miércoles, 20 de julio de 2011

Séptima

Ella piensa que no le pueden pedir que se quede tranquila. Cómo quedarse tranquila después de todo lo que pasó. Es que, en realidad, no puede dejar de pensar en eso; poco le importa ahora su aspecto: su cara roja y sus ojos hinchados de tanto llorar, ese contundente hematoma en el pómulo derecho, no poder dejar de temblar y temblar y sentir que está incomodando al muchacho de al lado y que todo el mundo está mirando a una que no puede dejar de llorar y retorcer entre sus manos un pañuelo roñoso que tampoco puede dejar de temblar porque sus manos se sacuden por un pulso ingobernable, parece que se van a desarmar como su cuerpo, que tampoco está tranquilo; como su cuerpo que también llora entero y también parece que se va a desplomar. Es que, en realidad, poco le importa todo lo demás: debe ser la obsesión por no perder la compostura, manía exagerada que le fue inculcada desde que tiene uso de razón, manía antes tan presente, tan moderadora de su vida, sus emociones y sus modales; ahora tan subyacente, ahora que tan poco importa cuando se está hecha un harapo delante de tanta gente, frente a la indiferencia que con dureza se fue forjando en el semblante de los uniformados, ahora tan acostumbrados a aquello, ahora tan distendidos e indiferentes a fuerza de vivirlo una y otra vez y llegar a estar tan cansados de lo que, de última, eligieron rodearse: manía tan presente. Ahora cree que no puede dejar de pensar pero no es eso; cree que no sabe por dónde empezar a ordenar sus pensamientos para salir de esa locura que todavía la está devastando por dentro, y ella se dice por dentro y todavía porque por fuera se presiente totalmente ajada, percudida y castigada que ni se quiere ver, pero no, tampoco es eso. Ahora cree que está pensando. No. Es el miedo, la angustia, el arrepentimiento, una culpa que a veces juzga absurda y a la que por momentos se rinde y por la que de a ratos se deja embriagar como una especie de equilibrio paliativo, como un karma oscuro y cruel pero al que debe rendirse porque es karma al fin. Ahora cree que está pensando pero está siendo golpeada por tantas cosas que no comprende y que la sobrepasan y que parece demasiado para su cuerpo tan menudo y maltratado y que no quiere ni ver y que por eso aprieta tanto los párpados. Una señora de unos sesenta años está sentada frente a ella. Por momentos, cuando abre los ojos, la puede ver y ella se dice que por momentos la puede ver porque la siente como su ancla a la realidad, no la conoce pero sabe que es de verdad, que todo eso es real y que por crudo, despiadado y gris que sea es lo real y sigue siendo preferible a ese cataclismo que sacude sus entrañas, que le hizo vomitar hasta la bilis, que ahora barre con toda su persona y que cree que la va a llevar, que la va a llevar para no traerla más a esa realidad tan espinosa pero a la que tanto se aferra, de la que sigue sin quererse ir. La señora mayor la mira con piadosa consternación. Porque la ves tan venida abajo ella y, pobrecita, se te llena el pecho de angustia. Solo falta que rece por ella con un rosario en sus manos, piensa la muchacha, porque pasan las horas y de a poco puede pensar y hasta permitirse un poco de humor irónico con ella misma, porque ahora puede pararse, sigue temblando y llorando pero puede pararse porque puede oir que la llaman desde una puerta tras el mostrador; puede ver a la oficial que la llama desde su oficina con una indiferencia fatal, resignada, como si llamara a su marido para decirle que va a hacer adicionales, que no la espere despierta, pero no es su marido, no. Es ella, que se siente morir pero que obedece, que camina como puede pero que sigue sin fuerzas para levantar la mirada y a la vez no sabe cómo mantenerla agachada sin dejar de ver esas horrorosas manchas de sangre en su blusa, no puede, no puede. Solo puede pedir que se termine rápido, que acabe de una vez, que alguien le diga algo por el amor de Dios o que no sepan comprenderla y la terminen de hundir en ese pánico tan rayano en la locura.