miércoles, 28 de enero de 2009

Alabada


Ella es la reina. Soberana de todas las sensaciones, nos domina y dirige tanto en vigilia como en los sueños. Comanda los recuerdos, encendiéndolos y sofocándolos a su antojo. Nos coloca en estado de paz o nos eleva al extasis más preciado con la misma frialdad. Habla sin palabras, pronuncia silencios profundos y puede regalar instantes que se prolongan por toda la vida. Pero también es vanidosa, y capaz de crear recelos sin el más mínimo esfuerzo.
Y nosotros, presos de su encanto, jugamos su juego con un placer casi perverso. Nos producimos para ella, posamos, vendemos ilusiones, espejos de colores con los que pretendemos maquillar el viento. Hay quienes se alejan, quienes le huyen, pero hay quienes, adictos a su lujuria, le entregan su vida a cambio de la juventud eterna.
Ella es la mirada, dueña y señora.

viernes, 9 de enero de 2009

Inexplicable

Dibujos de Veronica De Souza! Publicados en Revista Barcelona!

Su semblante. Pálido. Taciturno. Sus ojos tristes. Brillantes. Su figura melancólica, anémica: todos sus rasgos, sus señales. Toda su blanquecina delgadez. Todo oculta una fuerza increíble. Que solo se deja ver cuando sonríe. Cuando, con esa mínima reacción, te estremece el alma. Con sus labios finos, en delicado carmesí. Extendiéndose en una sonrisa radiante. Capaz de atontar de júbilo a la desazón más inmensa que recuerde. Capaz de asediar la tristeza que hoy me toca vivir. Capaz, también, de iluminar los callejones más sórdidos y los arrabales más temerarios de una ciudad tan rencorosa como esta, Buenos Aires. ¿Sabrá ella?

Andrea recuerda la primera vez que la emoción le infló el pecho y le produjo una sonrisa cálida como el sol. Tenía cuatro años y le habían regalado un caballito de madera. O del diablo, como lo llamó desde que vió, ese mismo año, Alicia en el país de las maravillas. ¡Un caballito del diablo! gritaba y se mecía, recordando aquellas fantásticas criaturas que asombraban a Alicia. Aún hoy, a sus desesperanzados veinticuatro, sus ojos cetrino conmueven cuando recuerda aquellos días. Subida a su caballito del diablo, tan contenta… ¡Cómo le gustaba! Cómo lo disfrutaba. Ella. Guerrera precoz. Futura valkiria de incógnito, acaso involuntaria, de quienes sabemos que su endeblez aparente no es tal. Ella no se hubiera bajado nunca de ahí. La hacía tan feliz. Pero los años pasan y los desengaños hicieron cola para dar, cada una a su tiempo, su cruel bofetada a las mejillas de Andrea, la colorada. Quizás por ello me parezca imposible leerla del todo. Ver, en esa fragilidad que no es, si se sabe capaz de soplar, aún en el averno de los antihéroes, un remolino que levanta, mezcla, confronta y entrechoca emociones. Hasta cohesionarlas en su propia espiral. Como si fuesen hojas secas. Tal vez sea conciente de ello. Tal vez pueda ver a través de su propia lumbre, inexplicable, aquellas sensaciones desesperadas: ¿Por qué me hace tan bien que sonrías? se preguntarían. ¿Cómo tus ojitos tristes consiguen atravesarme entero?

La colorada es tan ingenua, pensarán los demás. La colorada es un enigma. Su femineidad atraviesa las concepciones que la gente tiene de lo femenino, por diversas, contradictorias que sean. Su femineidad (¿se dará cuenta?) es rampante, porque lo es al modo de Andrea. Aunque quizás no lo sepa. Siempre hará volver hacia ella rostros felices, exultantes, pedantes, tristes, angustiados, eufóricos. Indiferentes. Su alegría siempre encenderá el espíritu de sus testigos. Aunque sea un segundo. En un impaciente semáforo de Corrientes. Rodeados, ella y los demás, de librerías, de teatros, de pizzerías. Todos estos, con su respectivo, encandilante afán de llamar la atención con neones que nada pueden hacer al respecto. Porque, entonces, cualquier ocurrencia, cualquier cumplido, cualquier comentario al pasar estará cargado de la insaciable avidez por ver sus ojos brillar. Por ver sus labios extenderse, ganar el sur de su faz de rasgos suaves en una sonrisa cálida. Auténtica, nunca impostada. Capaz de derretir los témpanos de la ortodoxia que rigen nuestras almas apagadas.

Y ella, ingenua, inexplicable, no se da cuenta. Dirán los demás.

martes, 6 de enero de 2009

Foto sín título


La ciudad se constituye cuando la gente experimenta la sensación de habitarla.”


Es esta la ciudad que me gusta. No la de las luces de neón ni la de los teatros de revistas. Tampoco la de los transportes atiborrados de gente, las avenidas llenas de autos y bocinazos, las veredas llenas de transeúntes, las alturas llenas de gigantografías... Las miradas llenas de nada.

Me gusta la calle que se hace transitar, la que no es sólo una vía de acceso. La calle en la que uno puede pensarse como parte de ella. Me gustan esas veredas que el simple hecho de caminarlas deja de ser algo meramente circunstancial, deja de ser la parte insulsa del recorrido, y comienza a ser el paseo mismo.

Me gusta la ciudad con energía, no con electricidad.

En ese momento, la ciudad era nuestra, nos invitaba a que la recorriésemos y tapásemos todas sus arterias. Nos pedía que la abrazáramos de todas partes. Disfrutaba de los masajes que le ofrecíamos con nuestros miles de pies por sobre sus calles. Capaz cansada ya de escuchar solo quejas, ruidos, bocinas y puteadas, ella se alegraba con nuestras canciones. Se estremecía con cada aplauso y se nutría con nuestra vida. No era la primera vez que muchas bicicletas recorrían sus calles, pero estas bicicletas, todas estas bicicletas, le hacían unas cosquillas divertidas.

Y aunque muchos de quienes nos miraban sentían que no estábamos en su ciudad, nosotros sabíamos que eran ellos quienes no compartían nuestro espacio. La ciudad es de quien la tome para sí. Y en ese momento la ciudad era nuestra, porque así queríamos que fuese, y así quería ella que fuese también. No sé cómo, pero nos dimos cuenta de que la ciudad antes de que la manden a dormir sin haberle compartido ninguna emoción prefiere que la mantengan así despierta.

La ciudad pide a gritos que la ayuden a mantenerse viva. Y nosotros, aunque sea por ese ratito, le dimos el gusto.

Viajar


Tengo un halo estremecedor. Lo llevo acá. ¿Saben qué es? Es una corriente íntima, intensa, desgarradora; con la longeva paciencia de quien hiberna, de quien soporta las más estentóreas tempestades, sabiéndose en el más seguro y melindroso de los cobijos… a sabiendas de que, en algún efímero -pero suficiente- momento, podrá asomar la mollera, podrá estirar los brazos… con plena conciencia de que esa humilde digresión a su mohosa realidad bastará para teñir mis ojos de un cetrino gratificante, elocuente, y que ese inesperado soplido mantendrá viva la llama que, sin embargo, persiste en menguar; en dejarse llevar por la mendaz melancolía de un martes 6 PM: sí, prepotente, multitudinario, mentiroso. Pero, ¿saben qué? Aunque ni yo lo note, esa fuerza, terrenalmente muerta, se mantiene más fuerte que nunca. Porque le tiendo mi mano, magullada de retener esa soga astillante. En un vagón, por alguna veredita, en un cuarto en penumbras, en un sombrío bodegón, en el pasaje Rivarola… es tan terco como volátil, pero mi rostro se ilumina y me asola la seguridad de que, en ese momento, nada más importa. Lejos, pero no tanto.
Tengo ganas de viajar. Tengo ganas de hablarlo, que lo escuchen, que perciban las sobredimensiones de una ambición tan trivial. El que quiera oír, que oiga.

lunes, 5 de enero de 2009

Sin título, parte I.

No tomés esa cortada. Vos sabés que te hace mal. No lo podés evitar. ¡Sos de manual! Lo vas a hacer y tu nariz volverá a darse contra el muro de la desazón. Lo vas a hacer otra vez… Sos una marioneta. Tus dedos repiquetean, tamborilean, se salen de tu osamenta frustrada y corren frenéticos a tu cínico, ultrajante lecho… Allá donde vas a percibir una bruma emocionalmente agobiante, corporalmente devastadora. Y lo más dañino para tu intempestivo y reincidente ser… sus ojos… que, esta vez, para tu frágil y enclenque sentido de la previsión, te miran. Otra vez. Como la primera vez. Y te decís de vuelta, que no vas a caer. Pero te tira. Esa blancuzca mierda te atrae. Ya no entendés que es lo que te atrae más. Si sus ojos almendrados o esa mierda blancuzca. Y sabés que son excluyentes. Que con esos ojos cerca, esa nieve en polvo no tiene lugar. Y que con tu nariz chorreando no vas a poder volver a ver esos cuencos de miel.

Sin título, parte II.

¿Decidís? No, no decidís. Sentís como te clava la mirada. Como te agarra la mano, suplicante. También recordás el poder que te genera tenerla a ella adentro. La supremacía de la que formás parte entrando en su mundo.
No. No decidís. Las almendras, brillosas ya, siguen ahí. Al igual que esa línea cortando el negro de la mesa.
Su atmósfera de primavera melancólica te atrae. Tus músculos se aflojan, tu semblante se ilumina como en primavera, pero de las otras primaveras. La que enciende tus fronteras vitales, las que hacen florecer tu alma, ennegrecida por el smog mundano de la vida en una ciudad ahora ajena de emociones volátiles (…) que tiñeron por un escurridizo minuto, de color luz. Tu esencia deliraba por tu cielos cuando su vos te sentenció para el resto de tu sufrida existencia.
-Me cansé. No quiero esto para vos. No quiero esto para mí. Decidís vos, y decidís ahora.
Eso te dijo. Y decidiste.
Viste como se iba la mitad de tu alma. Y no hiciste nada. Viste como te partía en dos e hiciste nada.
Te alejaste del respaldo y te acercaste a la mesa. Cuando te incorporaste, la línea negra que cortaba el negro de la mesa había desaparecido.
Solo quedaría en vos esa vacía sensación de supremacía blancuzca.

domingo, 4 de enero de 2009

Sin retorno (página 5)


Otro disparo.
Me volví a la ventanilla cuando escuché aquella explosión. El que ejecutó ella. El que mató a Pocho. El primero había sido de él y había acabado con el obeso que la acompañaba. Marina me clavó la mirada. El corazón me dió un vuelco. Las manos me temblaban. Vi en cámara lenta como levantó el brazo, apuntándome con el mismo fierro con el que mató a mi amigo y a Pocho. Yo también levanté el arma. Cerré los ojos con fuerza y mis índices, vírgenes de disparos y muertes, empezaron a gatillar, mientras rogaba que el arma no tuviera el seguro. Escuché disparos, muchísimos disparos. Mis dedos habían enloquecido. Yo no estaba ahí. Solo escuchaba explosiones; mis brazos se estremecían a cada gatillada. Me desesperaba no escuchar ningún grito, ningún quejido, ninguna señal que indicara que este calvario había terminado y que estaba disparando, simplemente, al frente de esa humilde vivienda. No iba a abrir los ojos; tenía los parpados sellados, apretándose con furia entre sí. Como si jugaran una pulseada. De pronto, los estallidos cesaron.
Me quedé sin balas.
Me desplomé sobre los asientos de adelante. Abrí los ojos con estupor y clavé la vista a la ventanilla. Esperaba que en cualquier momento apareciera Marina. Esperaba que me mirara con expresión triunfante y me pusiera una bala entre ceja y ceja. Pasaron diez segundos. Estaba paralizado. Quince segundos. Resignado. Veinte segundos. Me levante con cautela. Asomé el rostro al ras de la ventanilla: no había nadie. Se fue, pensé. De pronto, el corazón me golpeó la caja torácica. ” ¡No, no se fue! ¡Ahora esta hija de puta se me aparece por la ventanilla del conductor y me hace mier…”, no llegué a terminar este pensamiento cuando, mirando hacia el suelo, la vi tendida. Boca abajo, por suerte. No se si hubiera soportado ver su rostro. Tres balas le atravesaron la espalda. Y la blusa celeste que llevaba puesta. Marina estaba muerta.

viernes, 2 de enero de 2009

Felicidad y redención en el piso 14

La desesperación lo invadía, cómo hacía años. Necesitaba terminar con esto lo más rápido posible.
Entró al monumental edificio. Treinta y cuatro descansos lo separaban de su objetivo final. Subió corriendo hasta el piso diecisiete. Llegó al balcón. Se asomó y vio la ciudad atestada de gente, rostros indiferentes, ajenos, mediocres. Asqueado se dejó caer.
Reconoció el viento dentro de sus pulmones. A la altura del piso catorce, encontró entre la gente que ya se había parado para verlo caer, una sonrisa nerviosa y bella que le perseguía la mirada, tratando con ese simple movimiento de labios de evitar el impacto ya inevitable.
Y él sintió cómo, por medio de ese gesto, la vida le sonreía seguramente por primera y última vez.

jueves, 1 de enero de 2009

Comida china (preludio)



El ritmo de vida de Buenos Aires es una gruesa soga, tironeada por vaya uno a saber qué clase de bestia urbana e impiadosa; una soga de cerdas duras, ásperas, crueles, a la que nos aferramos, con resignada decisión, para que aquel renegado ente de grisáceo vigor nos pasee a vertiginosa velocidad, día a día, por los oxidados engranajes de este calabozo ciudadano. Para que nos exprima contra ellos y saque, de nuestros trajinados cuerpos, la amarga hiel de la que se alimenta con emético apetito. Para que, una vez saciada, nos deje ir, nos libere por el tiempo suficiente para no darnos cuenta de que el mismo está por terminarse y que todo volverá a empezar. O, fundamentalmente, para no darnos cuenta de que nunca termina ni vuelve a empezar. Que estamos en una rueda que gira frenéticamente y que, justo antes que la bilis moje el nudo de nuestras gargantas, aminora –nunca detiene- su obstinada marcha para que nuestro semblante recobre color, para que nuestras manos no tomen nuestra frente y suelten la soga… o la rueda… porque ya ni sabemos donde estamos tratando de seguir en pie… las veredas pasan a gran velocidad bajo nuestros zapatos y nosotros, cabizbajos, clavamos obsesivamente los ojos en ellas, solo para saber que, aun, tenemos los pies sobre la tierra.
A veces levantamos la vista, y pareciera que basta un segundo de ver la rugosa melancolía en el cielo rosáceo de las siete y media para distraernos, aflojar mínimamente los músculos y que nuestras manos, de dedos lapislázuli de doloroso esfuerzo, se desprendan de aquella soga, de aquella rueda desaforada y nos hagan pegar un palo de aquellos contra el pavimento. En ese momento estamos aturdidos, doloridos, pero aliviados. Pero gozamos de una efímera felicidad: Me solté antes, ¡Como me gusta poder ver el cielo del atardecer! ¡Cómo me gusta que me invada, que coloree mis pensamientos en ese magenta tan cansino! Ahora somos solo nuestros.
Algo así experimenté aquel lunes cuando, tras bajarme en Tribunales, me observé, reposando el alma en uno de los asientos de la estación. Permanecer ocioso en una estación de subte –luego de haber bajado del convoy- es un síntoma, verdaderamente ilustrativo, de que uno ha soltado la soga, y puede observar sus maltrechas, magulladas palmas. Mi cuerpo agradecía este recreo, mientras revisaba mi morral. Pronto tendría que volver a andar. Saqué una hoja impresa. Esta vez, el timón lo había tomado yo. Solo que, ahora, unos garabatos de mano desprolija y (siempre) húmeda sugerirían mi rumbo: Neuquén y Espinoza*.
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Totalmente offtopic: Éste es Peter Gabriel.

*:Los desopilantes sucesos vividos en esa entrañable esquina serán presentados el lunes!