martes, 13 de marzo de 2012

Un gran escenario

Porque sentado en Belgrano y Pichincha uno podría descubrir que la vida no es ese rejunte de experiencias mayormente triviales, amalgamadas por alguna moraleja (me gusta ese sufijo despectivo, como si el término significara “moral de dos pesos”), que yo creo que todos piensan. Resulta que estaba sentado en la puerta de una mueblería (a esa hora, cerrada) viendo oscurecer y la persona que estaba recostada a mi lado me dijo:

--Pero claro, uno lo ve tan simple. Ve tan complejo lo simple, piensa que hay una enseñanza en cada acto boludo, sencillo, mínimo, como, no sé, pisar una baldosa floja, que termina nunca aprendiendo un carajo. O peor: aprendiendo mal.

--Bueno, convertiste mi mundo en una gran mentira entonces.

--Es que no es así, flaco. No es así. Así, no... yo soy de la calle. No estoy en situación de calle eh... decir situación es hablar de un... de un segmento vital, ¿ves? --y me abre grandes los ojos, como si fuera una revelación en vivo en vez de algo que, seguramente, soliloquea desde hace años --yo soy de la calle. Vos la transitás a la mañana, con los ojos pegados, cuando vas a laburar y volvés a transitarla cuando volvés a tu casa a la tarde, a la noche. O cuando sea. Vos no sabés nada, qué querés que te diga. Soy franco, perdón. --y se rió.

--O sea que toda la sanata de los crepúsculos y el color rosa de la tarde y los colectivos...

--¡Pero callate, boludo! Callate y escuchame. Lo que vos tenés no es vida. Eso no es vida. La vida no es mimetizar tus dramas con el clima ni con el ruido de la calle ni con el silencio de tu casa. No. Y tampoco es meterse en una lencería a comprarle tangas a tu mujer y salir con una bolsita rosa haciéndote el piola, el piola superado. Mirá… meterte ahí con una cerveza por la mitad adentro de la mochila, imaginalo eh, pilotear ahí con los ojos perdidos, sabiendo que sos hombre y te metés ahí a comprar una chabomba y un corpiño y que el dolor de estómago, del pedo que tenés y que todos se dan cuenta, bueno, que eso no te permita ni amagar una sonrisa a la cajera. Trasladá eso, ¿escuchás? a todos los rincones de la vida. O a todos los niveles, como te gusta decir.

--Ahora haceme una de un flaco que entra a un banco. Es más engorroso, me parece.

--A ver... la vida no es entrar a un cajero sin saber si te queda guita en la tarjeta, es entrar... es entrar… sabiendo que el cana de la puerta te ficha mal y que vos tenés más miedo que él. Porque vos sabés que de superados no tienen nada. Te la dan y te la dan. Decímelo a mí. Decíselo a este cuerpito. --y otra vez se echó a reír como si nada le importara, que es lo más probable.

--Ahora una tipo fábula.

--Ah, esta ya la había pensado. Escuchá… a un elefante se le aparece Dios, entonces aprovecha y le pregunta: "por qué me diste este tamaño y estos semejantes colmillos, si para lo que como no hace falta más que un pico y una cabecita chiquita, chiquita y perseverante, como la de esos pajaritos." ¿No? y dice: "y por qué, si soy ejemplo del… --se detiene a pensar cómo seguir -- si soy ejemplo del pacìfico altruismo animal (sí, altruismo decía el bicho), por qué, decía, si tengo todo eso, me hacés tan gris y con la piel tan dura", decía el elefante".

--¿Y Dios qué le dijo?

--Dice "porque la pureza tiene su porte, viejo. Porque lo puro trasciende hasta mi voluntad y si sos grande es porque sos noble. Y si tenés esos colmillos de bestia es porque ya hay muchos pájaros con el pico así, chiquito, una mierdita insignificante. ¿Eso querés? le dice Dios. Y le dice: si sos tan grande y tenés la piel tan dura y tan gris es por esos leones fieros y melenudos y de colores brillantes. Y no vaya uno a confundir lo colorido con lo noble", le dijo Dios.

--Sos un chamuyero. Claro, si vivís en la calle, rata de alcantarilla. ¿Ves? yo también soy franco. --y nos reímos los dos.

Pero uno escucha y entiende que los días pasan así y no son lindos ni corrientes: el pincel lo puede tener cualquiera. Los trazos, tan locos como loco está quien se lo encuentra tirado en la calle.

miércoles, 29 de febrero de 2012

entradas

otra pregunta que se pregunta solo por ser verbal y que es solo porque calles las hay adoquinadas y las hay que no y porque vos vivís ahí y porque el trajín inevitable del día a día alcanza a describir una armadura o una caminata difícil o algunos pasos abajo de la lluvia y también porque si después de tanta ciudad hay preguntas que se contestan por sí o por no; aunque tu cuerpo no sea tan fuerte y pida horas de sueño en el medio. Las dilaciones pierden importancia cuando el brillo de las horas tempranas le dan un reflejo de telaraña y de vaivén a una pregunta que parece tener resultado lapidario y no alcancen ni los vasos de fernet ni las horas invertidas en palabras ni la intensidad vuelta expectativa ni la espera traducida en presente; siempre la cantidad tira el mismo número que la cantidad de neuronas que no están tan firmes en su función. La literatura trata de hacer cinematografía en ese espacio salvaje, la lucidez lo borra de tu cabeza pero siempre hay un concepto que pone en tela de juicio al de lucidez y entonces el ritmo vuelve a ser el mismo. Y todos encuentran la cinta en blanco el peso excesivo en el otro carretel. Nadie los culpa, nadie llega tan superado para algo así, cada reto se reduce a una promesa reguladora, cada color se atenúa a la pantalla que lo reproduce.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Las luces del bar

-Estar en blanco. A eso me refiero. Se ve que lo necesitaba, porque no está mal tampoco. Es como ese no-lugar al que vas a parar cuando te dormís sin soñar nada.
-¿Entonces?
-No sé. Puede parecer gataflórico, pero cuando se está bien se está como carente de toda esa capacidad de llorar garabatos retóricos, de pintar tus paredes color ocre y pararte en medio de tu cuarto y pensar: está bueno, che. Me gusta.
-Ajá. Te sentís un inútil, una morsa dopada.
-Ajá.
-Lo sos.
-Chupala.
-Bueno, hacé retrospectiva. Llorá tus miserias pasadas y untá tus lágrimas dulzonas en una tostada, gata flora y parda.
-Gata flora y parda, te lo voy a robar. A ver...
-...
-...
-¿Ya metaforicé sobre la música?
-Síp.
-¿Sobre colores?
-Yes.
-¿Sobre caminos?
-Ídem. Lo hacías todo el tiempo. A veces mezclás las tres para no repetirte. Igual es alto guiso.
-Sos lo más.
-Sí, y te voy ganando. Parece una charla con tu inconsciente. Yo estoy en algún lado riéndome de ambos.
-Vos supiste ser mi inconciente tantas veces... debería darte bola algún día.
-Bueno, dale. Ahora contame por qué te sentís una morsa dopada.
-Eso me lo dijiste vos. Pero maybe...
-Yo soy tu inconsciente, pelotudo.
-Jaja.
-Tu inconsciente se está meando. Mientras pedite otra, el baño está bueno y quiero volver un par de veces más. No es de borracho, posta. Tiene jabón líquido.
-Dale dale.

(Música de fondo. Voces. Risas. El piso del bar parece un tablero de damas.)

Hablar sobre la piel es algo que me gusta desde hace tiempo. Es notable las dimensiones que puede abarcar, cómo puede hacerte sentir encerrado en una jaula asfixiante con rejas de goma eva, cómo puede importar tan poco cuando no son manos las que te tocan, cuando son uñas las que te punzan y ni siquiera es la piel lo que araña; cuando lo que más hacés es quedarte sentado sin notar que el ambiente es opresivo, que el calor te está deshidratando o que el frío te está haciendo temblar, que el piso está más opaco que antes, que las ambulancias afuera son insoportables, que no estás allá con todas esas sirenas y toda esa gente que no te importa y que por eso todo ahí afuera te importa tanto porque sentirte anónimo entre tantos casilleros sin nombre te convierte en una partícula de sal desarmándose en el mar (y es tan lindo el mar cuando no abrís la boca abajo del agua) en vez de ser ese dedito de sal sobre tu propio raspón, esa uña salada que duele porque no es la piel lo que toca.

(...)

-No. La palabra gris también te está vedada. Y ocre también, no te la dejo pasar más.
-Me tenés demasiada fé. Todos me tienen demasiada fé.
-Pero po' favo', no sería tu amigo. Mucho menos tu inconsciente.
-Si escucharas todas las charlas en las que no puedo meter bocado...
-Si dejaras de subestimar al silencio, boludo. Sos una de las pocas personas con las que podría sentarme a mirar pasar bolas de paja.
-Porque sos mi amigo.
-Y sí.
-Y porque somos poca cosa.
-Y también.
-¿Por qué no hablamos de vos mejor, guachón?
-Porque vos me llamaste. No, pará, no es solo eso. Vos me llamaste a una salida catártica. Eso corre por tu cuenta.
-¿Ah, sí? Mirá vos.
-Se. Es más, me enganchaste justo: me estaba yendo a Cocodrilo.
-Callaaaaate.
-Callate vos.
-Callaaaaate voooos, boluuuudo.
-Bueno, me callo y te escucho. A ver, Drama Queen.
-Qué Drama Queen ni Drama Queen, boludote. Estoy joya, solo tengo a las palabras medio abandonadas, vio.
-Silencioooo... que no es silencioooo...
-Igual me sobreestimás posta. Todos lo hacen.
-...un montón de bocas cooomo parlantes saturan el aireeee...
-Salgo a fumar.
-Dale.

(Vereda vacía. Enfrente, un petit hotel cayéndose a pedazos. Al lado, otro más: otro bar. Un 24 pasa rápido y frena, con algo de brusquedad, en la esquina. Dos chicas se suben. El colectivo arranca.)

Pero también puede tomar dimensiones impensadas. Hay momentos (largos momentos) en que la piel es zona franca, en que no sentís si se te erizan los pelos y no te importa tu jaula de goma eva que ahora rebota, errante, como aquellas bolas de paja sobre esa otra piel que por momentos se te antoja vasta y tampoco pensás en que ya estuviste en lugares así y que alguna que otra vez también se te presentaron como únicos, porque todo eso son diarios viejos y sus tintas ya ni siquiera te manchan los dedos, tus manos están limpias y no saben por dónde empezar, se vuelven ojos sobrepasados por un mundo epidérmico que anhelás sin fronteras cuando estás ahí, que te convida una sensibilidad que es otoño y te sopla por debajo de la remera y hasta te moja a través de los barrotes de goma eva y entonces la aridez y la humedad es caminar descalzo por la calle con las zapatillas en la mochila y todo ese mundo es tan sensible que también siente las huellas de tus pulgares negros de crónicas rancias sobre su superficie, pero tus manos están limpias y son ojos que recorren manchas y superficies lisas y pastizales e imperfecciones y perfecciones y todo ese mundo es tan grande que entra en una noche o en una tarde con persianas bajas y dura muchos días más, dura lo que dura mirar un paisaje cuando tus manos son ojos y tus ojos son todo eso que uno trata de adivinar que hay detrás de párpados cerrados y a veces los días son cuadras abarrotadas de autos mientras estás parado en la puerta de atrás del colectivo, ansioso porque falte una cuadra y tocar timbre e incluso bajarte si el bondi para antes y qué importa que ya te haya pasado, que ya hayas vagado otros mundos hipnóticos o que haya pisadas en el camino del que estás explorando como si estuvieras en una juguetería, qué tienen que ver los horizontes que te parecían inalcanzables y solo eran una raya en el piso, cuando el que ves ahora te parece tan lejano y ya te desataste del tobillo la fatalidad que movía tus pies para llegar y seguir coleccionando rayitas en el piso, rayitas sin gracia.

(...)

-No sé, estoy en blanco. Hablemos pavadas.
-Estás en blanco. En blanco teta.
-Exacto.
-Bueno, entonces hablemos de tus miedos.
-Jaja, qué forro. Siempre encontrás recovecos.
-Te re cago siempre, o sea.
-Si no, no serías mi amigo.
-Me sobreestimás.
-Voy al biorsi.
-Dale, huí, rata. Igual lo del jabón líquido es posta, fijate.
-Pedite un ferne, pedite.

(Música de fondo. Voces. Risas. La luz natural empieza a notarse en las hendijas de las ventanas.)

lunes, 19 de septiembre de 2011

Paisaje.

El Palio frenó bastante de golpe y bastante más cerca del pub de lo que sus ocupantes hubieran querido. Sin embargo, adentro del auto, si uno se hubiera acercado sigiloso y pegado la oreja a la ventanilla, hubiera escuchado risas. Música no: por una extraña cuestión de respeto casi fúnebre, el disco de Las Pelotas había sido interrumpido dos cuadras antes de llegar. Pero igual, risitas. Clandestinas.
-Boludo, ¿por qué no entrás vos, directamente?
-Bueno loca, avisame antes. No me digas acá acá frená, drogona.
Risas. Una mano sobre una pierna.
-Bueno dale, si no no voy más.
Se dieron un beso bastante largo para un ya vengo. Él no cerró los ojos: le gustaba mirarla con los ojos cerrados y maquillados.
-Ya vengo.
La siguió y la recorrió entera con la vista desde que bajó del auto, la vio cruzar breves palabras con los dos patovicas que se apostaban en la entrada (le hacían acordar a los moais de la Isla de Pascua) y luego desaparecer por la entrada de aquel petit hotel devenido en bar caretón. Encendió el cigarrillo que tenía en la boca desde que ella cerró la puerta del auto y sacó la mano, que ahora lo empuñaba, por la ventanilla baja. Seguramente era porque había fumado un rato antes, pero se dejó sumergir en sus pensamientos como quien ofrece la cara a la ducha para que el agua se la cubra y le entre por la nariz y no le deje abrir los ojos, dejándole solo la posibilidad de armarse un colorido paisaje interior, como un jardinero o como un coleccionista que sabe que lo lindo es poco y chiquito y se ve cuando uno cierra los ojos. Pero él los tenía abiertos: Humberto 1° se le hacía paisaje, todo San Telmo, con sus casitas chorizo, sus adoquines, su nostalgia y demás cosas que le parecían estupideces y que por eso le encantaban, siempre le pareció paisaje.
Pero, esa noche, Humberto 1° tenía una bruma particular. No era ni su mística ni sus faroles antiguos de luz amarilla ni los turistas nórdicos rubios y altísimos ni la sensación oximorónica que dejaba escuchar música electrónica a través de las ventanas de una casita de 1890. No eran tampoco los moais encorsetados en cuero que lo empezaban a mirar raro desde la puerta del pub ni ella que tardaba demasiado (aunque él fumó hace un rato, capaz que es eso) ni él que no sabía bien a dónde iban a ir cuando tuviera que arrancar el auto ni los nervios que ya le hacían temblar un poco el cigarrillo entre los dedos. No era el miedo ni la incertidumbre. Por ahí empezó a sentirse diminuto entre tanto humo y tanta oscuridad y tanta controversia tironeándolo por dentro. Él se sentía un coleccionista, sabía que cabía en una latita de azafrán y que por eso esa noche iba a pasar. Más oscura, más pesada y absoluta que las demás. Pero iba a pasar. No era el miedo ni la incertidumbre porque no los tenía. Era un kamikaze y le terminó gustando. El volumen de la música electrónica subió de golpe: la puerta del boliche se abrió y por fin salió. Él la volvió a seguir con la mirada y a recorrerla entera desde que el bar la escupió casi con el mismo desprecio con el que la veían irse los moais, hasta que entró al auto (tras volver a hacer giratoria la puerta); vio en detalle su cara empapada y las patas de araña alargándose por sus mejillas antes de que se le tirara en el regazo a sollozos crudos mientras le manchaba el pantalón con sombra negra y lágrimas y rouge y le pedía entre hipos que arrancara.
-¿Ya está? ¿Todo?
-Sí sí. Vamos, dale.
Solo podía alejarse unas cuadras, estacionar bajo la autopista y tomar su cara con ambas manos, darle otro beso y que no importara si era más para él que para ella, que ya no cerraba los ojos que no paraban de mojarle el rostro ni se tranquilizaba jugando con su lengua pero que tampoco quería otra cosa en ese momento sino dejarse y dejarse porque ya no quedaba otra porque todo lo que les podían quitar ya se los habían quitado y porque ya no tenían nada más que su aliento que les era oxígeno y sus lágrimas que les eran perlas de sal y sus brazos en los que se dejaban perder y sus ojos que trazaban un paisaje encantador al seguir mirándose mientras podían.

miércoles, 20 de julio de 2011

Séptima

Ella piensa que no le pueden pedir que se quede tranquila. Cómo quedarse tranquila después de todo lo que pasó. Es que, en realidad, no puede dejar de pensar en eso; poco le importa ahora su aspecto: su cara roja y sus ojos hinchados de tanto llorar, ese contundente hematoma en el pómulo derecho, no poder dejar de temblar y temblar y sentir que está incomodando al muchacho de al lado y que todo el mundo está mirando a una que no puede dejar de llorar y retorcer entre sus manos un pañuelo roñoso que tampoco puede dejar de temblar porque sus manos se sacuden por un pulso ingobernable, parece que se van a desarmar como su cuerpo, que tampoco está tranquilo; como su cuerpo que también llora entero y también parece que se va a desplomar. Es que, en realidad, poco le importa todo lo demás: debe ser la obsesión por no perder la compostura, manía exagerada que le fue inculcada desde que tiene uso de razón, manía antes tan presente, tan moderadora de su vida, sus emociones y sus modales; ahora tan subyacente, ahora que tan poco importa cuando se está hecha un harapo delante de tanta gente, frente a la indiferencia que con dureza se fue forjando en el semblante de los uniformados, ahora tan acostumbrados a aquello, ahora tan distendidos e indiferentes a fuerza de vivirlo una y otra vez y llegar a estar tan cansados de lo que, de última, eligieron rodearse: manía tan presente. Ahora cree que no puede dejar de pensar pero no es eso; cree que no sabe por dónde empezar a ordenar sus pensamientos para salir de esa locura que todavía la está devastando por dentro, y ella se dice por dentro y todavía porque por fuera se presiente totalmente ajada, percudida y castigada que ni se quiere ver, pero no, tampoco es eso. Ahora cree que está pensando. No. Es el miedo, la angustia, el arrepentimiento, una culpa que a veces juzga absurda y a la que por momentos se rinde y por la que de a ratos se deja embriagar como una especie de equilibrio paliativo, como un karma oscuro y cruel pero al que debe rendirse porque es karma al fin. Ahora cree que está pensando pero está siendo golpeada por tantas cosas que no comprende y que la sobrepasan y que parece demasiado para su cuerpo tan menudo y maltratado y que no quiere ni ver y que por eso aprieta tanto los párpados. Una señora de unos sesenta años está sentada frente a ella. Por momentos, cuando abre los ojos, la puede ver y ella se dice que por momentos la puede ver porque la siente como su ancla a la realidad, no la conoce pero sabe que es de verdad, que todo eso es real y que por crudo, despiadado y gris que sea es lo real y sigue siendo preferible a ese cataclismo que sacude sus entrañas, que le hizo vomitar hasta la bilis, que ahora barre con toda su persona y que cree que la va a llevar, que la va a llevar para no traerla más a esa realidad tan espinosa pero a la que tanto se aferra, de la que sigue sin quererse ir. La señora mayor la mira con piadosa consternación. Porque la ves tan venida abajo ella y, pobrecita, se te llena el pecho de angustia. Solo falta que rece por ella con un rosario en sus manos, piensa la muchacha, porque pasan las horas y de a poco puede pensar y hasta permitirse un poco de humor irónico con ella misma, porque ahora puede pararse, sigue temblando y llorando pero puede pararse porque puede oir que la llaman desde una puerta tras el mostrador; puede ver a la oficial que la llama desde su oficina con una indiferencia fatal, resignada, como si llamara a su marido para decirle que va a hacer adicionales, que no la espere despierta, pero no es su marido, no. Es ella, que se siente morir pero que obedece, que camina como puede pero que sigue sin fuerzas para levantar la mirada y a la vez no sabe cómo mantenerla agachada sin dejar de ver esas horrorosas manchas de sangre en su blusa, no puede, no puede. Solo puede pedir que se termine rápido, que acabe de una vez, que alguien le diga algo por el amor de Dios o que no sepan comprenderla y la terminen de hundir en ese pánico tan rayano en la locura.

viernes, 25 de marzo de 2011

Porque Mati.

-Hola, ma... acá ando, ¿vos?


Los ojos almendrados -casi cerrados- de Sofía miraban el techo. La puerta del dormitorio estaba abierta y los murmullos de la tele, allá en el comedor, llegaban apenas apagados. Quien la viera, tan tirada en la cama ella, diría que oh, eso es estar aburrido.

Tan inmóvil.


-Sí, en la cama, re aburrida. No veo la hora de arrancar la facu, mirá lo que te digo. ¿Y los chicos?


Sofía estaba terminando la licenciatura en Letras. Le faltaban tres materias. En una, ya la habían bochado dos veces. Sabía lo que le costaba avanzar y ni siquiera estar a las puertas del huevazo y harinazo limpio, después de tantos años y tantas amarguras y tantas pestañas quemadas, la entusiasmaban demasiado a esta altura. No extrañaba Puan. Estaba podrida. Pero ni pensaba en eso. Ahora, a decir verdad, no pensaba en nada.

Tan fría.


-Bueno, dale. Mandales saludos. ¿papá está o todavía no llegó? ...ah, bueno, dale...


Sin embargo, la facu era la menor de sus preocupaciones. No estaba pasando un buen momento con Matías y sus constantes peleas la hacían llevarse mal con todo el mundo. A su papá no le hablaba desde el martes. El orgullo siempre le impidió dar el brazo el torcer, tuviera razón o no. Con su novio, también. Ay, Mati... si supieras el moco que te mandaste con esta mina...

Tan rígida.


-Yo... nada. Ahora voy a ver qué me hago. Igual comí tarde y no tengo mucho hambre. Sí, ma... sí, estoy comiendo. Sí, ma, sí. Basta.


En el freezer quedaron dos hamburguesas del mediodía. Pan todavía quedaba, pero la bolsa no estaba bien cerrada y ya se estaba endureciendo. Sin embargo, Sofía no iba a cenar esa noche.

Porque Mati.


-...sí, hoy fue un día re pesado en la oficina. Cada vez entra más laburo y yo, sola, ya no puedo. No doy más.


Comió en casa al mediodía porque no fue a trabajar. De hecho, no iba a volver allí.

Ni se molestó en renunciar.


-¿Qué? Te escucho entrecortado... a ver, esperá, es que en mi cuarto se me va la señal... hola, ahora sí. No, es mi celu... sí sí, ahora sí...


Siempre fue medio abúlica. No era tanto que todo le costara como que su potencial fuera un peso demasiado grande, un diamante en bruto demasiado pesado. Los últimos años de su vida los sintió impulsados por señales. Siempre pedía una para actuar. Falta de autoconfianza. Todo, en manos de una puta señal. Ahora la tele chillaba. Pero nada más. No era una señal de nada. Señal, señal, señal. Como alzar el teléfono por sobre tu cabeza para ver si por fin la tenés y te podés comunicar. Hoy a Sofía le tocaron timbre. No contestó. Era la única forma de ubicarla: nunca tuvo señal porque, hablando ya literalmente, nunca tuvo celular.


-Acá hace un frío de cagarse. No, tengo las hornallas prendidas todo el día. Como el depto es chiquito, zafo con eso, ja. Ay, qué boluda, acabo de ver que dejé la ventana abierta.


Las ventanas estaban cerradas. Las persianas, bajas. La puerta que daba al palier, bloqueada con el sofá. Las cuatro hornallas y el horno, abiertos. El gas, por toda la casa. Ella, en su cama. Sus ojos almendrados -casi cerrados- miraban el techo. Tan inmóvil. Tan fría. Tan rígida.

Porque Mati.


-Sí, ahora me voy a lo de Sofi. Sí, se peleó otra vez con el novio y está hecha un trapo de piso. La verdad que me está asustando la flaca, ayer se fue llorando y hoy cuando salí de laburar le toqué timbre y no me contestó. Sí, dale, después te cuento. Decile a papá que me llame cuando llegue. Besos.