lunes, 28 de noviembre de 2011
Las luces del bar
lunes, 19 de septiembre de 2011
Paisaje.
miércoles, 20 de julio de 2011
Séptima
Ella piensa que no le pueden pedir que se quede tranquila. Cómo quedarse tranquila después de todo lo que pasó. Es que, en realidad, no puede dejar de pensar en eso; poco le importa ahora su aspecto: su cara roja y sus ojos hinchados de tanto llorar, ese contundente hematoma en el pómulo derecho, no poder dejar de temblar y temblar y sentir que está incomodando al muchacho de al lado y que todo el mundo está mirando a una que no puede dejar de llorar y retorcer entre sus manos un pañuelo roñoso que tampoco puede dejar de temblar porque sus manos se sacuden por un pulso ingobernable, parece que se van a desarmar como su cuerpo, que tampoco está tranquilo; como su cuerpo que también llora entero y también parece que se va a desplomar. Es que, en realidad, poco le importa todo lo demás: debe ser la obsesión por no perder la compostura, manía exagerada que le fue inculcada desde que tiene uso de razón, manía antes tan presente, tan moderadora de su vida, sus emociones y sus modales; ahora tan subyacente, ahora que tan poco importa cuando se está hecha un harapo delante de tanta gente, frente a la indiferencia que con dureza se fue forjando en el semblante de los uniformados, ahora tan acostumbrados a aquello, ahora tan distendidos e indiferentes a fuerza de vivirlo una y otra vez y llegar a estar tan cansados de lo que, de última, eligieron rodearse: manía tan presente. Ahora cree que no puede dejar de pensar pero no es eso; cree que no sabe por dónde empezar a ordenar sus pensamientos para salir de esa locura que todavía la está devastando por dentro, y ella se dice por dentro y todavía porque por fuera se presiente totalmente ajada, percudida y castigada que ni se quiere ver, pero no, tampoco es eso. Ahora cree que está pensando. No. Es el miedo, la angustia, el arrepentimiento, una culpa que a veces juzga absurda y a la que por momentos se rinde y por la que de a ratos se deja embriagar como una especie de equilibrio paliativo, como un karma oscuro y cruel pero al que debe rendirse porque es karma al fin. Ahora cree que está pensando pero está siendo golpeada por tantas cosas que no comprende y que la sobrepasan y que parece demasiado para su cuerpo tan menudo y maltratado y que no quiere ni ver y que por eso aprieta tanto los párpados. Una señora de unos sesenta años está sentada frente a ella. Por momentos, cuando abre los ojos, la puede ver y ella se dice que por momentos la puede ver porque la siente como su ancla a la realidad, no la conoce pero sabe que es de verdad, que todo eso es real y que por crudo, despiadado y gris que sea es lo real y sigue siendo preferible a ese cataclismo que sacude sus entrañas, que le hizo vomitar hasta la bilis, que ahora barre con toda su persona y que cree que la va a llevar, que la va a llevar para no traerla más a esa realidad tan espinosa pero a la que tanto se aferra, de la que sigue sin quererse ir. La señora mayor la mira con piadosa consternación. Porque la ves tan venida abajo ella y, pobrecita, se te llena el pecho de angustia. Solo falta que rece por ella con un rosario en sus manos, piensa la muchacha, porque pasan las horas y de a poco puede pensar y hasta permitirse un poco de humor irónico con ella misma, porque ahora puede pararse, sigue temblando y llorando pero puede pararse porque puede oir que la llaman desde una puerta tras el mostrador; puede ver a la oficial que la llama desde su oficina con una indiferencia fatal, resignada, como si llamara a su marido para decirle que va a hacer adicionales, que no la espere despierta, pero no es su marido, no. Es ella, que se siente morir pero que obedece, que camina como puede pero que sigue sin fuerzas para levantar la mirada y a la vez no sabe cómo mantenerla agachada sin dejar de ver esas horrorosas manchas de sangre en su blusa, no puede, no puede. Solo puede pedir que se termine rápido, que acabe de una vez, que alguien le diga algo por el amor de Dios o que no sepan comprenderla y la terminen de hundir en ese pánico tan rayano en la locura.
viernes, 25 de marzo de 2011
Porque Mati.
-Hola, ma... acá ando, ¿vos?
Los ojos almendrados -casi cerrados- de Sofía miraban el techo. La puerta del dormitorio estaba abierta y los murmullos de la tele, allá en el comedor, llegaban apenas apagados. Quien la viera, tan tirada en la cama ella, diría que oh, eso es estar aburrido.
Tan inmóvil.
-Sí, en la cama, re aburrida. No veo la hora de arrancar la facu, mirá lo que te digo. ¿Y los chicos?
Sofía estaba terminando la licenciatura en Letras. Le faltaban tres materias. En una, ya la habían bochado dos veces. Sabía lo que le costaba avanzar y ni siquiera estar a las puertas del huevazo y harinazo limpio, después de tantos años y tantas amarguras y tantas pestañas quemadas, la entusiasmaban demasiado a esta altura. No extrañaba Puan. Estaba podrida. Pero ni pensaba en eso. Ahora, a decir verdad, no pensaba en nada.
Tan fría.
-Bueno, dale. Mandales saludos. ¿papá está o todavía no llegó? ...ah, bueno, dale...
Sin embargo, la facu era la menor de sus preocupaciones. No estaba pasando un buen momento con Matías y sus constantes peleas la hacían llevarse mal con todo el mundo. A su papá no le hablaba desde el martes. El orgullo siempre le impidió dar el brazo el torcer, tuviera razón o no. Con su novio, también. Ay, Mati... si supieras el moco que te mandaste con esta mina...
Tan rígida.
-Yo... nada. Ahora voy a ver qué me hago. Igual comí tarde y no tengo mucho hambre. Sí, ma... sí, estoy comiendo. Sí, ma, sí. Basta.
En el freezer quedaron dos hamburguesas del mediodía. Pan todavía quedaba, pero la bolsa no estaba bien cerrada y ya se estaba endureciendo. Sin embargo, Sofía no iba a cenar esa noche.
Porque Mati.
-...sí, hoy fue un día re pesado en la oficina. Cada vez entra más laburo y yo, sola, ya no puedo. No doy más.
Comió en casa al mediodía porque no fue a trabajar. De hecho, no iba a volver allí.
Ni se molestó en renunciar.
-¿Qué? Te escucho entrecortado... a ver, esperá, es que en mi cuarto se me va la señal... hola, ahora sí. No, es mi celu... sí sí, ahora sí...
Siempre fue medio abúlica. No era tanto que todo le costara como que su potencial fuera un peso demasiado grande, un diamante en bruto demasiado pesado. Los últimos años de su vida los sintió impulsados por señales. Siempre pedía una para actuar. Falta de autoconfianza. Todo, en manos de una puta señal. Ahora la tele chillaba. Pero nada más. No era una señal de nada. Señal, señal, señal. Como alzar el teléfono por sobre tu cabeza para ver si por fin la tenés y te podés comunicar. Hoy a Sofía le tocaron timbre. No contestó. Era la única forma de ubicarla: nunca tuvo señal porque, hablando ya literalmente, nunca tuvo celular.
-Acá hace un frío de cagarse. No, tengo las hornallas prendidas todo el día. Como el depto es chiquito, zafo con eso, ja. Ay, qué boluda, acabo de ver que dejé la ventana abierta.
Las ventanas estaban cerradas. Las persianas, bajas. La puerta que daba al palier, bloqueada con el sofá. Las cuatro hornallas y el horno, abiertos. El gas, por toda la casa. Ella, en su cama. Sus ojos almendrados -casi cerrados- miraban el techo. Tan inmóvil. Tan fría. Tan rígida.
Porque Mati.
-Sí, ahora me voy a lo de Sofi. Sí, se peleó otra vez con el novio y está hecha un trapo de piso. La verdad que me está asustando la flaca, ayer se fue llorando y hoy cuando salí de laburar le toqué timbre y no me contestó. Sí, dale, después te cuento. Decile a papá que me llame cuando llegue. Besos.
miércoles, 5 de enero de 2011
Raptos.
En fin, tenía un temor que recorrer para expiar de una vez. Un miedo que, como dije antes, quizá no pise firme, pero que se está aprovechando sin miramientos de mi quietud, de mi puesta en situación que sospecho que recién ahora se alza como lo único que estoy dispuesto a admitir sin retórica alguna. Lo único que sé es que no estoy dispuesto a salir de la sombra tomado de una mano. Mis piernas son fuertes, están acostumbradas a caminar. Tengo que dar un par de pasos, nomás. Si la luz es clara o mortecina, supongo, será lo de menos. Pero tratar de adivinar su carácter desde la penumbra, oh, me hace tanto mal...