Es ahora cuando elijo entornar la puerta. Todavía no me decido, todavía me supera la disyuntiva de admitir que da un poco de miedo abrir del todo la puerta para ver bien lo que me espera o conceder que la música suena muy fuerte para ordenar mis pensamientos. En todo caso, la situación no muta de hora en hora. Frases lapidarias, paredes que me lo cantan bien clarito: aun estoy apostado tras la puerta. Y la música me arde. Esta armonía me moviliza, me siento más fuerte que una decisión sellada a puño contra la barra, más espeso e impreciso que el alcohol, más silenciosamente determinante que el tabaco. Hoy estoy movilizado y me siento adentro de un flipper, tanto cuarto me queda chico. ¿Dónde está? La respuesta está tan dentro de mí, que escarbar para leerla puede ser fatal. Y la música me reta, no acepta reverberar, rebotar como flipper en una pieza tan chiquita. Son notas, voces y palabras que me toman por asalto y me hacen pulsear contra mis propias manos y mi lucidez para que su elocuencia no brote de mí y me convierta en una figurita trucha y repetida. Pero resisto, obcecado, y me apuesto contra la puerta, como si algo allá afuera estuviera esperando una imprudencia disonante y me llamara con sus dedos para que yo termine de perder la cabeza y salga a jugar mis cinco centavos por nada. No sirve de nada, su rostro fruncido no me intimida, porque la pulseada más sudorosa y venosa se está librando más cerca de lo que yo puedo ver. Entonces me resigno a no recibir respuesta a tanto llamado solapado y descubro que, al final, no hay molinos de viento ni obeliscos de papel: tanta fragilidad termina por volverse irreal, cada cosa está en su lugar y la incertidumbre es la de siempre y no me inquieta ni mínimamente. ¡Cuánto corte de manga, cuántos manotazos sin sentido! Todo está como antes, como siempre. La música ya no me aturde, ella choca conmigo con fiereza, buscando una respuesta de sonar, pero después de un rato de hondazos cae en la cuenta de que lo repetitivo no es un límite, sino que transmuta en una cinta plástica ya cortada, una inauguración a la que siempre va a llegar tarde. Ese límite lo pasé hace rato, bacán; te conozco de memoria y sé que sabés que tus emociones son tan mías que, de prescindirme, no serías más que un puñado de papel picado tirado a un palier vacío, discurso con tanto eco que no se distingue ni a sí mismo y que deja en evidencia la ausencia de vida que tanto lo llena y a la vez priva de sentido, de calidez. Ahí estoy yo, insolente, que me tocó tantas veces y lo jugué tantas veces que no sé que hacer con una carta tan icónica pero con tan poco valor. Fuiste, te saqué la ficha y ahora el que va a juntar polvo en el fichero sos vos. Yo, entretanto, cuidándome de tanto sonar y tanta corriente brava. También me equivoqué: qué bien me haría. Pero ya fue, ahora estás unos pasos atrás y no te puedo ver. Sentate en un escalón y espera un guiño de coté que te haga ilusionar con una vuelta a la manzana y todo de nuevo. Mientras, que tengas éxitos en tu baldosa y en el aire, Capone.
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