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lunes, 15 de febrero de 2010

El Remanente (N.d.M. IV)

Y sí, la noche estaba predestinada a ser un mojón recurrente en esta historia. Pensar en las iniciales: N. d. M…. ¿Ni dos Morlacos? ¿Noche de Mierda? O sumale las letras que quieras, muy lejos no vas a estar. En fin… Gabriel pensó en una radio encendida en una AM a todo culo en un cuarto vacío. Entonces cayó y empezó a tararear, a murmullo bajito, con el cuidado de no molestar vaya uno a saber a quién, Teléfonos. La guitarra acústica de Luca, años atrás: Telephones ringing in empty rooms. El muchacho tuvo un comportamiento paralelo, ¿Será que la noche les dice más de lo mismo a todos y se sienta a ver la inmensa diversidad de reacciones? Él estaba solo y tenía mucho que contar. Cuando alguien tiene una vivencia fresca y adolece de la ausencia y, por qué no, del rechazo de, aunque sea, un tímpano expectante, sale. Gabriel salió. Y sintió, por su cuenta, lo que esa misma noche sintió Candela, también por motus propio; lo que Cande forzó a admitir que sentía Seba. Esa misma noche. Nunca coincidieron en tiempo real. Pero había mucha música, mucho baile en el espíritu de Gaby, aunque él se negara tozudamente a aceptar a tal, al menos como la institución que guía la vida de tantos, la muerte y triste sobrevida de tantos otros. El entró en ese juego. Pero la noche fue un ponchazo de cubilete, en el que un puñado de dados coinciden en un foul afortunado y bueh, es lo que hay, pero tan ajeno, inerte, un dado de otro. El pibe supo que le iba a servir y salió a pisar veredas. Su destino fue tan otro como predestinado. Hay alguien más, hay osamentas errantes, hay algún bar abierto en esa bruma de negro y luz de estrellas. En una palabra: fue a parar a una barra de mala muerte y se dispuso, con total docilidad, a dejar que su impulso le robe a las veinticuatro horas que lo regían, como en la colimba, rato tras rato, su tesoro de rincones iluminados con bombillas de luz amarilla, malhablados y contraindicados. La clave es saber encontrar el minuto de sábanas revueltas y húmedas, que te dice en una línea de neón rojo que no ibas a terminar ahí, que lo que seguiría sería brutalmente contraprestado, pero ¿Por qué no? Gabriel amaneció mucho antes. Sintió el dulce dolor lumbar de quien se agota prematuramente por la faena de un chorro de obligaciones que le lavaría la cara, como siempre. Gabriel no lo lamentó; habló con algunos parias del siempre que escapa, regido por la dura prudencia que prohíbe, con mala cara, acercarse a despertar a los fantasmas del pucho mañanero, de la resignación premeditada, del gris ortodoxo. En algún momento supo que estaba resistiendo, pero ya era de día y había ganado, por esa vez. El flaco pensó en la mina que lo miró con miedo desde la puerta de un edificio, solo algunos ratos antes. El degradé de oscuro a claro lo hacía parecer a todo lo de un lado tan lejos de otro… eran las ocho de la mañana y un amigo se lo diría dentro de un rato. Encuentro casual, dos entes con mucho para intercambiarse y darse cuenta de que uno era tan intangible pero transparente, tan frágil como el otro. Gabriel estaba esperando a Seba en una mesa de un bar de Perón y Azcuénaga, aunque no tuviera idea en ese momento. Alguien entró por la puerta del bodegón, con la soberbia de creerse el único capaz de robarle a las horas muertas esa vida tan secreta y luminosa que negaba y convertía en mito. Gabriel cedió y se limitó a escuchar y asentir.

lunes, 8 de febrero de 2010

Baldosas (N.d.M. III)

La noche quema hostilidad cuando uno es arrancado del colchón para sentir su soledad sucia y responsable de un silencio que despierta más suspicacia que tranquilidad. Aprovecho este momento para estampar una desmentida categórica para aquel que escuche mi versión y piense que el filosolfeo es una improvisada constante en mis períodos de lucidez. Solo aclaro, y lo voy a decir en criollo, que estaba cuasi dormido momentos antes de que un timbrazo retumbara en mi cabeza; que mi cráneo fue, esos segundos de madrugada, una campana de ring, ametrallada por un gatillito, para hacerme saber que otra batalla, más violenta que las que se ven por Combate Space, había terminado. No lo sabía, pero definitivamente: la mía contra el concilio de una soledad oscura y una mente con muchas revoluciones por agotar, como casi siempre. Ahora estaba vestido, ya no recordaba cómo, y arrastrado por la calle por una mano finita, por una inquietud deslumbrante… por una mujer que decidió que, si dejaba morir aquel día en una vuelta y media de aguja petisa de reloj de pared, el crepúsculo lo iba a sentir más profundamente que cuando sus pupilas se dilataran. Y tuve medio minuto de una lucidez para mí asombrosa cuando pensé en eso. No estaba medio dormido cuando la admiré por esa actitud: al fin y al cabo, salió de la fatalidad de un final cotidiano para salvarnos a los dos. La emoción ambigua de saberme despojado de una rutina a la sombra de la cual me sentía protegido me hizo dar cuenta de que esa sombra no era un reparo protector, sino un reflejo de seguridad sombría: la sombra bajo la cual se arroja quien tiene miedo de mutar su día-a-día-bomba-de-tiempo en un día-a-ciegas-quizás-al-borde-de-cierto-abismo. Parecía adormilado, pero yo caminaba, casi corría, casi a su ritmo. Me dejaba llevar por su mano, por su ansiedad, me dejaba eyectar de mi vida segura porque con ella y su ansiedad, sus ganas de vivir, de cruzar la raya tras la cual vivir, vivir en el sentido que siempre me obnubiló, suponía una transgresión contra la vida de quienes no nos veían porque estaban amparados en esa sombra… me sentía seguro, en el pleno sentido de la palabra. Estaba a salvo corriendo tras ella por las calles vacías, escuchando todo, todo lo que me decía. Ella hablaba. Y yo la escuchaba. No, no estaba dormido. Estaba más despierto que nunca.
-Si. Yo te sigo. A donde sea. No tengo elección porque no quiero otra cosa. Pero… ¿A dónde vamos?

martes, 2 de febrero de 2010

Chamuyo (N.d.M. II)

Cuando tengo ganas de sentir la atracción hacia lo inseguro solo tengo que salir a la calle con los ojos cerrados. El cuadro que se presenta en tal ocasión es, a las luces de quien no se presta a la disposición de una situación sorpresiva, un puñado de minutos de vergüenza agridulce. El muchacho de a pie sale tan provisto de defensas interiores, que no sabe que el peligro que acecha afuera es, precisamente, la nocturnidad de un todo que te puede aplastar si no tenés conciencia de que hay algo más allá de los límites de tu cuerpo. En cambio, el que sabe cerrar los ojos en serio y salir sabe que eso no es cegarse a la realidad que a uno espera, cuando el mundo que uno blandía como propio se ve ajado por una inmensa cantidad de factores que lo alejan a aquel de esa intimidad tan opresiva. Y es que es así como me siento cuando el calor no se mide con barómetro y cuando la sofocación no me invade los poros ni los pulmones ni reduce mi sangre a vapor. Lo que me hace salir a impregnarme de una contaminación multicolor es saber que cuando la cabeza te da vueltas frente a una puerta cerrada, lo mejor es abrirla e irse. La noche y la ciudad son mucho más que oscuridad y concreto. El que siente inminente la implosión interna (aunque valga la redundancia) abre el portal y tiene la capacidad de atajarse ante la sorpresa de una ciudad más clara y tersa. Y es porque la figura del hombre se ve históricamente envuelta en un manto de oscuridad dura y áspera que la luz de la noche y la transparencia de una calle vacía y lumpen logran colmar al de a pie, al que no la ve venir, de galones del licor amargo de la inseguridad hormonal que transmuta en combustible y llena sus venas y sus ojos de humo y calor. El hombre de a pie se da cuenta, con pavor, que la asfixia caliente que sentía entre cuatro paredes acaba por consumarse una vez puso un pie en la vereda, y que la calle, el cielo nocturno y el horizonte son paredes mortales que se acercan a él, con decisión, hasta colapsar su conciencia. El que sabe cerrar los ojos y salir tiene más suerte, porque sabe algo fundamental. El hombre de ojos cerrados sabe salir y armarse de la sabiduría de quien conoce el contrafuego. El hombre realista sale al zaguán con la agilidad justa para apostarse a un costado y que el humo no lo ciegue; para que el calor no lo haga transpirar, para ver como ambos fuegos se funden y desaparecen. Para observar tal escena y que, a la hora del apagón, sus ojos ya queden teñidos de tanta luz que la noche les parezca clara y que tal claridad borre las asperezas de una ciudad que está lista para devorar a aquellos que salgan con los ojos vidriosos y abiertos. Entonces, la calle se descubre como un hogar maravilloso, una juguetería donde la inseguridad de lo imprevisto nos llena de adrenalina narcótica y no de terror ante un golpe inminente. A esa ciudad me gusta salir. A esa noche me gusta sorprender cuando siento que mis cuatro paredes me empiezan a vaciar por simbiosis. A esa calle le agradezco el ser invulnerable al ardor de su fuego, pero tan débil a su luz.

domingo, 3 de enero de 2010

Dedos (N.D.M. II.)

Edu no sabía cómo contarle a Mariano. La había conocido una semana antes, nada especial. Pero ella le había hablado, le había contado, más o menos, las razones por las que le cayó, de surprise, la noche anterior en su casa. Todo lo que le decía le repercutía más de lo que él estaba dispuesto a admitir. Tragaba saliva y se sentía bien escuchando. Escuchado. Se sentía mimado en las sienes, atrás de la piel, en el pecho, en la garganta. No le gustaba decirlo. Optó por omitirle esa parte de la historia a Mariano. Cuestión de tiempo (8:45, a las 10 a la oficina), minucias discursivas... orgullo: simplemente lo omitió. Pero lo pensó, revolviendo con la cuchara, mirando el remolino del cortado tibio lo pensó y lo formuló: encontró las palabras. Curioso: no recordó. Encontró otra forma de decir lo mismo pero, ¿puede ser -se preguntó-? Ella le dijo más o menos (muuy más o menos) lo mismo, pero lo que esa mañana se estaba armando Eduardo, eso que estaba armando para luego desarmarlo sin escribirlo ni decirlo nunca más a nadie más que a él mismo, eso, era lo que él sentía entonces. La empatía del destino. Esto es, más o menos, lo que Julián quería querer decir pero ya no podía ni quería, porque una mano suave ya se lo había sacado de la boca:

Vine hasta acá, rápido, porque sentía que el éxtasis se diluía y las palabras se me iban cayendo por la vereda... tenía miedo de llegar y ya no tener las fuerzas para abrir la boca y exhalar todo lo que ahora me llena la cabeza. Porque es algo demasiado fuerte, pero algo dueño de una fuerza centrífuga, como si fuera un pedazo de cascarón que, además de aferrarse al fondo de la botella, se coagula y opaca y logra que lo traslúcido de ayer sea, ya hoy, ilegible y que lo único visible sea solo una masa informe, inconstante, solo una bola de miedo a no saber qué decir cuando los demás no saben qué puden esperar escucharme. Y hoy estás y eso me llena de un alivio enorme. Porque sé que no estoy nadando en soledad en esta marea turbia de ideas-obstáculo que me llenan de falsos objetivos y satisfacciones vacías. Hoy estás y sé que no estoy soñando, sé que, por fin, todo lo que me rodeaba, como una escenografía barata para mantenerme a raya en la periferia de mi núcleo, hoy se derrumba con un soplido; y me da una enorme alegría saber que esa boca siempre estuvo ahí, siempre tuve el botón al alcance de mi dedo y vos sos esa prueba. Esta noche me acompañás y siento tu dedo en mi espalda y veo, por fin me decido a abrir los ojos y ver que un dedo era tan suficiente para romper ese cascarón, que no me atrevía ni a mirar, y a la vez estremecerme hasta que mis ojos dejen de sufrir un dolor oscuro y de cartón; un dolor producido no más que por la presión de mis párpados húmedos. Abrir los ojos para que se acostumbren a esta noche; a esta noche tan soleada, que tanto me aterraba ver.
Acompañame esta noche, por favor.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Brisa (N.D.M. 0.).


00:05



De: Cande (candebisrtyds_84@gmail.com)
Para: Mariel Gimenez (marielgimenez198@artear.com.ar)
Asunto: RE: (sin asunto)

si, s como vos decís pero a mi en este momento no me importa. yo no puedo ndormir a-ho-ra. nos vemos mañana, si es que voy, porque tengo la cabeza a mil y un tequila aca que me esta guiñando el ojo desde que llegue a casa.

beso

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00:39


Un arrollado de vísceras pegajoso. Un zumbido porfiado, casi una afrenta a profanar una turbia, oscura, silenciosa y tensa calma. No. No hay que quebrar. Mucha violencia, un cambio que da mido y fiaca. Nada. Agujeritos. Ranuritas regulares, en fila, marchando, salpicando la pared. Alguien podría, tranquilamente, ser acribillado contra esa pared. Y no pasaría nada. Porque parece que nada repercute en nada. Parece que, no importa que suceda, si se deja un kilo de carne picada en el balcón, se va a pudrir en silencio y a nadie le va a molestar el olor y ni siquiera las moscas irán a rapiñarlo con asquerosa avidez. Pero que pase. Todo con tal de dejar de ser tiroteado por esas ranuritas, por dejar de tener el presentimiento de que esos zumbidos molestos son balas que rasuran la sien y dejan a uno la sensación de que, de quedarse quieto, el próximo proyectil va a dar de lleno y ahí será tarde para moverse. Que pase. Que algo cambie. Un arrollado pudriéndose al sol, pero que sigue en el mismo estado de putrefacción; que no avanza, que nunca se llena de gusanos ni se convierte en humus ni nunca va a servir de abono para una situación posterior que nunca va a llegar. Pudriéndose al sol. Los ojos se cierran con fuerza, por eso no se ve el sol, sino una opresiva sábana negra que envuelve entero a uno y tambien le envuelve los ojos como a una docena de huevos. Calor. Hace mucho calor. Solo el calor está sucediendo. El calor y ese zumbido. Y las ranuras. Y el telón negro, como coronando una macabra emboscada, como una metáfora cínica. Putrefacta. Por ahí hay sol y uno no se da cuenta. Plena noche soleada. 00:55.

Candela sacó una pierna desnuda de la maraña de sábanas. Brisa.

Le gustó.

Sacó el rostro, como quien lo sumerge en un fuentón de agua, o como quien lo saca después de aguantar la respiración por treinta segundos. Abrió los ojos y vio que no era para tanto. Para qué emperrarse en dormir: la noche estaba soleada.
Se vistió rápido, manoteó monedas del cajón de la mesita de luz y salió.
Y el tequila quedó de garpe.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Ni dos morlacos. I.


1:50


Tratar de deducir qué corno le pasa a la gente es una buena manera de gambetear las preguntas que uno se termina haciendo cuando no le pasa absolutamente nada. Esta chica, por ejemplo. Esta mina está re-nerviosa. Bajó oscilante y, si no fuera por la terrible frenada que pegó el bondi, diría que anda con una sbornia más o menos. Pasó por mi lado a pasito ligero y me lanzó una mirada algo así. En ese tercio de segundo que cruzamos miradas vi, en su rostro, un miedito madurado por bastante horas de remolino mental. Ahora, parada delante de un portero eléctrico: ¿Qué hace? Pareciera no decidirse a llamar...

¿Y será que no me pasa nada? ¿Estar sentado en la puerta de un zaguán de un barrio que no es el de uno, tan entrada esta noche, será de verdad un síntoma de que no pasa nada? ¿No se parece a una lucha contra cierta resignación? ¿A qué no me querré resignar?
Si decidiera dejar de fumar, sería solo porque odio tener que pararme para sacar un puto pucho del bolsillo del pantalón. Ahora la mina se da vuelta y me mira fijo. Ahora sí la estoy inquietando. No me saca los ojos de encima ni para tocar una, dos, tres veces el portero eléctrico. Mejor me las pico. No vaya a ser cosa que...

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"...el coche fúnebre sale. Distingo a alguien vestido de negro. Llevaba un sombrero enorme, negro. Como de mariachi. Negro. Solemnes pero enardecidos aplausos ganan la noche. El cortejo se despide; "¡Bravo! ¡Bravo!" arengan al coche fúnebre, que se va..."

Despertó con el angustioso alivio de saber que fue un sueño. Luego, el sobresalto lo agarró en plena rememoración onírica (alma torturada: el guaso): siempre que se daba cuenta de que no era la alarma del reloj lo que lo había despertado, se enredaba entre las sábanas buscando a tientas la mesita de luz para ver si se había quedado dormido (¡Dios nos libre!); si tendría que llamar a la oficina para excusarse, con el tubo atenazado entre una oreja y un hombro sudado, las manos vistiéndolo a las apuradas. Cuántas veces se habrá visto en ese cuadro: putearse en voz baja a las 10, 11 de la matina... de un domingo. Y cuando caía, se desplomaba en el colchón y lo embargaba un alivio más narcótico, el que significaba no llegar tarde a ningún lado y el que te abre la ventana a un par de horas más de sueño. Un grueso par más.

Esta vez era martes.

Desorientado, palpó la pared y se dio vuelta. Los números rojos, digitales, agrietaban la espesura de la noche:

01:47


Ensayó una sonrisa invisible, se acurrucó en posición fetal y cerró los ojos. Su última resaca de realidad fue la bruta frenada de un colectivo, decenas de metros allá abajo. Tan lejos.

"A Vane la esclavizaron unos chinos, en Brasil. Todo comenzó con un extraño procedimiento que siguió con su celular y que, supuestamente, la beneficiaría. Vaya uno a saber por qué. Cómo. En lugar de eso, quedó atada de pies y manos, trabajando y siendo explotada por esos chinos. En Brasil. Yo, indignadísimo. Como nunca antes en mi vida. A mis viejos les..."

¡RING!... ¡RING! ¡RING!

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8:34


-Voy a apurar el cortado porque lo que viene es largo y se me va a cagar enfriando. Mirá, lo de anoche fue... no sé, surrealista. No sé si es porque el cansancio me hace recordar todo como si hubiera sido un sueño o como si lo hubiera visto a través de los ojos de otro. Pero que pasó, pasó. ¿Nunca te pasó eso? Tipo, encontrarte a la mañana, haciendo memoria de todo lo que viviste la noche anterior y encontrar todo eso tan lejano, como con una nostalgia rara. Como si... como cuando se te terminan las vacaciones. Ahí está. Esa es la analogía perfecta: se te terminan las vacaciones y estás de nuevo en Capital y empezás a añorar toda la garufa de la costa... la joda, la playa... todo. Y ahora estás en tu casa, desarmando la valija y preparándote mentalmente para volver a laburar en horitas. ¿Viste? Bueno, ahora medio que me siento un toque así. Un bajón, entro a la ofi a las diez y no dormí una mierda. Y creo que lo de vivir la transición de la noche a la mañana, o sea, eso de que amanezca delante tuyo... no sé, en buena medida, ayuda a que ahora esté así... y bueno, la cosa empezó, más o menos, así: