
Ella es la mirada, dueña y señora.
Su semblante. Pálido. Taciturno. Sus ojos tristes. Brillantes. Su figura melancólica, anémica: todos sus rasgos, sus señales. Toda su blanquecina delgadez. Todo oculta una fuerza increíble. Que solo se deja ver cuando sonríe. Cuando, con esa mínima reacción, te estremece el alma. Con sus labios finos, en delicado carmesí. Extendiéndose en una sonrisa radiante. Capaz de atontar de júbilo a la desazón más inmensa que recuerde. Capaz de asediar la tristeza que hoy me toca vivir. Capaz, también, de iluminar los callejones más sórdidos y los arrabales más temerarios de una ciudad tan rencorosa como esta, Buenos Aires. ¿Sabrá ella?
Andrea recuerda la primera vez que la emoción le infló el pecho y le produjo una sonrisa cálida como el sol. Tenía cuatro años y le habían regalado un caballito de madera. O del diablo, como lo llamó desde que vió, ese mismo año, Alicia en el país de las maravillas. ¡Un caballito del diablo! gritaba y se mecía, recordando aquellas fantásticas criaturas que asombraban a Alicia. Aún hoy, a sus desesperanzados veinticuatro, sus ojos cetrino conmueven cuando recuerda aquellos días. Subida a su caballito del diablo, tan contenta… ¡Cómo le gustaba! Cómo lo disfrutaba. Ella. Guerrera precoz. Futura valkiria de incógnito, acaso involuntaria, de quienes sabemos que su endeblez aparente no es tal. Ella no se hubiera bajado nunca de ahí. La hacía tan feliz. Pero los años pasan y los desengaños hicieron cola para dar, cada una a su tiempo, su cruel bofetada a las mejillas de Andrea, la colorada. Quizás por ello me parezca imposible leerla del todo. Ver, en esa fragilidad que no es, si se sabe capaz de soplar, aún en el averno de los antihéroes, un remolino que levanta, mezcla, confronta y entrechoca emociones. Hasta cohesionarlas en su propia espiral. Como si fuesen hojas secas. Tal vez sea conciente de ello. Tal vez pueda ver a través de su propia lumbre, inexplicable, aquellas sensaciones desesperadas: ¿Por qué me hace tan bien que sonrías? se preguntarían. ¿Cómo tus ojitos tristes consiguen atravesarme entero?
La colorada es tan ingenua, pensarán los demás. La colorada es un enigma. Su femineidad atraviesa las concepciones que la gente tiene de lo femenino, por diversas, contradictorias que sean. Su femineidad (¿se dará cuenta?) es rampante, porque lo es al modo de Andrea. Aunque quizás no lo sepa. Siempre hará volver hacia ella rostros felices, exultantes, pedantes, tristes, angustiados, eufóricos. Indiferentes. Su alegría siempre encenderá el espíritu de sus testigos. Aunque sea un segundo. En un impaciente semáforo de Corrientes. Rodeados, ella y los demás, de librerías, de teatros, de pizzerías. Todos estos, con su respectivo, encandilante afán de llamar la atención con neones que nada pueden hacer al respecto. Porque, entonces, cualquier ocurrencia, cualquier cumplido, cualquier comentario al pasar estará cargado de la insaciable avidez por ver sus ojos brillar. Por ver sus labios extenderse, ganar el sur de su faz de rasgos suaves en una sonrisa cálida. Auténtica, nunca impostada. Capaz de derretir los témpanos de la ortodoxia que rigen nuestras almas apagadas.
Y ella, ingenua, inexplicable, no se da cuenta. Dirán los demás.
“La ciudad se constituye cuando la gente experimenta la sensación de habitarla.”
Es esta la ciudad que me gusta. No la de las luces de neón ni la de los teatros de revistas. Tampoco la de los transportes atiborrados de gente, las avenidas llenas de autos y bocinazos, las veredas llenas de transeúntes, las alturas llenas de gigantografías... Las miradas llenas de nada.
Me gusta la calle que se hace transitar, la que no es sólo una vía de acceso. La calle en la que uno puede pensarse como parte de ella. Me gustan esas veredas que el simple hecho de caminarlas deja de ser algo meramente circunstancial, deja de ser la parte insulsa del recorrido, y comienza a ser el paseo mismo.
Me gusta la ciudad con energía, no con electricidad.
En ese momento, la ciudad era nuestra, nos invitaba a que la recorriésemos y tapásemos todas sus arterias. Nos pedía que la abrazáramos de todas partes. Disfrutaba de los masajes que le ofrecíamos con nuestros miles de pies por sobre sus calles. Capaz cansada ya de escuchar solo quejas, ruidos, bocinas y puteadas, ella se alegraba con nuestras canciones. Se estremecía con cada aplauso y se nutría con nuestra vida. No era la primera vez que muchas bicicletas recorrían sus calles, pero estas bicicletas, todas estas bicicletas, le hacían unas cosquillas divertidas.
Y aunque muchos de quienes nos miraban sentían que no estábamos en su ciudad, nosotros sabíamos que eran ellos quienes no compartían nuestro espacio. La ciudad es de quien la tome para sí. Y en ese momento la ciudad era nuestra, porque así queríamos que fuese, y así quería ella que fuese también. No sé cómo, pero nos dimos cuenta de que la ciudad antes de que la manden a dormir sin haberle compartido ninguna emoción prefiere que la mantengan así despierta.
La ciudad pide a gritos que la ayuden a mantenerse viva. Y nosotros, aunque sea por ese ratito, le dimos el gusto.