El florero era horrendo. Pero, como no es habitual que un perro le haga regalos a su dueño, decidió exhibirlo, orgulloso, en el último estante del aparador. De Caoba. Añejo. Qué tantas sonrisas de soberbia satisfacción le brindó, ante la atónita admiración de las decenas de conocidos que, otrora -ya no-, moraban su cómodo chalet de tejas blancas.
Parado en el banquito -era un estante tan aaaalto y tan último-, con la punta de la lengua asomando apenas por la comisura derecha de sus labios, alzó la pieza de vulgar estampado floral por sobre su cabeza. Quien lo viera acaso recordara a algún pope de algún deporte alzando, desde algún podio de cuatro patas y con alguna sensación de gloria, algún trofeo de algún importantísimo torneo. Esa imagen, entre cómica y patética, daba en ese momento. Parado sobre un banquito. Alzando el florero. Horrendo. Arrimándolo a un estante. Al último. Una distracción podría terminar con un ¡Crash! y pedazos de porcelana -burdamente floreada- por doquier. Solo bastaba una dispersión mínima, nimia, una pelusa de panadero rozando la punta de la nariz, una pestaña en el ojo, el alarido monofónico de un celular a sus espaldas.
Una gota de sudor por la sien.
Se sorprendió demasiado absorto, demasiado a una demasiado palpitante expectativa. Se anonadó al darse cuenta de que estaba emprendiendo un ridículo via crucis en pos de un resultado que quizá no desviara mas que unos minutos de tierna apreciación para luego sacudir la cabeza y seguir buscando, adentro, eso que no encontraba, que hacía tiempo no encontraba; que por ahí jamás había tenido, que seguramente ya era tarde para buscar, para palparse el bolsillo de la camisa y por algún lado estaba, estoy seguro de haberlo visto alguna vez pero el via crucis terminó y hacía rato que no me sentía así pero terminó. Su pulso se aceleró pero el florero (feeeeo) no se estremeció. Pero se asustó, en serio se asustó, lo cacheteó el pavorrrrrrr cuando se sintió ceder a un entusiasmo que ya no encontraba en el balcón, en su teléfono, en sus bares, en ellos, en ella (taaan ausente...), en esa (taan lejos...), en el maldito aparador (de caoba, añejo), en nada que no le fuera perturbadoramente ajeno. Terror, terror le daba estar tan seguro de que esa chispa iba a ser esa sombra que vemos por el rabillo del ojo pero que no está -¡no hay nada ahí!-, ese nombre que tenemos, sin saborearlo, en la punta de la lengua, que pasa por una décima de segundo y ya está y vos que decís el nombre que yo no recordaba y entonces el nombre es tuyo, yo solo puedo verlo salir de tu boca una y otra vez y vos sabés lo que se siente y yo no, y no voy a saberlo nunca porque ya te acordaste, ya lo pronunciaste y yo no y por qué a mi no y no fue una distracción. Pero pelos de la nuca erizados.
Algo cae. Más vertical que nunca. Pronto a hacerse añicos. Contra el suelo. Flores, flores, florcitas falsas, irreales, en porcelana, decenas de dibujitos de flores. Flores que nunca fueron flores. Feas. Esparciéndose por el suelo, en trozos de porcelana blanca.
Se refregó los ojos, llorosos, con una mano.
En la otra brillaba -entero, inmaculado, horrendo- el florero.
Parado en el banquito -era un estante tan aaaalto y tan último-, con la punta de la lengua asomando apenas por la comisura derecha de sus labios, alzó la pieza de vulgar estampado floral por sobre su cabeza. Quien lo viera acaso recordara a algún pope de algún deporte alzando, desde algún podio de cuatro patas y con alguna sensación de gloria, algún trofeo de algún importantísimo torneo. Esa imagen, entre cómica y patética, daba en ese momento. Parado sobre un banquito. Alzando el florero. Horrendo. Arrimándolo a un estante. Al último. Una distracción podría terminar con un ¡Crash! y pedazos de porcelana -burdamente floreada- por doquier. Solo bastaba una dispersión mínima, nimia, una pelusa de panadero rozando la punta de la nariz, una pestaña en el ojo, el alarido monofónico de un celular a sus espaldas.
Una gota de sudor por la sien.
Se sorprendió demasiado absorto, demasiado a una demasiado palpitante expectativa. Se anonadó al darse cuenta de que estaba emprendiendo un ridículo via crucis en pos de un resultado que quizá no desviara mas que unos minutos de tierna apreciación para luego sacudir la cabeza y seguir buscando, adentro, eso que no encontraba, que hacía tiempo no encontraba; que por ahí jamás había tenido, que seguramente ya era tarde para buscar, para palparse el bolsillo de la camisa y por algún lado estaba, estoy seguro de haberlo visto alguna vez pero el via crucis terminó y hacía rato que no me sentía así pero terminó. Su pulso se aceleró pero el florero (feeeeo) no se estremeció. Pero se asustó, en serio se asustó, lo cacheteó el pavorrrrrrr cuando se sintió ceder a un entusiasmo que ya no encontraba en el balcón, en su teléfono, en sus bares, en ellos, en ella (taaan ausente...), en esa (taan lejos...), en el maldito aparador (de caoba, añejo), en nada que no le fuera perturbadoramente ajeno. Terror, terror le daba estar tan seguro de que esa chispa iba a ser esa sombra que vemos por el rabillo del ojo pero que no está -¡no hay nada ahí!-, ese nombre que tenemos, sin saborearlo, en la punta de la lengua, que pasa por una décima de segundo y ya está y vos que decís el nombre que yo no recordaba y entonces el nombre es tuyo, yo solo puedo verlo salir de tu boca una y otra vez y vos sabés lo que se siente y yo no, y no voy a saberlo nunca porque ya te acordaste, ya lo pronunciaste y yo no y por qué a mi no y no fue una distracción. Pero pelos de la nuca erizados.
Algo cae. Más vertical que nunca. Pronto a hacerse añicos. Contra el suelo. Flores, flores, florcitas falsas, irreales, en porcelana, decenas de dibujitos de flores. Flores que nunca fueron flores. Feas. Esparciéndose por el suelo, en trozos de porcelana blanca.
Se refregó los ojos, llorosos, con una mano.
En la otra brillaba -entero, inmaculado, horrendo- el florero.
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