Ricardito se sentía muy bien. Estaba enfermo de amor por su mujer. Le encantaba Plaza San Martín. Las tardes lluviosas lo llenaban de una melancolía, para él hermosa, que se ramificaba por todo su ser hasta que los escozores lo sacudían y dejaban traslucir un haz de tristeza alegre en sus ojos. Su mujer lo conocía. Por eso, ese viernes se sentía flotar sobre ese banco, mientras hundía la mano en la cabellera del hombre que descansaba en su regazo y trataba de perderse en esa eternidad que tanto la podía, la eternidad del brillo fugaz de los ojos de su marido. Ricardito sintió el corto y único compás de ese suspiro mudo de la panza de su mujer en el perfil de su rostro y entonces, como tantas otras veces, se alegró de que fueran uno, de que el lenguaje corporal entre ellos fuera tan fuerte que pudieran decirse todo, expresar y compartir el éxtasis de compartir todo, como a través de un cordón umbilical. La felicidad era una sola, y circulaba de uno a otro a través de ese cordón tan fuerte. Cerrar los ojos, sentir su mano abriéndose paso por su pelo, la cabeza sobre el regazo, la respiración, el silencio. Plaza San Martín desaparecía, la tarde se desdibujaba, se desnudaba y dejaba ver su pálida realidad de concepto que se dejaba subyacer por otro concepto, absurdo: el tiempo. ¿Tiempo? Si sus dedos barrieron el mundo, todo lo que los rodeaba, todo lo tangible que no fueran sus cuerpos: ¿Qué era el tiempo? Algo con un inocuo sabor a ajeno. A Richard le encantaba Plaza San Martín y las tardes lluviosas. Pero cuando estaba su mujer, no había lugar para los cuatro. La sentía mundo. Su presencia era más frondosa que la plaza y la cadencia de su voz se extendía y se fundía sobre él con más fuerza que el día más plomizo del otoño más pútrido y deprimente que él podía llegar a adorar.
La alianza de ella se enganchó con un mechón de la nuca de Ricardito:
-¡Ay! ¡La puta que te re parió, pelotuda!