martes, 21 de noviembre de 2017

Pega la vuelta

Anoche peleamos. Fuerte, como la semana pasada. Nos arreglamos esta mañana, pero igual me siento mal y quiero llorar. Pobre gorda. Le di muchos besos en su cara somnolienta. Qué hermosa es cuando duerme. No podemos dilatar el enojo más allá del día. De la noche. No podemos. Cuando amanece, nuestro rencor se pone ocre como el cielo. Se debilita. Transmuta en tristeza. Nos pesa. Entonces, cedemos. Es que nos queremos tanto. Qué miedo nos da hacernos daño. Correr los límites, sentar precedentes. Cagarla. Es tan valioso lo que tenemos. Y qué delicado nos parece. Tan fuerte, tan vivo. Tan real. Pero tan delicado. Cómo la quiero. Pobrecita. Hoy le di muchos besos antes de irme a trabajar. En la boca, en sus mejillas, en esos párpados hinchados de tanto llorar por mi culpa. Todas las mañanas le beso la cara dormida. Pero hoy más. Tenía un nudo en la garganta. Como cada mañana después de pelear. Me sonrió. Te perdono, te amo, que tengas buen día. No lo dijo en palabras. A esa hora alcanza con nuestro wi fi, como llama ella a nuestra conexión, a entenderse con una mirada, con un rictus. Cómo la quiero. Pero qué mal me siento. Por ella, no por mí. Yo estoy bien.

Bueno, no estoy tan bien.

Estoy muerto.

No llegué al subte. Ni siquiera a cruzar Alberdi. Me pisó una camioneta. Una Kangoo. Fue a doblar la bocacalle demasiado rápido. Hace media hora, a las siete y diez. ¿No es temprano para andar tan apurado? Con la trompa me rompió el fémur y dos o tres costillas del lado izquierdo. El impacto produjo un efecto palanca que me hizo abollar el capot con la cabeza. Fue una milésima de segundo, pero me dolió muchísimo. Di un par de vueltas en el aire, sobre el techo del vehículo, y reboté de cabeza sobre el adoquinado de la avenida. Un estertor final me hizo escupir un borbotón de sangre. Inmediatamente, sufrí un shock hipovolémico y dejé de respirar.

Así, a los 32 años, dejé de existir. No sufrí mucho. Me dolió el primer golpe en la cabeza y un poco la pierna rota. Tampoco vi pasar mi vida, como en una película, mientras la camioneta me rompía y me eyectaba. La policía llegó enseguida. Todavía no vieron la chapita de mi muñeca, la de la alergia, con su número grabado. Pero la van a encontrar. Y la van a llamar. Le van a dar la peor noticia del mundo. Una vez que había podido descansar con el corazón contento, después de lo mal que había dormido por mi culpa. Quiero llorar, pero no puedo. Estoy tirado sobre un empedrado a tres cuadras de casa. Le va a tomar cinco minutos dar con mi cadáver. Es el único dolor que aún me une a este plano. Su amor es lo que me duele ahora. No la pérdida de masa encefálica. No mis sesos tostándose al sol de la mañana.

Con el tiempo, mi campo de visión, al ras del suelo, se va poblando de pares de zapatos, zapatillas, tacos, alpargatas, mocasines que llegan trotando y se detienen allí. El voyeurismo de los transeúntes me convierte en una atracción macabra. Pienso en mi gorda. La imagino abriéndose paso entre esa muchedumbre infame. Tallando para siempre en su cabeza, violentamente despabilada, mi osamenta despatarrada en un charco de sangre. Yaciendo, quizás, en una posición absurda. Tal vez con una mueca de horror final en mi rostro. La imagino desnudando su crisis nerviosa frente a ese tumulto, ofreciendo matices a su morbo. Me atormenta. No pienso en mi familia ni en mis amigos. Solo en ella. Durmiendo en casa. A tres cuadras. Pobrecito su corazón contento.

El conductor de la Kangoo grita desquiciado. Mi asesino. No es para menos... ¿me convertiré en su fantasma? Su vida no será la misma, supongo... qué me importa. Ahora las botas merodean mi cuerpo mórbido. Rondan mi rostro. Flashes. Me están sacando fotos. Las botas hacen retroceder a mi público. Todos esos zapatos, zapatillas, tacos, alpargatas, mocasines, se dispersan. Circulen. Tres testigos, el resto circule. Ahora están montando un gazebo sobre mí. El sol dejará de endurecer los coágulos entre mis cabellos. Los agentes se agachan, me miran a los ojos. Un civil se para al lado de ellos y me apunta con el celular. Mi amor, si tuviera que ver esto. Mi familia. Mi gente. Mi amor. Sus vidas, pobrecitos. Si tuvieran que ver esta escena… me sacudo.

Me estoy moviendo.

Mi muñeca. La chapita. La de la alergia. La encontraron. Ahora tironean de mi brazo. Lo retuercen para ver qué data útil les puede tirar la chapita. Tengo ganas de decirle a mi amor: sos tan fuerte, podés hacer lo que quieras. Superalo rápido. Por favor. Escucho que recitan su número. Suena raro en el tono reglamentario de un agente de la Policía de la Ciudad.

La están llamando.

Y yo que quiero gritar por favor, mi vida, no te despiertes, seguí soñando lindo después de mis besos, de mi lanza rota. Que al fin pudiste dormirte. Toda la noche con los ojos vidriosos. Tan cansada y agobiada estabas. Ahora por fin dormís. Con el corazón contento. Qué bueno que no terminé peleado con vos. Qué bueno mi amor. Por favor. No la llamen. Por qué ahora, qué sentido tiene. Esperen a la morgue aunque sea, bestias. No la llamen. Basta. Que no suene. Que no suene. Que no suene. Que no suene...

--Buenos días señora, le hablamos de la Policía de la Ciudad...


Despertó con un sobresalto, como si su ánima hubiera rebotado sobre el colchón. Tanteó la mesita de luz hasta dar con el celular. Las cinco y cuarenta y cinco. 

Lo logró. No sonó.

Se volvió a dormir. Un rato. Ahora sí: la alarma. Se levantó, se cepilló los dientes y se vistió. Había olvidado la pesadilla. Solo persistía un ligero malestar que le dejó en la garganta una sensación cercana al déjà vu. Sobre todo cuando besó a su mujer, antes de irse. Hasta ahí, un mal sueño que lo dejaría destemplado esa mañana. Pero la sensación de que algo hormigueaba en su memoria parecía seguirle los pasos por Pergamino hasta unas cuadras antes de Alberdi. Cuando llegó al garage se dio cuenta. Se tanteó los bolsillos: había olvidado la llave de la camioneta. Pegó la vuelta, corriendo y a las puteadas. Ya tendría que estar camino al negocio.

Ahora iba a tener que apurarse.