Ahora recuerdo todo aquello. Ahora que estoy acá, acurrucado en el piso, rogando que la oscuridad no deje de cobijarme, que no se quiebre, que no me abandone definitivamente. "Eso no es blanco, es más oscuro. Se llama mate." Lo repetía todo el tiempo en el colegio, porque siempre me terminaban señalando una hoja en blanco. A los pibes les extrañaba que mi color favorito fuese el blanco. No les entraba en la cabeza que tuviera esa preferencia por sobre el resto de la escala cromática, pródiga en tonos chillones y rimbombantes, atributos excluyentes para todo lo que se precie de atraer a la gente cuando se encuentra en esa tan irritante etapa larvaria. "El blanco no es como el rojo o el azul. Esos son colores tibios, no son puros, los podés apreciar en un pedazo de papel creppe. Hay mil tipos de azul, de verde, de amarillo. El blanco es uno solo, es absoluto. El blanco de verdad te quema los ojos". Al principio intentaba hacerles entender a mis compañeros de secundaria de qué hablaba. De verdad quería que captaran mi punto. El blanco es un color tan puro que los ojos no lo resisten. Ni siquiera es un color. Es luz. ¡Luz pura! ¿Tan difícil de entender es eso para un adolescente? Eso tampoco es blanco. Tiene sombra. Tiene textura. Eso es un gris muy claro. El blanco te quema los ojos. La digresión terminaba cuando me mostraban una hoja de carpeta como diciendo “ahí está, esa poronga es lo que te gusta, no jodas más” y chau picho. Al final, el desgaste producto de tanto escepticismo terminaron por reducir mis calurosas disertaciones a soliloquios autistas, a masturbar mi imaginación en vez de intentar convencer al otro.
Nunca me han acogido con tanta piedad como ahora lo hacen el silencio y la oscuridad. Paso los dedos por el piso y siento el frío en las yemas. Me gusta, a esta altura, pensar que se trata de un juego. Una partida hija de la paradoja, una ironía hermosa y fatal. Me gusta y me consuela tocar el piso mientras recuerdo momentos de una adolescencia tan pasada. Hoy el presente es resignarse a ver, pasivo, cómo los segundos se van, se van, se van.
Tenía siete años cuando nos mudamos a esta casa. Recuerdo cómo me había llamado la atención el piso de porcelanato de esta, mi habitación. Negro, como el negro real no puede ser nunca. Casi negro, pero qué magia tan simple y qué delicia me embargaba cuando, ya acostado, veía a mí mamá cortando al medio ese telón para irrumpir presurosa, ponerme la vianda en la mochila y salir a hurtadillas. Entonces, el tubo del pasillo desplegaba un paralelogramo que se estrellaba contra el suelo y el blanco me hacía pensar en el impacto que sentía cuando me tiraba de panza a la pelopincho. Ese golpe. El blanco era eso. Un panzazo que quemaba los ojos. La sencillez del encanto es lo que abruma. El placer masoquista de entender que soy un grano de arroz frente a la más simple manifestación de algo que entendemos como física, existencia, universo y otros significantes que esconden nuestra infinita ignorancia acerca de todo lo que es imposible de ser abarcado por nuestro mísero paso por el universo, todo eso que es ni más ni menos que lo que nos rodea. Eso es lo que yo trataba de expresar cuando me señalaban una hoja de carpeta color mate.
Hoy, la metafísica es mi último refugio. Ahora no tengo más que aquellas palabras y el instinto conservatorio, el deseo egoísta, paliativo, de que el juego siga. De que el blanco de verdad sea mi tesoro final, que no salga de mi cabeza todavía. Que no rompa el telón. Que la oscuridad no deje de cobijarme. Que siga envolviendo mi cuarto, que es ahora mi todo, lo único que tengo, lo que me rodea y lo que seguiré sin comprender. Que el silencio gane mi cabeza de una vez, que apague por fin todo el espectáculo que lo precedió. Que sofoque los aullidos de horror, los golpes, la sangre, las corridas infructuosas, los quejidos de muerte, los por favor, los pedidos de compasión que todavía, con sus ecos, resquebrajan mi lucidez. Que el juego siga, que el silencio no sea troquelado por pasos allá afuera. Que la oscuridad y el silencio sigan enredándose orgiásticamente frente a mis ojos ciegos, desencajados, refugiados en un blanco imaginario que es mi tesoro interior. Sería aterradoramente precioso mi final si se dibujara ese rectángulo de blanco puro en mi cuarto, ese espacio que entonces la ironía aprovecharía para mostrar su perfección inexorable, el reflector bajo el cual se desnudaría, tan ansiosa de mostrarme su belleza definitiva, su sensualidad irresistible y mortal.
Cruje el picaporte.