Sol. Nombre propio, tres letras. Estrella. Lo único cierto. Lo que sentía entonces, lo que mi cuerpo sufría, lo que me hacía temblar de calor. Lo primario, lo que dejaba fuera de foco todo lo que había en mi cabeza. Lo que cambiaba ideas por Sol, recuerdos por Sol, éxtasis por Sol, culpa por Sol. Ello por Sol, Super yo por Sol. Lo que me mantenía despierto, lo que no me dejaba abrir los ojos, lo que me hacía ver rojo. Rojo. Solo rojo. Sabía que abriendo los ojos no iba a dejar de ver solo rojo. Y el sol, que no se ve, sino que asalta mis nervios, perfora mi vista. Un agujero en medio del paisaje, un punto de calor indescriptible, de fuego que quema hasta los colores, que se impone en mi paisaje como una ausencia. Una quemadura de pucho en la foto.
En algún momento accedí a despertar. La tarde era muy cálida, los chicos corrían, las minas fumaban porro tiradas en el pasto y tomaban mate; los pibes tocaban la guitarra y cantaban. Mis lagañas me molestaban como nunca, el gusto a alcohol en la boca me daba un asco profundo que me impedía tragar saliva. Mi cabeza latía y algo adentro daba vueltas sin parar. Como los chicos que corren por el parque. Había un Sol del carajo, tenía una sed del ídem. De a poco, volví a dominar nociones como domingo, parque, yo. Anoche, Nadia, rojo. Cuando pensé en Nadia deseé que mi psiquis volviese a ese estado etílico en el que se entretenía babeante, haciendo malabares con sensaciones primarias como Sol, calor, sueño, resaca, lagañas y ese gusto horrible en la boca. No obstante, allá está la lucidez, lejos aún, remando en barro. Pero abriéndose paso. Me senté en el pasto y encendí un cigarrillo. La primera pitada me mareó y me hizo apagarlo.
La noche anterior había llegado --tarde-- a Pueyrredón y Las Heras y ella estaba sentada en un banco, mirando aquí y allá, estirando el cuello, buscándome. Tenía el pelo planchado, llevaba una camisa celeste, jeans negros ajustados y unas chatitas que hacían juego con el resto. A medida que me acercaba mis ojos la iban describiendo. De arriba a abajo, su cuerpo, su rostro: quería llegar a sus ojos marrones casi negros, al detalle de su piel; quería ver sus rubores, su maquillaje, distinguir si se había puesto sombra o rimmel o cualquier otro de esos menesteres de los que poco entiendo pero qué linda sos mujer. Todavía estaba un poco lejos, solo distinguía su figura y su pelo, más lacio que nunca, más lacio que en la oficina, donde ya la veía hermosa. Cuando me vio cruzando al trote la plaza sonrió y vino a mi encuentro. Nos dimos un abrazo, yo le dije perdón por la tardanza, no pasa nada, estoy todo agitado, soy un tarado. Me separé de ella apenas lo suficiente para verle la cara y sus ojos inmensos y negros como siempre, apenas un poco de delineador, algo de rubor, tan diáfana que tuve que mirar para otro lado, supongo que para esconder mi cara de tonto.
Al lado mío, a medio metro, hay un árbol. Por mi ubicación, deduzco que cuando me dormí no solo era de día y el Sol ya estaba denso, sino que la copa daba una sombra que ahora está bastante más al este. Me meto la mano en el bolsillo del saco. Me alivia palpar el celular, el documento, algo de plata, las llaves. Saco el teléfono y miro la hora: 15.30. El puestito de panchos está tan lejos. A mi lado hay un cartón vacío de Arizu tinto.
A Nadia le cayeron bien mis amigos. Fue lo suficientemente extrovertida como para integrarse en las conversaciones, pero sin separarse de mi lado y siguiéndome cuando me paraba a charlar con alguien o para salir al balcón a fumar. La noche iba bien, la heladera se abría y se cerraba, salían botellas de cerveza, salían y volvían a entrar Cocas, algún Speed y a medida que llegaba gente entraban al freezer botellas envueltas en bolsas de Coto. Ella escuchaba todas las estupideces que le decía con una sonrisa tierna, matadora, con todos los dientes; me regalaba miradas brillantes, enormes, cuando nos quedábamos en silencio; me tendía un hilo de seda con los ojos en los breves ratos en que estábamos separados. Me dijo que la próxima vez me tocaría a mí conocer a sus amigas y seguirla embobado adonde fuera por no conocer a nadie. Embobado, repetí, saboreé la confirmación, el okey. Nos dimos un beso suave, cariñoso. Perseguí el sosiego de ese mundo que era su lengua, su aliento, sus tetas respirando contra mi pecho, ese mundo que encerraba todo eso pero que, sintéticamente, empezaba y terminaba en sus comisuras. Ignoro si para ella fue un chape más. Mientras me besaba me acariciaba la quijada como si sostuviera un corazón de porcelana.
Abandono el puesto de panchos con una Coca-Cola de medio en la mano. Vuelvo a estar en forma, lo que significa que puedo pensar en otra cosa que no sea ese retrogusto etílico que tanto me hacía acordar a la náusea. Ahora el cigarrillo sabe bien, ahora puedo pitar y exhalar humo mirando al cielo. Estoy en forma. Sol, qué lindo es el Sol.
Solo quería que Nadia no se diera cuenta de lo vulnerable y expuesto que me sentía. De cómo mis brazos la buscaban permanentemente. Rojo. Por eso casi siempre termino haciendo estupideces. Anoche, en mi afán de acorazarme, nos entregué al vicio y al lenguaje obsceno, a los porros innecesarios, a los litros de alcohol de más, a la activa curiosidad de las manos. ¿Era genuino ese ímpetu linyera? ¿Y ese tambaleo todavía sexy? ¿Y su quiebre final? ¿Y si solo estaba pagando el boleto para subirse a mi tren? Anoche, los peldaños llevaban para abajo y los pasos dejaban huellas zigzagueantes que hoy señalan un círculo vicioso, una espiral sucia de vino y vómito. ¿O exagero sobre ella un aura de pulcritud e inocencia que no tiene por qué tener? Me digo Nadia tiene que ser de las que que toman cerveza en vaso y vino en copa y hacen el amor en una cama tendida con ropa doblada en una esquina y apuntes subrayados en la mesita de luz. ¿Por qué? Porque ese mundillo de clase media autoidealizada a golpes de sahumerio de lavanda, besos con gusto a Listerine y lágrimas sin alcohol, ese escenario en el que la introduzco (acaso con fórceps) no tiene nada que ver conmigo. Yo, tan jactancioso de ser todo lo que está mal, el aterrador cliché que acosa al padre que quiere para su nena un marido profesional y honrado. Porque parece, entonces, que no tengo que merecer a Nadia. ¿Por qué mi escala moral es así de traicionera? ¿Por qué coloca a la piba que me gusta en un contexto tan lejos de mi alcance? Si sus besos, si esa sexualidad depredadora, si los manoseos ahogados en celo puro y espeso como alquitrán fueron tanto más reales que aquella escenografía. ¿Cuánto de todo eso esperaba de mí? Insisto en preguntarme. ¿Cuánto es sacrificio? ¿Qué de todo aquello la llevaría invariablemente al desencanto? Y sigo: que la corrompí, que el egoísmo es tirano y hace que me encante también así de pordiosera como, estoy seguro, la supe transformar. Que no está bien. Y todo por negarme a creer que solo sea suerte. Yo no tengo suerte. No soy de esa clase de gente. ¿Cómo algo tan grande puede venir en un sobre tan pequeño? Suerte es encontrarse plata en la calle. Dormir en su regazo es otra cosa. Tan grande que sospecho de la fortuna y me parapeto en mis rodeos morales para ver qué hay detrás de su apariencia. Así de desconfiado soy. De mi suerte. Como un linyera. Porque, de los dos, el linyera tenía que ser yo. Porque dormir a la intemperie sintiendo su respiración contra mi oído es una perla kármica que insulta al equilibrio del universo. Porque la miro y me sigue pareciendo una figura de mazapán perdida en el pasto. Porque Nadia es otra cosa. Nadia tiene que despertarse en su casa y desperezarse y subir la persiana y caminar en patas al baño, en lugar de abrir los ojos desde el suelo, mirarme con sus ojos enormes, sonreir y estirar el brazo para enlazarme.
3 comentarios:
Nadie la obligó, o si? Vos imaginaste un mundo en su boca, pero ella se metió. Directamente.
Como en la boca del lobo.
Qué bonito.
You're right, woman
Mira que te hizo escribir Nadia, eh?
Veo que el estado etilico es una constante en tu pluma.
jotace
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