--…al principio era jodido. Bueno, sigue siendo jodido tocar ahora… pero éramos pendejos, muy chicos… nada, no sabíamos tocar, no nos junaba nadie, recién había pasado lo de Cromagnón, viste. Era… todo un tema…
Casi una hora que el pibe estaba en su casa y un rato un poco más corto que se limitaba a escucharlo hablar, a jugar con el pelo, a asentir, a reír distraídamente y, bueno, también a perforarlo con la mirada. Ya habían recorrido burocráticamente los tópicos de dos personas que empiezan a conocerse y quieren, justamente, solventar esa instancia de diálogo para explorar formas de contacto más estimulantes. Ella era su supervisora, por eso ya sabía lo que, esa noche, había vuelto a escuchar de boca de él: que hacía un año y medio que había entrado a trabajar, que estudia Edición en Puán, que lo suyo es una vocación difícil de comprender. La data nueva es que tiene un hermano abogado. Que siempre supo que es el favorito de los viejos. El que no los decepcionó (ella arquea las cejas). Que él, la “oveja negra” (sic), cumple veintiocho en agosto.
--…entonces, como ya pegamos onda con los pibes que manejan Unione, estuvimos todo el año pasado tocando, ponele, cada dos meses…
Luciana sabe cuándo tiene las riendas y con cuánta firmeza. Siempre. Somete a su presa de lunes a viernes, pero lo pone en pie de igualdad al llevarlo a su casa; al decirle, con su lenguaje corporal, que aunque ella juegue de local sus aposentos pueden ser, también, su propia boca de lobo. En definitiva, la de él. Esa boca que no puede dejar de mirar, que podría ser lazarillo de una orgiástica expedición por toda ella, pero que, en lugar de ello, hablaba y hablaba sin parar, por Dios, que deje de hablar. Prefería que use esa hermosa cavidad bucal para hacer de ella, no sé, un menú por pasos para degustar despacio, para entregar el paladar a sus sabores femeninos, así, en plural, porque su cuerpo está hecho de diversidad de geografías erógenas, de caminos curvos y sin salida, de climas calientes, opresivos al punto de desconocer uno las fronteras del propio ser. Hoy puedo ser tu chica, decía y decía sin palabras, que allí estaban hechas para decir las estupideces que él decía incesantemente. Le gustaría ser capaz de interrumpirlo y decirle que podría calentarlo tan solo sacándose los tacos con la punta del pie, caminando descalza por la casa. Pero hacía rato que apenas emitía sonido. Tampoco se sacaba los tacos ¿Por qué? Se daba cuenta de que tenía las riendas un poco flojas.
--…ahí es otra onda. Una trova medio candombera. Ahora tocamos bastante seguido en el Carlos Gardel. Buena onda, ni en pedo pensaba que iba a terminar hablando de esto con vos. ¡Mi jefa! --e hizo la venia, el estúpido. Y yo tratándote de calzar el disfraz de lobo, pensaba ella. Pero me querés perra, se ve. Ok, peón cuatro rey:
--¿Puedo ir a verte?
Él se echó a reir.
--¡Por supuesto que podés! El domingo que viene tocamos ahí. ¡Venite!
--¿Le contarías a los chicos de la oficina?
--¡No! --su risa ahora delataba nervios. --Bueno… ¡Cómo salté! --repuso al fruncir Luciana su ceño.--No, bueno, si no querés.
--¿Y si voy sola? ¿Les vas a decir que fui sola?
--¡No! Bueno, no porque no voy a decir nada… sos guacha eh…
Momento de tirar un poquito las riendas:
--¿Cómo decís?
--¡No! ¡Perdón! --los nervios hacían lo que querían con él. --Entré en confianza. Perdoname.
Momento de aflojar:
--Te estoy jodiendo, bobo. No estamos en la ofi, entrá en confianza nomás-- y le hizo un guiño que transgredía toda esa escena, que parecía montar solo para poner más y más nervioso al pobrecito.
--Sí, ya sé. --mintió.
--¿Y qué hacen cuándo después de tocar? ¿Hay after? Me gusta.--reencauzó con un palo que hubiera preferido velar un poco mejor. Después de todo, acababa de mojar al pollito con su chapa jerarquizante. Y tampoco le gustaba encontrarse arrebatada por la excitación, aunque fuera mutua. No estaba segura de que fuera algo notorio, pero lo vivía como un imprevisto que la hacía sentir en una posición de inferioridad que, aunque inadvertida para el mundo exterior, debilitaba un orgullo que nunca estaba dispuesta a resignar. Ya fue, si ya estoy caliente, pensaba, y eso vigorizaba su mirada como un arma que apuntaba a ambas direcciones, seduciendo y a la vez bebiendo de su objeto de seducción.
Así las cosas, el otro seguía hablando y Luciana alimentaba su excitación recordando la naturaleza de su rigor mutando, semana tras semana, mezclando obscenamente lo laboral con la tensión sexual. Volvía a verse allí, satisfaciendo algo mucho más profundo que su ego cuando le tocaba mulearlo; cuando le daba explicaciones inútiles, sosteniéndole la mirada, voraz, para preguntarle qué es lo que estaba mirando, por qué no estaba prestando atención. Por fin le agradaba que un compañero de trabajo le mirase el culo. Finalmente le atraía alguien en esa oficina de mierda. Él y las líneas marcadas de su rostro, las líneas duras de su mentón, de su nariz recta. Él y sus gruesos, hermosos labios que ve moverse, vocalizar incansablemente. El sur de su mapamundi refritó la primera paja motivada por ese empleaducho. Le encantaba él y le parecía estúpida esa falsa negación que había estado sosteniendo. Le calentaba siempre y cada vez que lo veía y cada vez que le hablaba y cada vez que lo retaba o le daba órdenes o lo humillaba. También le gustaba que la hiciera reir, que así le mandara el despotismo a la mierda, que así la desnudara, que así quedara solo el rojo pudor de quien es puesto en evidencia. Se quiso mucho a sí misma cuando, ¿blanqueada la onda? dio el primer paso y lo invitó a su casa. Recordó todos esos vaivenes que en ocasiones desautorizaban a su voluntad consciente. Según su balance, nunca perdió el control de la situación. Su manos --delgadas, frías-- nunca soltaron las riendas.
--…dos. No, tres veces. No mucho más. Las minas entran a cualquier edad, pero yo hasta cumplir los dieciocho no pude entrar más de dos o tres veces. Pero es porque tengo cara de pendejo. Hace un par de meses fui un sábado a Pinar de Rocha, que los sábados es para mayores de veinticinco.
--Sí.
--Bueno, me pidieron documento.
--No me digas.
Le miraba las manos que arrugaban y estiraban una servilleta. Arrugaba y estiraba, arrugaba y estiraba. Las miraba y las miraba. ¿Sabrá usarlas? Ya se verá, supone. Luciana entonces había pasado de la añoranza a la fantasía: el tacto de su piel y su musculatura, el tacto que ella imaginaba que él imaginaba de su propio cuerpo; la aspereza de una barba que empezó a crecer el viernes y que no se afeitaría hasta el lunes a la mañana; la textura que ella creía que él imaginaba de su propio rostro, tan acostumbrado a mostrarse inexpresivo y severo; se estimulaba imaginando que él fantaseaba con ese contraste entre la suavidad femenina de su cara y lo recio de su expresión reglamentaria. Así, proyectaba en aquel la excitación onanista que le provocaba su propio contraste: se dejaba ensalsar por el erotismo que su delgada, hegemónica existencia de metro cincuenta emanaba en forma de un carisma que seducía, implacable, a ambos. ¿Lo mandaría a la casa? Le encantaba pensar que se dejaría poseer de la forma en que lo dictaran los más bajos instintos del pibe este que toca en Unione porque pegó onda con los que lo manejan. Que podría permitirle tomarse su revancha. Recibir su merecido. O no. Pensar que entre este par de piernas flacas te perderías como un chico, imaginaba que le decía. ¿Estaría preparado? Pensar que ni escucharme gemir te haría recordar que sos ese hombre que me hace tragar saliva cuando se supone que quiero retarte. ¿Le daría la nafta? Mejor dale, mejor entonces sacame dos juegos de fotocopias. Rápido. Te pasaste casi diez minutos tu hora de almuerzo, ¿venís a boludear o a trabajar? Igual no dejes de cautivarme. Me jode tanto. Pero tanto. Pero vos dale. Sí, a vos te digo. Más rápido nene. Esto está mal redactado, hacelo de nuevo. ¿Qué mirás? No dejes de mirarme así. Te dije que qué mirás. ¿No estás prestando atención? No pares. Rápido. Mal, hacelo de nuevo. Cogeme. Mejor no. Sacate las ganas, dale. Quizás la próxima. ¿O no te la bancás? Bien nene. Así. Más rápido. Uy, así. Sí, así. ¿Así que sos galancito, vos? No sé si… capaz que al final no. Quién te dice.
Mira la hora en el celular. 23.46. Casi noche de viernes. Lo interrumpe aclarándose la garganta, le apoya una mano en la rodilla y le dice...