El Palio frenó bastante de golpe y bastante más cerca del pub de lo que sus ocupantes hubieran querido. Sin embargo, adentro del auto, si uno se hubiera acercado sigiloso y pegado la oreja a la ventanilla, hubiera escuchado risas. Música no: por una extraña cuestión de respeto casi fúnebre, el disco de Las Pelotas había sido interrumpido dos cuadras antes de llegar. Pero igual, risitas. Clandestinas.
-Boludo, ¿por qué no entrás vos, directamente?
-Bueno loca, avisame antes. No me digas acá acá frená, drogona.
Risas. Una mano sobre una pierna.
-Bueno dale, si no no voy más.
Se dieron un beso bastante largo para un ya vengo. Él no cerró los ojos: le gustaba mirarla con los ojos cerrados y maquillados.
-Ya vengo.
La siguió y la recorrió entera con la vista desde que bajó del auto, la vio cruzar breves palabras con los dos patovicas que se apostaban en la entrada (le hacían acordar a los moais de la Isla de Pascua) y luego desaparecer por la entrada de aquel petit hotel devenido en bar caretón. Encendió el cigarrillo que tenía en la boca desde que ella cerró la puerta del auto y sacó la mano, que ahora lo empuñaba, por la ventanilla baja. Seguramente era porque había fumado un rato antes, pero se dejó sumergir en sus pensamientos como quien ofrece la cara a la ducha para que el agua se la cubra y le entre por la nariz y no le deje abrir los ojos, dejándole solo la posibilidad de armarse un colorido paisaje interior, como un jardinero o como un coleccionista que sabe que lo lindo es poco y chiquito y se ve cuando uno cierra los ojos. Pero él los tenía abiertos: Humberto 1° se le hacía paisaje, todo San Telmo, con sus casitas chorizo, sus adoquines, su nostalgia y demás cosas que le parecían estupideces y que por eso le encantaban, siempre le pareció paisaje.
Pero, esa noche, Humberto 1° tenía una bruma particular. No era ni su mística ni sus faroles antiguos de luz amarilla ni los turistas nórdicos rubios y altísimos ni la sensación oximorónica que dejaba escuchar música electrónica a través de las ventanas de una casita de 1890. No eran tampoco los moais encorsetados en cuero que lo empezaban a mirar raro desde la puerta del pub ni ella que tardaba demasiado (aunque él fumó hace un rato, capaz que es eso) ni él que no sabía bien a dónde iban a ir cuando tuviera que arrancar el auto ni los nervios que ya le hacían temblar un poco el cigarrillo entre los dedos. No era el miedo ni la incertidumbre. Por ahí empezó a sentirse diminuto entre tanto humo y tanta oscuridad y tanta controversia tironeándolo por dentro. Él se sentía un coleccionista, sabía que cabía en una latita de azafrán y que por eso esa noche iba a pasar. Más oscura, más pesada y absoluta que las demás. Pero iba a pasar. No era el miedo ni la incertidumbre porque no los tenía. Era un kamikaze y le terminó gustando. El volumen de la música electrónica subió de golpe: la puerta del boliche se abrió y por fin salió. Él la volvió a seguir con la mirada y a recorrerla entera desde que el bar la escupió casi con el mismo desprecio con el que la veían irse los moais, hasta que entró al auto (tras volver a hacer giratoria la puerta); vio en detalle su cara empapada y las patas de araña alargándose por sus mejillas antes de que se le tirara en el regazo a sollozos crudos mientras le manchaba el pantalón con sombra negra y lágrimas y rouge y le pedía entre hipos que arrancara.
-¿Ya está? ¿Todo?
-Sí sí. Vamos, dale.
Solo podía alejarse unas cuadras, estacionar bajo la autopista y tomar su cara con ambas manos, darle otro beso y que no importara si era más para él que para ella, que ya no cerraba los ojos que no paraban de mojarle el rostro ni se tranquilizaba jugando con su lengua pero que tampoco quería otra cosa en ese momento sino dejarse y dejarse porque ya no quedaba otra porque todo lo que les podían quitar ya se los habían quitado y porque ya no tenían nada más que su aliento que les era oxígeno y sus lágrimas que les eran perlas de sal y sus brazos en los que se dejaban perder y sus ojos que trazaban un paisaje encantador al seguir mirándose mientras podían.