martes, 2 de marzo de 2010

La rosa clarito

Es ahora cuando elijo entornar la puerta. Todavía no me decido, todavía me supera la disyuntiva de admitir que da un poco de miedo abrir del todo la puerta para ver bien lo que me espera o conceder que la música suena muy fuerte para ordenar mis pensamientos. En todo caso, la situación no muta de hora en hora. Frases lapidarias, paredes que me lo cantan bien clarito: aun estoy apostado tras la puerta. Y la música me arde. Esta armonía me moviliza, me siento más fuerte que una decisión sellada a puño contra la barra, más espeso e impreciso que el alcohol, más silenciosamente determinante que el tabaco. Hoy estoy movilizado y me siento adentro de un flipper, tanto cuarto me queda chico. ¿Dónde está? La respuesta está tan dentro de mí, que escarbar para leerla puede ser fatal. Y la música me reta, no acepta reverberar, rebotar como flipper en una pieza tan chiquita. Son notas, voces y palabras que me toman por asalto y me hacen pulsear contra mis propias manos y mi lucidez para que su elocuencia no brote de mí y me convierta en una figurita trucha y repetida. Pero resisto, obcecado, y me apuesto contra la puerta, como si algo allá afuera estuviera esperando una imprudencia disonante y me llamara con sus dedos para que yo termine de perder la cabeza y salga a jugar mis cinco centavos por nada. No sirve de nada, su rostro fruncido no me intimida, porque la pulseada más sudorosa y venosa se está librando más cerca de lo que yo puedo ver. Entonces me resigno a no recibir respuesta a tanto llamado solapado y descubro que, al final, no hay molinos de viento ni obeliscos de papel: tanta fragilidad termina por volverse irreal, cada cosa está en su lugar y la incertidumbre es la de siempre y no me inquieta ni mínimamente. ¡Cuánto corte de manga, cuántos manotazos sin sentido! Todo está como antes, como siempre. La música ya no me aturde, ella choca conmigo con fiereza, buscando una respuesta de sonar, pero después de un rato de hondazos cae en la cuenta de que lo repetitivo no es un límite, sino que transmuta en una cinta plástica ya cortada, una inauguración a la que siempre va a llegar tarde. Ese límite lo pasé hace rato, bacán; te conozco de memoria y sé que sabés que tus emociones son tan mías que, de prescindirme, no serías más que un puñado de papel picado tirado a un palier vacío, discurso con tanto eco que no se distingue ni a sí mismo y que deja en evidencia la ausencia de vida que tanto lo llena y a la vez priva de sentido, de calidez. Ahí estoy yo, insolente, que me tocó tantas veces y lo jugué tantas veces que no sé que hacer con una carta tan icónica pero con tan poco valor. Fuiste, te saqué la ficha y ahora el que va a juntar polvo en el fichero sos vos. Yo, entretanto, cuidándome de tanto sonar y tanta corriente brava. También me equivoqué: qué bien me haría. Pero ya fue, ahora estás unos pasos atrás y no te puedo ver. Sentate en un escalón y espera un guiño de coté que te haga ilusionar con una vuelta a la manzana y todo de nuevo. Mientras, que tengas éxitos en tu baldosa y en el aire, Capone.

domingo, 21 de febrero de 2010

Canto a la locura linda y de algunos pocos. Música, poesía, literatura.

Balada para un loco (Piazzolla/Ferrer)

Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo, ¿viste? Salís de tu casa, por Arenales. Lo de siempre: en la calle y en vos... Cuando, de repente, de atrás de un árbol, me aparezco yo. Mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizonte en el viaje a Venus: medio melón en la cabeza, las rayas de la camisa pintadas en la piel, dos medias suelas clavadas en los pies, y una banderita de taxi libre levantada en cada mano. ¡Te reís!... Pero sólo vos me ves: porque los maniquíes me guiñan; los semáforos me dan tres luces celestes, y las naranjas del frutero de la esquina me tiran azahares. ¡Vení!, que así, medio bailando y medio volando, me saco el melón para saludarte, te regalo una banderita, y te digo...

Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao...
No ves que va la luna rodando por Callao;
que un corso de astronautas y niños,
con un vals, me baila alrededor...
¡Bailá! ¡Vení! ¡Volá!

Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao...
Yo miro a Buenos Aires del nido de un gorrión;
y a vos te vi tan triste...
¡Vení! ¡Volá! ¡Sentí!...
el loco berretín que tengo para vos:

¡Loco! ¡Loco! ¡Loco!
Cuando anochezca en tu porteña soledad,
por la ribera de tu sábana vendré
con un poema y un trombón
a desvelarte el corazón.

¡Loco! ¡Loco! ¡Loco!
Como un acróbata demente saltaré,
sobre el abismo de tu escote
hasta sentir que enloquecí
tu corazón de libertad...
¡Ya vas a ver!

Salgamos a volar, querida mía; subite a mi ilusión super-sport y vamos a correr por las cornisas ¡Con una golondrina en el motor! De Vieytes nos aplauden: "¡Viva! ¡Viva!", los locos que inventaron el Amor; y un ángel y un soldado y una niña nos dan un valsecito bailador. Nos sale a saludar la gente linda... Y loco, pero tuyo, ¡qué sé yo!: provoco campanarios con la risa, y al fin, te miro, y canto a media voz:

Quereme así, piantao, piantao, piantao...
Trepate a esta ternura de locos que hay en mí,
ponete esta peluca de alondras,
¡Y volá!¡Volá conmigo ya! ¡Vení, volá, vení!

Quereme así, piantao, piantao, piantao...
Abrite los amores que vamos a intentar
la mágica locura total de revivir...
¡Vení, volá, vení! ¡Trai-lai-la-larará!

¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!
Loca ella y loco yo...
¡Locos! ¡Locos! ¡Locos!
¡Loca ella y loco yo!





Ok, alguno me va a putear si no pongo la versión del Polaco, así que:

lunes, 15 de febrero de 2010

El Remanente (N.d.M. IV)

Y sí, la noche estaba predestinada a ser un mojón recurrente en esta historia. Pensar en las iniciales: N. d. M…. ¿Ni dos Morlacos? ¿Noche de Mierda? O sumale las letras que quieras, muy lejos no vas a estar. En fin… Gabriel pensó en una radio encendida en una AM a todo culo en un cuarto vacío. Entonces cayó y empezó a tararear, a murmullo bajito, con el cuidado de no molestar vaya uno a saber a quién, Teléfonos. La guitarra acústica de Luca, años atrás: Telephones ringing in empty rooms. El muchacho tuvo un comportamiento paralelo, ¿Será que la noche les dice más de lo mismo a todos y se sienta a ver la inmensa diversidad de reacciones? Él estaba solo y tenía mucho que contar. Cuando alguien tiene una vivencia fresca y adolece de la ausencia y, por qué no, del rechazo de, aunque sea, un tímpano expectante, sale. Gabriel salió. Y sintió, por su cuenta, lo que esa misma noche sintió Candela, también por motus propio; lo que Cande forzó a admitir que sentía Seba. Esa misma noche. Nunca coincidieron en tiempo real. Pero había mucha música, mucho baile en el espíritu de Gaby, aunque él se negara tozudamente a aceptar a tal, al menos como la institución que guía la vida de tantos, la muerte y triste sobrevida de tantos otros. El entró en ese juego. Pero la noche fue un ponchazo de cubilete, en el que un puñado de dados coinciden en un foul afortunado y bueh, es lo que hay, pero tan ajeno, inerte, un dado de otro. El pibe supo que le iba a servir y salió a pisar veredas. Su destino fue tan otro como predestinado. Hay alguien más, hay osamentas errantes, hay algún bar abierto en esa bruma de negro y luz de estrellas. En una palabra: fue a parar a una barra de mala muerte y se dispuso, con total docilidad, a dejar que su impulso le robe a las veinticuatro horas que lo regían, como en la colimba, rato tras rato, su tesoro de rincones iluminados con bombillas de luz amarilla, malhablados y contraindicados. La clave es saber encontrar el minuto de sábanas revueltas y húmedas, que te dice en una línea de neón rojo que no ibas a terminar ahí, que lo que seguiría sería brutalmente contraprestado, pero ¿Por qué no? Gabriel amaneció mucho antes. Sintió el dulce dolor lumbar de quien se agota prematuramente por la faena de un chorro de obligaciones que le lavaría la cara, como siempre. Gabriel no lo lamentó; habló con algunos parias del siempre que escapa, regido por la dura prudencia que prohíbe, con mala cara, acercarse a despertar a los fantasmas del pucho mañanero, de la resignación premeditada, del gris ortodoxo. En algún momento supo que estaba resistiendo, pero ya era de día y había ganado, por esa vez. El flaco pensó en la mina que lo miró con miedo desde la puerta de un edificio, solo algunos ratos antes. El degradé de oscuro a claro lo hacía parecer a todo lo de un lado tan lejos de otro… eran las ocho de la mañana y un amigo se lo diría dentro de un rato. Encuentro casual, dos entes con mucho para intercambiarse y darse cuenta de que uno era tan intangible pero transparente, tan frágil como el otro. Gabriel estaba esperando a Seba en una mesa de un bar de Perón y Azcuénaga, aunque no tuviera idea en ese momento. Alguien entró por la puerta del bodegón, con la soberbia de creerse el único capaz de robarle a las horas muertas esa vida tan secreta y luminosa que negaba y convertía en mito. Gabriel cedió y se limitó a escuchar y asentir.

lunes, 8 de febrero de 2010

Baldosas (N.d.M. III)

La noche quema hostilidad cuando uno es arrancado del colchón para sentir su soledad sucia y responsable de un silencio que despierta más suspicacia que tranquilidad. Aprovecho este momento para estampar una desmentida categórica para aquel que escuche mi versión y piense que el filosolfeo es una improvisada constante en mis períodos de lucidez. Solo aclaro, y lo voy a decir en criollo, que estaba cuasi dormido momentos antes de que un timbrazo retumbara en mi cabeza; que mi cráneo fue, esos segundos de madrugada, una campana de ring, ametrallada por un gatillito, para hacerme saber que otra batalla, más violenta que las que se ven por Combate Space, había terminado. No lo sabía, pero definitivamente: la mía contra el concilio de una soledad oscura y una mente con muchas revoluciones por agotar, como casi siempre. Ahora estaba vestido, ya no recordaba cómo, y arrastrado por la calle por una mano finita, por una inquietud deslumbrante… por una mujer que decidió que, si dejaba morir aquel día en una vuelta y media de aguja petisa de reloj de pared, el crepúsculo lo iba a sentir más profundamente que cuando sus pupilas se dilataran. Y tuve medio minuto de una lucidez para mí asombrosa cuando pensé en eso. No estaba medio dormido cuando la admiré por esa actitud: al fin y al cabo, salió de la fatalidad de un final cotidiano para salvarnos a los dos. La emoción ambigua de saberme despojado de una rutina a la sombra de la cual me sentía protegido me hizo dar cuenta de que esa sombra no era un reparo protector, sino un reflejo de seguridad sombría: la sombra bajo la cual se arroja quien tiene miedo de mutar su día-a-día-bomba-de-tiempo en un día-a-ciegas-quizás-al-borde-de-cierto-abismo. Parecía adormilado, pero yo caminaba, casi corría, casi a su ritmo. Me dejaba llevar por su mano, por su ansiedad, me dejaba eyectar de mi vida segura porque con ella y su ansiedad, sus ganas de vivir, de cruzar la raya tras la cual vivir, vivir en el sentido que siempre me obnubiló, suponía una transgresión contra la vida de quienes no nos veían porque estaban amparados en esa sombra… me sentía seguro, en el pleno sentido de la palabra. Estaba a salvo corriendo tras ella por las calles vacías, escuchando todo, todo lo que me decía. Ella hablaba. Y yo la escuchaba. No, no estaba dormido. Estaba más despierto que nunca.
-Si. Yo te sigo. A donde sea. No tengo elección porque no quiero otra cosa. Pero… ¿A dónde vamos?

martes, 2 de febrero de 2010

Chamuyo (N.d.M. II)

Cuando tengo ganas de sentir la atracción hacia lo inseguro solo tengo que salir a la calle con los ojos cerrados. El cuadro que se presenta en tal ocasión es, a las luces de quien no se presta a la disposición de una situación sorpresiva, un puñado de minutos de vergüenza agridulce. El muchacho de a pie sale tan provisto de defensas interiores, que no sabe que el peligro que acecha afuera es, precisamente, la nocturnidad de un todo que te puede aplastar si no tenés conciencia de que hay algo más allá de los límites de tu cuerpo. En cambio, el que sabe cerrar los ojos en serio y salir sabe que eso no es cegarse a la realidad que a uno espera, cuando el mundo que uno blandía como propio se ve ajado por una inmensa cantidad de factores que lo alejan a aquel de esa intimidad tan opresiva. Y es que es así como me siento cuando el calor no se mide con barómetro y cuando la sofocación no me invade los poros ni los pulmones ni reduce mi sangre a vapor. Lo que me hace salir a impregnarme de una contaminación multicolor es saber que cuando la cabeza te da vueltas frente a una puerta cerrada, lo mejor es abrirla e irse. La noche y la ciudad son mucho más que oscuridad y concreto. El que siente inminente la implosión interna (aunque valga la redundancia) abre el portal y tiene la capacidad de atajarse ante la sorpresa de una ciudad más clara y tersa. Y es porque la figura del hombre se ve históricamente envuelta en un manto de oscuridad dura y áspera que la luz de la noche y la transparencia de una calle vacía y lumpen logran colmar al de a pie, al que no la ve venir, de galones del licor amargo de la inseguridad hormonal que transmuta en combustible y llena sus venas y sus ojos de humo y calor. El hombre de a pie se da cuenta, con pavor, que la asfixia caliente que sentía entre cuatro paredes acaba por consumarse una vez puso un pie en la vereda, y que la calle, el cielo nocturno y el horizonte son paredes mortales que se acercan a él, con decisión, hasta colapsar su conciencia. El que sabe cerrar los ojos y salir tiene más suerte, porque sabe algo fundamental. El hombre de ojos cerrados sabe salir y armarse de la sabiduría de quien conoce el contrafuego. El hombre realista sale al zaguán con la agilidad justa para apostarse a un costado y que el humo no lo ciegue; para que el calor no lo haga transpirar, para ver como ambos fuegos se funden y desaparecen. Para observar tal escena y que, a la hora del apagón, sus ojos ya queden teñidos de tanta luz que la noche les parezca clara y que tal claridad borre las asperezas de una ciudad que está lista para devorar a aquellos que salgan con los ojos vidriosos y abiertos. Entonces, la calle se descubre como un hogar maravilloso, una juguetería donde la inseguridad de lo imprevisto nos llena de adrenalina narcótica y no de terror ante un golpe inminente. A esa ciudad me gusta salir. A esa noche me gusta sorprender cuando siento que mis cuatro paredes me empiezan a vaciar por simbiosis. A esa calle le agradezco el ser invulnerable al ardor de su fuego, pero tan débil a su luz.

martes, 26 de enero de 2010

Qué lastima

Ricardito se sentía muy bien. Estaba enfermo de amor por su mujer. Le encantaba Plaza San Martín. Las tardes lluviosas lo llenaban de una melancolía, para él hermosa, que se ramificaba por todo su ser hasta que los escozores lo sacudían y dejaban traslucir un haz de tristeza alegre en sus ojos. Su mujer lo conocía. Por eso, ese viernes se sentía flotar sobre ese banco, mientras hundía la mano en la cabellera del hombre que descansaba en su regazo y trataba de perderse en esa eternidad que tanto la podía, la eternidad del brillo fugaz de los ojos de su marido. Ricardito sintió el corto y único compás de ese suspiro mudo de la panza de su mujer en el perfil de su rostro y entonces, como tantas otras veces, se alegró de que fueran uno, de que el lenguaje corporal entre ellos fuera tan fuerte que pudieran decirse todo, expresar y compartir el éxtasis de compartir todo, como a través de un cordón umbilical. La felicidad era una sola, y circulaba de uno a otro a través de ese cordón tan fuerte. Cerrar los ojos, sentir su mano abriéndose paso por su pelo, la cabeza sobre el regazo, la respiración, el silencio. Plaza San Martín desaparecía, la tarde se desdibujaba, se desnudaba y dejaba ver su pálida realidad de concepto que se dejaba subyacer por otro concepto, absurdo: el tiempo. ¿Tiempo? Si sus dedos barrieron el mundo, todo lo que los rodeaba, todo lo tangible que no fueran sus cuerpos: ¿Qué era el tiempo? Algo con un inocuo sabor a ajeno. A Richard le encantaba Plaza San Martín y las tardes lluviosas. Pero cuando estaba su mujer, no había lugar para los cuatro. La sentía mundo. Su presencia era más frondosa que la plaza y la cadencia de su voz se extendía y se fundía sobre él con más fuerza que el día más plomizo del otoño más pútrido y deprimente que él podía llegar a adorar.

La alianza de ella se enganchó con un mechón de la nuca de Ricardito:

-¡Ay! ¡La puta que te re parió, pelotuda!

domingo, 3 de enero de 2010

Dedos (N.D.M. II.)

Edu no sabía cómo contarle a Mariano. La había conocido una semana antes, nada especial. Pero ella le había hablado, le había contado, más o menos, las razones por las que le cayó, de surprise, la noche anterior en su casa. Todo lo que le decía le repercutía más de lo que él estaba dispuesto a admitir. Tragaba saliva y se sentía bien escuchando. Escuchado. Se sentía mimado en las sienes, atrás de la piel, en el pecho, en la garganta. No le gustaba decirlo. Optó por omitirle esa parte de la historia a Mariano. Cuestión de tiempo (8:45, a las 10 a la oficina), minucias discursivas... orgullo: simplemente lo omitió. Pero lo pensó, revolviendo con la cuchara, mirando el remolino del cortado tibio lo pensó y lo formuló: encontró las palabras. Curioso: no recordó. Encontró otra forma de decir lo mismo pero, ¿puede ser -se preguntó-? Ella le dijo más o menos (muuy más o menos) lo mismo, pero lo que esa mañana se estaba armando Eduardo, eso que estaba armando para luego desarmarlo sin escribirlo ni decirlo nunca más a nadie más que a él mismo, eso, era lo que él sentía entonces. La empatía del destino. Esto es, más o menos, lo que Julián quería querer decir pero ya no podía ni quería, porque una mano suave ya se lo había sacado de la boca:

Vine hasta acá, rápido, porque sentía que el éxtasis se diluía y las palabras se me iban cayendo por la vereda... tenía miedo de llegar y ya no tener las fuerzas para abrir la boca y exhalar todo lo que ahora me llena la cabeza. Porque es algo demasiado fuerte, pero algo dueño de una fuerza centrífuga, como si fuera un pedazo de cascarón que, además de aferrarse al fondo de la botella, se coagula y opaca y logra que lo traslúcido de ayer sea, ya hoy, ilegible y que lo único visible sea solo una masa informe, inconstante, solo una bola de miedo a no saber qué decir cuando los demás no saben qué puden esperar escucharme. Y hoy estás y eso me llena de un alivio enorme. Porque sé que no estoy nadando en soledad en esta marea turbia de ideas-obstáculo que me llenan de falsos objetivos y satisfacciones vacías. Hoy estás y sé que no estoy soñando, sé que, por fin, todo lo que me rodeaba, como una escenografía barata para mantenerme a raya en la periferia de mi núcleo, hoy se derrumba con un soplido; y me da una enorme alegría saber que esa boca siempre estuvo ahí, siempre tuve el botón al alcance de mi dedo y vos sos esa prueba. Esta noche me acompañás y siento tu dedo en mi espalda y veo, por fin me decido a abrir los ojos y ver que un dedo era tan suficiente para romper ese cascarón, que no me atrevía ni a mirar, y a la vez estremecerme hasta que mis ojos dejen de sufrir un dolor oscuro y de cartón; un dolor producido no más que por la presión de mis párpados húmedos. Abrir los ojos para que se acostumbren a esta noche; a esta noche tan soleada, que tanto me aterraba ver.
Acompañame esta noche, por favor.