Una oscuridad casi total. Casi. Depende del campo de visión que mi postura permita, no llegando, en ningún caso, al blackout. Estoy acostado sobre mi lado de la cama. El más cercano a la puerta del dormitorio. Vuelto sobre mi costado derecho, en posición fetal, puedo ver que está cerrada. Y yo estiro el cuello y espío. Pasa un rato y lo vuelvo a hacer.
Dos, tres. Cuatro veces.
Y así.
Tras la aparente trivialidad de ese mínimo acto hay, claro, una inquietud. Algo puntual que estoy vigilando. O que me vigila a mí. Quizás sea fácil de deducir. Lo que observo, como si estuviese llevando registro de la evolución de un fenómeno X en un intervalo de tiempo Y, es la franja luminosa que separa visualmente la puerta del piso. Hay, al menos, una luz encendida afuera de esta habitación. Mis ojos están atentos a cualquier variación que pueda alterar el minimalismo que ordena la escena. Poca cosa, pienso, puedo esperar al respecto. Desde acá. Desde la cama. Siempre refiriéndome a aquello que pueda emerger al plano de lo perceptible. Alguna oscilación lumínica. Alguna leve ondulación sobre aquella vara brillante que delate algún movimiento del otro lado.
O tal vez podría extinguirse.
Apagarse.
Ello, sin dudas, dispararía una metralla de interrogantes, una sopa de letras que contaminaría las aguas de mi tensa calma. Claramente mi atención se dirige, refractaria, a lo que sea que esté ocurriendo en aquella caja de Schrödinger. Algo, allí, está vivo y muerto. Lo que hay abajo de la puerta es, a fin de cuentas, una sinécdoque, un renglón que brilla como el filo de una navaja.
Un indicio.
Estiro el cuello y espío. Una y otra vez. Espero ver una ondulación. Una brisa que sople sobre la flama de la vela. Aguardo un click, un fundido a negro. Un sonido que se cuele por la hendija.
Nada.
Entonces caigo. Me veo reflejado allá, en el filo de la navaja. El segmento luminoso se vuelve espejo. Y allí me veo. Construyo una imagen, un espantapájaros a mi semejanza. Del otro lado de la puerta. Porque no puedo con la quietud. Porque la tensa calma no rompe en relámpagos y truenos. Fermenta en suspenso. Porque en ese oscuro remanso reverberan los latidos que sacuden las aguas de mi tensa calma. Me altera no saber qué pasa del otro lado. ¿Habrá espera también? Mi mecánica racional se contamina de emoción. Entonces, pienso que lo más razonable es que esté ocurriendo lo mismo que aquí. Porque, a esta altura, es evidente que aquí dentro pasa mucho más de lo que puede sugerir la quietud de este oscuro y silencioso remanso.
Ecos que aún resuenan.
Mi cabeza misma es una caja de resonancia. Insoportable. Pero también las paredes. Son esponjas. Ahora están embebidas de simbólica humedad. Si las miro me ensordecen. Pienso en ello. Me doy cuenta: estoy en guardia. Espero el impacto. La ranura luminosa es un ojo que me acecha. Es indicio, espejo. Ojo acechante.
Espera algo de mí.
Será mi demonio mientras me quede esperando el impacto en las sombras. Hasta que salga de mi guarida. Pienso: tal vez la caja de Schrödinger sea esta. Y yo sea el gato. Pienso: quizás mi demonio sea esta paradoja. Esta insoportable dualidad. El ojo acechante. La delgada línea luminosa. Que me observa y define con su mirada. Vivo y muerto. Ojo y espejo. Pienso que no quiero que la puerta se abra si no lo hago yo. Porque, quizás, entonces, el ojo me vea un poco muerto. Un poco roto. La metáfora habla de salir a la luz. No viceversa.
El crujido del sommier al incorporarme en la cama me erizó los pelos de la nuca. Ese pequeño desgarro sobre la superficie del silencio es la primera alteración de la escena que tan en vilo me tuvo hasta entonces. Me dio miedo.
Aguardo el golpe, la respuesta. La consecuencia. Dos segundos.
Nada.
Ya estoy resuelto, pienso, mientras pateo sin querer unos soquetes de mujer, llego a la puerta y tomo el picaporte.