domingo, 26 de agosto de 2012

Raro

Estoy acostado -boca abajo- sobre un colchón inflable que, a su vez, flota en una pileta cuya profundidad me da miedo. No sé nadar y jamás me animé a no hacer pie.
Miro hacia al fondo. Veo sirenas.

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La profecía autocumplida puede ser bastante zorra:
"Oh, voy a exteriorizar", pensé. Y dije: Prefiero mil veces la angustia al aburrimiento. Notifíquese.
Ahora tengo un nudo en la garganta. "Oh, voy a exteriorizar", pensé de nuevo.
Silencio.

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Vení, hacete amigo, me decía. Tampoco me hice amigo.

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Coquetear con mi excentricidad no es otra cosa que manifestar la urgencia por saber qué soy. Lo que normalmente es una inestabilidad chistosa ahora me muestra dientes amarillos, endemoniadamente afilados y cara de perro: crisis.

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"Te veía solo en el patio después de cursar. Vos me mirabas. Yo pensé: te quiero chupar."

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Pensarme encerrado en un ciclo era encarar lo inevitable. Quijotesco: a veces hasta dejaba de sonreir. Hoy siento que, en vez de eso, soy yo pegando saltos frente a un paredón para tratar de ver lo que hay del otro lado. Por ahí no me gusta lo que hay allá, por ahí no sé qué es lo que veo, o capaz que me encandilo o sencillamente no veo nada.
Sin embargo, me chupo el dedo y sigo sintiendo sabor a círculo vicioso.

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Mucha sonrisa. Mucho entusiasmo. Confianza precoz. Esas cosas están volviendo a dejarme callado, boyante. Hablale a otro de mí como si no estuviera, pero sin sacarme los ojos de encima. No falla.

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Praxis fragmentaria: iba a escribir que soy un pedazo de algo, pero ahora quiero saber de qué. Insólito. En vez de buscarlo para dejarme en paz de una vez, espero a que alguien me diga dónde está, o qué carajo es, o que tenga o finja el mismo interés que yo.
Qué manos frías tenés, suelen decirme cuando me las toman.

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Capaz que el muchacho tiene otras necesidades.
Acerca de mí, a otro. Mirándome.

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Ningún sueño me gusta más que aquel del que despierto angustiado. La melancolía es tan dulce, tan sexy.

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Mala conciencia. Casi deíctico: sostengo que cualquiera que lo lea, automáticamente, pensará en la suya. Mi caso: a fuerza de expiar, ahora cada vez que la leo me siento testigo.
Con razones.

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(...) a mitad de cuadra me cruzo con un grupo de tres chicas. Al pasar a mi lado, una de ellas me da una palmadita furtiva en las costillas. Me doy vuelta. Las tres siguen caminando como si nunca me hubieran cruzado.

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Tenía 17 años y saberla imposible dolía. Hoy apenas la recuerdo, pero le agradezco que me haya prestado su imagen para un sueño que dificilmente olvide: yo llegaba tarde, todos se habían ido. En el apuro por encontrar a alguien, me meto en un zaguán y empiezo a caminar ligero. Casi nos chocamos. El amanecer era tan ocre que apenas podía distinguir la ternura en su cara mientras me decía "hola mi amor", me abrazaba y besaba.

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Antes: me siento sedado. Disfrute. En cualquier momento se puede acabar. Inquietud.
Ahora: me siento sedado. Inquietud.

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Acá sí hablamos de un deíctico: si hacer literatura es levantar un refugio, escribir vos es dejarle abierta una ventana.

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Lo bueno es lo convencionalizado. Lo malo es lo condenado bajo los mismos cánones. Lo raro es lo presemiótico; es el tercer tipo, el que se niega a caer bajo el ala de las dos aves rapaces antes mencionadas.

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2002. Mal sueño: la vi pasar con una amiga. Le quise hacer un chiste y me salió mal. Ella me miró mal, me contestó mal. Quedé mal parado. Me sentí mal.

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Virtud que me reconozco: un despojo que flota sobre el nihilismo como este flota sobre el fondo vital. Entre los tres hay una relación histérica, unilateral en cadena, que se resume en el verso de Luca: whitin sight, but out of reach. Lo de la pileta y las sirenas era una pobre metáfora, se entiende.

lunes, 13 de agosto de 2012

Juego

Ahora recuerdo todo aquello. Ahora que estoy acá, acurrucado en el piso, rogando que la oscuridad no deje de cobijarme, que no se quiebre, que no me abandone definitivamente. "Eso no es blanco, es más oscuro. Se llama mate." Lo repetía todo el tiempo en el colegio, porque siempre me terminaban señalando una hoja en blanco. A los pibes les extrañaba que mi color favorito fuese el blanco. No les entraba en la cabeza que tuviera esa preferencia por sobre el resto de la escala cromática, pródiga en tonos chillones y rimbombantes, atributos excluyentes para todo lo que se precie de atraer a la gente cuando se encuentra en esa tan irritante etapa larvaria. "El blanco no es como el rojo o el azul. Esos son colores tibios, no son puros, los podés apreciar en un pedazo de papel creppe. Hay mil tipos de azul, de verde, de amarillo. El blanco es uno solo, es absoluto. El blanco de verdad te quema los ojos". Al principio intentaba hacerles entender a mis compañeros de secundaria de qué hablaba. De verdad quería que captaran mi punto. El blanco es un color tan puro que los ojos no lo resisten. Ni siquiera es un color. Es luz. ¡Luz pura! ¿Tan difícil de entender es eso para un adolescente? Eso tampoco es blanco. Tiene sombra. Tiene textura. Eso es un gris muy claro. El blanco te quema los ojos. La digresión terminaba cuando me mostraban una hoja de carpeta como diciendo “ahí está, esa poronga es lo que te gusta, no jodas más” y chau picho. Al final, el desgaste producto de tanto escepticismo terminaron por reducir mis calurosas disertaciones a soliloquios autistas, a masturbar mi imaginación en vez de intentar convencer al otro.

Nunca me han acogido con tanta piedad como ahora lo hacen el silencio y la oscuridad. Paso los dedos por el piso y siento el frío en las yemas. Me gusta, a esta altura, pensar que se trata de un juego. Una partida hija de la paradoja, una ironía hermosa y fatal. Me gusta y me consuela tocar el piso mientras recuerdo momentos de una adolescencia tan pasada. Hoy el presente es resignarse a ver, pasivo, cómo los segundos se van, se van, se van.

Tenía siete años cuando nos mudamos a esta casa. Recuerdo cómo me había llamado la atención el piso de porcelanato de esta, mi habitación. Negro, como el negro real no puede ser nunca. Casi negro, pero qué magia tan simple y qué delicia me embargaba cuando, ya acostado, veía a mí mamá cortando al medio ese telón para irrumpir presurosa, ponerme la vianda en la mochila y salir a hurtadillas. Entonces, el tubo del pasillo desplegaba un paralelogramo que se estrellaba contra el suelo y el blanco me hacía pensar en el impacto que sentía cuando me tiraba de panza a la pelopincho. Ese golpe. El blanco era eso. Un panzazo que quemaba los ojos. La sencillez del encanto es lo que abruma. El placer masoquista de entender que soy un grano de arroz frente a la más simple manifestación de algo que entendemos como física, existencia, universo y otros significantes que esconden nuestra infinita ignorancia acerca de todo lo que es imposible de ser abarcado por nuestro mísero paso por el universo, todo eso que es ni más ni menos que lo que nos rodea. Eso es lo que yo trataba de expresar cuando me señalaban una hoja de carpeta color mate.

Hoy, la metafísica es mi último refugio. Ahora no tengo más que aquellas palabras y el instinto conservatorio, el deseo egoísta, paliativo, de que el juego siga. De que el blanco de verdad sea mi tesoro final, que no salga de mi cabeza todavía. Que no rompa el telón. Que la oscuridad no deje de cobijarme. Que siga envolviendo mi cuarto, que es ahora mi todo, lo único que tengo, lo que me rodea y lo que seguiré sin comprender. Que el silencio gane mi cabeza de una vez, que apague por fin todo el espectáculo que lo precedió. Que sofoque los aullidos de horror, los golpes, la sangre, las corridas infructuosas, los quejidos de muerte, los por favor, los pedidos de compasión que todavía, con sus ecos, resquebrajan mi lucidez. Que el juego siga, que el silencio no sea troquelado por pasos allá afuera. Que la oscuridad y el silencio sigan enredándose orgiásticamente frente a mis ojos ciegos, desencajados, refugiados en un blanco imaginario que es mi tesoro interior. Sería aterradoramente precioso mi final si se dibujara ese rectángulo de blanco puro en mi cuarto, ese espacio que entonces la ironía aprovecharía para mostrar su perfección inexorable, el reflector bajo el cual se desnudaría, tan ansiosa de mostrarme su belleza definitiva, su sensualidad irresistible y mortal.

Cruje el picaporte.