lunes, 27 de diciembre de 2010

En todos nosotros.

Un hombre pega un portazo y empieza a caminar. Nada en él dice que esté caminando hacia adelante; nada en su temperamento le impide negarse a ver que las cuadras van pasando y pasando como un film que corre lento, como una vida que pasa a sus costados sin estorbarlo, sin ponérsele en el medio; como una vida que no exige, una vivencia pasiva, una quietud que deja todo atrás a paso firme, que lo acerca más y más a un final que desconoce, a un término al que le tiene pánico, que le cierra el estómago, que percibe y percibe y no puede dejar de percibir ni siquiera negándose a admitir que sigue caminando, que el portazo quedó atrás y solo suena en su cabeza; un ruido que le hace ruido, que lo debilita, que apenas lo deja seguir caminando como un opa. Un hombre cierra una puerta y se va. Un hombre teme subvertir la línea del horizonte para llegar y que no haya nada; ni piensa en dejar de caminar, porque lo que acaba de dejar atrás también lo corta, lo horada tan fácilmente que deja en evidencia toda su flaqueza, su falsa consistencia. Entonces da un paso. Luego, otro. Luego, otro. Se siente en el medio, se sabe en veremos. Sin mirar atrás ni adelante. Con los ojos cerrados. Con fuerza. Ojos cerrados con fuerza y un decirse que solo está recorriendo la cinta de Moebius y que más tarde que temprano volverá a todo y todo volverá a él. Un hombre que se hamaca en una paradoja; un tipo que da la espalda a lo que no se atreve a enfrentar, que se siente más seguro acechado que cara a cara; que no se da vuelta ni por las dudas, que genera la sensación del doble miedo que da la sospecha de que eso que deje atrás le queme los ojos con sus ojos, con palabras que no deja pronunciar para que no lo terminen arrastrando hacia afuera de la cinta, con su fuerza tan intensa, para que la vida por fin se lo lleve puesto, pero que ¡oh! ¡tienen tantas aristas y tan filosas cuando uno las imagina, cuando las levanta del suelo firme del subconciente para poder seguir! Cuando uno las deja a un costado, cuando se las reduce al lugar de lo hipotético siguen ahí, no se van. Un hombre que no se termina de dar cuenta de que las tiene que liberar, que no termina de saber que son espinas clavadas, que duelen dudas; que persisten dudas, que nunca va a terminar si no las deja ir de una vez. Un flaco que cree que las palabras son piedras que lo van a lapidar y entonces no las suelta; deja que le quemen las manos de tan inciertas. Un tipo que espera a la entrada de un pasillo, que no se decide a atravesarlo y que no puede hacer nada más, que no puede dejar de ver como la vida se le pasa del otro lado. Un hombre que se hamaca en una paradoja: huye de la mirada que se le clava en la nuca con un alcance perfecto, impiadosamente hermoso. Cierra los ojos con fuerza para no ver el posible término, pero tampoco se da vuelta. Por las palabras y por temor a darse el morro contra la pared por mirar a cualquier lado; un tipo que se desea en una cinta de Moebius aunque no quiera ni pensar en que eso implique volver y encontrar esas palabras dándole la espalda y las vuelva a encontrar tan hipotéticas, tan en el aire que lo vicien entero. Que lo contaminen. Alguien que camina y camina y empieza a sentir que la cinta de Moebius es cada vez más corta, más ínfima. Más lacerante. Un hombre que empieza a sentir la cinta de Moebius en torno a su cuello, que no sabe cómo tomar que el miedo, de a poco, recrudezca a dolor; pero que no puede evitar que el dedo en la herida sea ese dedo y que el ir y venir sobre su carne viva termine siendo caricia, consuelo, manos tibias explorando su rostro; dedos que estuvieron entre sus dedos, dedos que dolían un respiro profundo y reparador y que ahora duelen duda y palabras y ojos y horizontes truncos y estériles que nos dejan la fácil adivinanza de un precipicio metafísico. Y todo eso crece y crece a medida que este hombre sigue caminando y caminando y negándose a ver que ya hace tanto que camina y tanto que la cinta de Moebius gira y gira con su cruz sobre él, que el pavor de darse vuelta y que esas palabras estén tan lejos que no puedan alcanzarle pista alguna, acerca de si hubieran sido o no, le impiden detenerse. Un hombre que escapa del portazo que acaba de dar, pero con la terca esperanza de dar una vuelta más y encontrarse del otro lado de la puerta y no saber si volver a hacerlo o chequear de una puta vez si está pisando firme o no.
Un tipo que fue a La Continental a comprarse media docena de empanadas de carne porque le pintó alta lija, guacho.