; los pibes tocaban la guitarra y cantaban. Mis lagañas me molestaban como nunca, el gusto a alcohol en la boca me daba un asco profundo que me impedía tragar saliva. Mi cabeza latía y algo adentro daba vueltas sin parar. Como los chicos que corren por el parque. Había un Sol del carajo, tenía una sed del ídem. De a poco, volví a dominar nociones como domingo, parque, yo. Anoche, Nadia, rojo. Cuando pensé en Nadia deseé que mi psiquis volviese a ese estado etílico en el que se entretenía babeante, haciendo malabares con sensaciones primarias como Sol, calor, sueño, resaca, lagañas y ese gusto horrible en la boca. No obstante, allá está la lucidez, lejos aún, remando en barro. Pero abriéndose paso. Me senté en el pasto y encendí un cigarrillo. La primera pitada me mareó y me hizo apagarlo.


La noche anterior había llegado --tarde-- a Pueyrredón y Las Heras y ella estaba sentada en un banco, mirando aquí y allá, estirando el cuello, buscándome. Tenía el pelo planchado, llevaba una camisa celeste, jeans negros ajustados y unas chatitas que hacían juego con el resto. A medida que me acercaba mis ojos la iban describiendo. De arriba a abajo, su cuerpo, su rostro: quería llegar a sus ojos marrones casi negros, al detalle de su piel; quería ver sus rubores, su maquillaje, distinguir si se había puesto sombra o rimmel o cualquier otro de esos menesteres de los que poco entiendo pero qué linda sos mujer. Todavía estaba un poco lejos, solo distinguía su figura y su pelo, más lacio que nunca, más lacio que en la oficina, donde ya la veía hermosa. Cuando me vio cruzando al trote la plaza sonrió y vino a mi encuentro. Nos dimos un abrazo, yo le dije perdón por la tardanza, no pasa nada, estoy todo agitado, soy un tarado. Me separé de ella apenas lo suficiente para verle la cara y sus ojos inmensos y negros como siempre, apenas un poco de delineador, algo de rubor, tan diáfana que tuve que mirar para otro lado, supongo que para esconder mi cara de tonto.


Al lado mío, a medio metro, hay un árbol. Por mi ubicación, deduzco que cuando me dormí no solo era de día y el Sol ya estaba denso, sino que la copa daba una sombra que ahora está bastante más al este. Me meto la mano en el bolsillo del saco. Me alivia palpar el celular, el documento, algo de plata, las llaves. Saco el teléfono y miro la hora: 15.30. El puestito de panchos está tan lejos. A mi lado hay un cartón vacío de Arizu tinto. 


A Nadia le cayeron bien mis amigos. Fue lo suficientemente extrovertida como para integrarse en las conversaciones, pero sin separarse de mi lado y siguiéndome cuando me paraba a charlar con alguien o para salir al balcón a fumar. La noche iba bien, la heladera se abría y se cerraba, salían botellas de cerveza, salían y volvían a entrar Cocas, algún Speed y a medida que llegaba gente entraban al freezer botellas envueltas en bolsas de Coto. Ella escuchaba todas las estupideces que le decía con una sonrisa tierna, matadora, con todos los dientes; me regalaba miradas brillantes, enormes, cuando nos quedábamos en silencio; me tendía un hilo de seda con los ojos en los breves ratos en que estábamos separados. Me dijo que la próxima vez me tocaría a mí conocer a sus amigas y seguirla embobado adonde fuera por no conocer a nadie. Embobado, repetí, saboreé la confirmación, el okey. Nos dimos un beso suave, cariñoso. Perseguí el sosiego de ese mundo que era su lengua, su aliento, sus tetas respirando contra mi pecho, ese mundo que encerraba todo eso pero que, sintéticamente, empezaba y terminaba en sus comisuras. Ignoro si para ella fue un chape más. Mientras me besaba me acariciaba la quijada como si sostuviera un corazón de porcelana.


Abandono el puesto de panchos con una Coca-Cola de medio en la mano. Vuelvo a estar en forma, lo que significa que puedo pensar en otra cosa que no sea ese retrogusto etílico que tanto me hacía acordar a la náusea. Ahora el cigarrillo sabe bien, ahora puedo pitar y exhalar humo mirando al cielo. Estoy en forma. Sol, qué lindo es el Sol.


Solo quería que Nadia no se diera cuenta de lo vulnerable y expuesto que me sentía. De cómo mis brazos la buscaban permanentemente. Rojo. Por eso casi siempre termino haciendo estupideces. Anoche, en mi afán de acorazarme, nos entregué al vicio y al lenguaje obsceno, a los porros innecesarios, a los litros de alcohol de más, a la activa curiosidad de las manos. ¿Era genuino ese ímpetu linyera? ¿Y ese tambaleo todavía sexy? ¿Y su quiebre final? ¿Y si solo estaba pagando el boleto para subirse a mi tren? Anoche, los peldaños llevaban para abajo y los pasos dejaban huellas zigzagueantes que hoy señalan un círculo vicioso, una espiral sucia de vino y vómito. ¿O exagero sobre ella un aura de pulcritud e inocencia que no tiene por qué tener? Me digo Nadia tiene que ser de las que que toman cerveza en vaso y vino en copa y hacen el amor en una cama tendida con ropa doblada en una esquina y apuntes subrayados en la mesita de luz. ¿Por qué? Porque ese mundillo de clase media autoidealizada a golpes de sahumerio de lavanda, besos con gusto a Listerine y lágrimas sin alcohol, ese escenario en el que la introduzco (acaso con fórceps) no tiene nada que ver conmigo. Yo, tan jactancioso de ser todo lo que está mal, el aterrador cliché que acosa al padre que quiere para su nena un marido profesional y honrado. Porque parece, entonces, que no tengo que merecer a Nadia. ¿Por qué mi escala moral es así de traicionera? ¿Por qué coloca a la piba que me gusta en un contexto tan lejos de mi alcance? Si sus besos, si esa sexualidad depredadora, si los manoseos ahogados en celo puro y espeso como alquitrán fueron tanto más reales que aquella escenografía. ¿Cuánto de todo eso esperaba de mí? Insisto en preguntarme. ¿Cuánto es sacrificio? ¿Qué de todo aquello la llevaría invariablemente al desencanto? Y sigo: que la corrompí, que el egoísmo es tirano y hace que me encante también así de pordiosera como, estoy seguro, la supe transformar. Que no está bien. Y todo por negarme a creer que solo sea suerte. Yo no tengo suerte. No soy de esa clase de gente. ¿Cómo algo tan grande puede venir en un sobre tan pequeño? Suerte es encontrarse plata en la calle. Dormir en su regazo es otra cosa. Tan grande que sospecho de la fortuna y me parapeto en mis rodeos morales para ver qué hay detrás de su apariencia. Así de desconfiado soy. De mi suerte. Como un linyera. Porque, de los dos, el linyera tenía que ser yo. Porque dormir a la intemperie sintiendo su respiración contra mi oído es una perla kármica que insulta al equilibrio del universo. Porque la miro y me sigue pareciendo una figura de mazapán perdida en el pasto. Porque Nadia es otra cosa. Nadia tiene que despertarse en su casa y desperezarse y subir la persiana y caminar en patas al baño, en lugar de abrir los ojos desde el suelo, mirarme con sus ojos enormes, sonreir y estirar el brazo para enlazarme.

martes, 13 de marzo de 2012

Un gran escenario

Porque sentado en Belgrano y Pichincha uno podría descubrir que la vida no es ese rejunte de experiencias mayormente triviales, amalgamadas por alguna moraleja (me gusta ese sufijo despectivo, como si el término significara “moral de dos pesos”), que yo creo que todos piensan. Resulta que estaba sentado en la puerta de una mueblería (a esa hora, cerrada) viendo oscurecer y la persona que estaba recostada a mi lado me dijo:

--Pero claro, uno lo ve tan simple. Ve tan complejo lo simple, piensa que hay una enseñanza en cada acto boludo, sencillo, mínimo, como, no sé, pisar una baldosa floja, que termina nunca aprendiendo un carajo. O peor: aprendiendo mal.

--Bueno, convertiste mi mundo en una gran mentira entonces.

--Es que no es así, flaco. No es así. Así, no... yo soy de la calle. No estoy en situación de calle eh... decir situación es hablar de un... de un segmento vital, ¿ves? --y me abre grandes los ojos, como si fuera una revelación en vivo en vez de algo que, seguramente, soliloquea desde hace años --yo soy de la calle. Vos la transitás a la mañana, con los ojos pegados, cuando vas a laburar y volvés a transitarla cuando volvés a tu casa a la tarde, a la noche. O cuando sea. Vos no sabés nada, qué querés que te diga. Soy franco, perdón. --y se rió.

--O sea que toda la sanata de los crepúsculos y el color rosa de la tarde y los colectivos...

--¡Pero callate, boludo! Callate y escuchame. Lo que vos tenés no es vida. Eso no es vida. La vida no es mimetizar tus dramas con el clima ni con el ruido de la calle ni con el silencio de tu casa. No. Y tampoco es meterse en una lencería a comprarle tangas a tu mujer y salir con una bolsita rosa haciéndote el piola, el piola superado. Mirá… meterte ahí con una cerveza por la mitad adentro de la mochila, imaginalo eh, pilotear ahí con los ojos perdidos, sabiendo que sos hombre y te metés ahí a comprar una chabomba y un corpiño y que el dolor de estómago, del pedo que tenés y que todos se dan cuenta, bueno, que eso no te permita ni amagar una sonrisa a la cajera. Trasladá eso, ¿escuchás? a todos los rincones de la vida. O a todos los niveles, como te gusta decir.

--Ahora haceme una de un flaco que entra a un banco. Es más engorroso, me parece.

--A ver... la vida no es entrar a un cajero sin saber si te queda guita en la tarjeta, es entrar... es entrar… sabiendo que el cana de la puerta te ficha mal y que vos tenés más miedo que él. Porque vos sabés que de superados no tienen nada. Te la dan y te la dan. Decímelo a mí. Decíselo a este cuerpito. --y otra vez se echó a reír como si nada le importara, que es lo más probable.

--Ahora una tipo fábula.

--Ah, esta ya la había pensado. Escuchá… a un elefante se le aparece Dios, entonces aprovecha y le pregunta: "por qué me diste este tamaño y estos semejantes colmillos, si para lo que como no hace falta más que un pico y una cabecita chiquita, chiquita y perseverante, como la de esos pajaritos." ¿No? y dice: "y por qué, si soy ejemplo del… --se detiene a pensar cómo seguir -- si soy ejemplo del pacìfico altruismo animal (sí, altruismo decía el bicho), por qué, decía, si tengo todo eso, me hacés tan gris y con la piel tan dura", decía el elefante".

--¿Y Dios qué le dijo?

--Dice "porque la pureza tiene su porte, viejo. Porque lo puro trasciende hasta mi voluntad y si sos grande es porque sos noble. Y si tenés esos colmillos de bestia es porque ya hay muchos pájaros con el pico así, chiquito, una mierdita insignificante. ¿Eso querés? le dice Dios. Y le dice: si sos tan grande y tenés la piel tan dura y tan gris es por esos leones fieros y melenudos y de colores brillantes. Y no vaya uno a confundir lo colorido con lo noble", le dijo Dios.

--Sos un chamuyero. Claro, si vivís en la calle, rata de alcantarilla. ¿Ves? yo también soy franco. --y nos reímos los dos.

Pero uno escucha y entiende que los días pasan así y no son lindos ni corrientes: el pincel lo puede tener cualquiera. Los trazos, tan locos como loco está quien se lo encuentra tirado en la calle.

miércoles, 29 de febrero de 2012

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otra pregunta que se pregunta solo por ser verbal y que es solo porque calles las hay adoquinadas y las hay que no y porque vos vivís ahí y porque el trajín inevitable del día a día alcanza a describir una armadura o una caminata difícil o algunos pasos abajo de la lluvia y también porque si después de tanta ciudad hay preguntas que se contestan por sí o por no; aunque tu cuerpo no sea tan fuerte y pida horas de sueño en el medio. Las dilaciones pierden importancia cuando el brillo de las horas tempranas le dan un reflejo de telaraña y de vaivén a una pregunta que parece tener resultado lapidario y no alcancen ni los vasos de fernet ni las horas invertidas en palabras ni la intensidad vuelta expectativa ni la espera traducida en presente; siempre la cantidad tira el mismo número que la cantidad de neuronas que no están tan firmes en su función. La literatura trata de hacer cinematografía en ese espacio salvaje, la lucidez lo borra de tu cabeza pero siempre hay un concepto que pone en tela de juicio al de lucidez y entonces el ritmo vuelve a ser el mismo. Y todos encuentran la cinta en blanco el peso excesivo en el otro carretel. Nadie los culpa, nadie llega tan superado para algo así, cada reto se reduce a una promesa reguladora, cada color se atenúa a la pantalla que lo reproduce.