¡Dejá de reirte cada vez que digo que no puedo seguirte el paso! Dejá de aparentar esa humildad neófita que no es más que otra muestra de tu inequívoca capacidad de proyectarme tus falsos síntomas. ¡Rayos y centellas! No hagas de cuenta que es culpa mía el quedarme atrás con la tibia excusa de poderte ver completa para consumir el largo folklore de un baile que me deja sentado para decir basta y quedarme atontado para rendirme a tu despliegue. Los demás se hacen los giles, pero yo tengo las cartas en la mano, tengo una mano floja y no hay forma de mentirte; pero te digo:
-Esperá que termine la mano. Dejá que sacuda estas cartas y ya estoy con vos.
Pero vos me miras de reojo, porque sabés que me podés, y ya adivino que te das cuenta de que tengo tres cuatros y, por más que agite mi esqueleto y sonría despreocupado, la falsa pedantería me falsea y quedo en evidencia, detrás de un banquillo de espectador para ver como tu displicencia es verdadera; como el tiempo te sobra y cuanto más me comen los minutos más tranquilamente podés cruzarte de esas piernas que también me pueden y apoyar el mentón sobre tu mano fina, que tampoco puedo dejar de mirar, y decirme, con todo el tiempo del mundo:
-No mientas, no tenés nada. Ahora juego yo.
¡Basta!¡Me voy, rumbo a la puerta! Pero como soy un muchacho educado…
-Bueno, me las pico dijo perico.
-¿Ya?
-Y sí… se me hizo re tarde.
Pero sé que la noche no termina ahí. Me diste un milimetro que, sospecho, sabrás que es un escalón al que me voy a subir y ya de ahí no me sacás hasta que ambos decidamos que es hora de subir otro peldaño, y otro más… despacio, otro más… hasta mirarte a los ojos de frente y nuestros rostros estén ya tan cerca que no puedas volver atrás. Ahora me toca a mí. Jugá tranquila, yo te muestro mis cartas, mirá que bueno, qué muchacho educado soy…
Terminé el ensayo.
Ahora empieza el partido de verdad.