viernes, 22 de octubre de 2010

La mosca.

Las veces que me doy cuenta de que me repito y, consecuentemente, trato de evitarlo son, también, pistas que se van: solo más tarde me alejo de todo y concluyo que estoy perdiendo tantas y tantas oportunidades de interpretar una imagen pausada; una foto tan ajena a mí que me fascina, un instante para observar con detenimiento. Foto que de tanto yo mirar, me vea. Es también, mientras tecleo, que me doy cuenta de lo mayúsculo de esa ironía encapuchada que me lleva de la mano: cuanto más superflua es una foto, con más interés la observo; más me desgañito en buscar el detalle, la chispa que se deja ver para que yo pueda ver; la luz de una vela que, de mínima, somete toda mi atención y se la lleva, a los besos, del lugar desde donde intento buscar mis paredes y mi techo, para hacerla tropezar con alguna nimiedad que deje de ser tal por no ser prevista y se ramifique en cada momento, en cada nervio, en cada centímetro que me abraza a mano abierta la piel, hasta poder admitir el traspié: por ahí tendría que haber estado. Y es así como reparto mi tiempo, mis ganas, mis energías, mi entusiasmo y mis ilusiones hasta quedar satisfecho y sonriente por darle sentido a lo que estaba destinado a ser pasado de largo por seguir caminando y mirando el piso. Pero cuando estoy en mi eje y advierto la repetición inminente: no. Ironía: por buscar la heterogeneidad de una mixtura de diversidad eterna -solo por esa evidente superchería- es que termino alejándome de ella. Es, simplemente, quedarme mirando una foto con impavidez; perdiendo toda noción del afuera y solo consolándome, descubriendo que lo poco que le da sentido está tan al alcance de mis manos y con tanta intensidad que las hace temblar... pero ¡gggggggfewtwetqewfsdghh! se me está yendo de entre los dedos mientras admiro una lucidez de cartón, una estrella de papel. Lo que me queda en las manos no me conforma o me desalienta: en el intento de alcanzar una rica madurez, me quedo con una ortodoxia fría, una carta escrita a máquina, las palabras ligeras de quien te da la espalda.

viernes, 8 de octubre de 2010

Botella

¿Qué pensar, o qué intentar mostrar, cuando seguís un flujo de imágenes y de música que te termina por llevar a la rastra, tiranizado por un aroma que te tiene respondiendo preguntas sin parar? Yo me di cuenta a su tiempo: me di cuenta de que hacía preguntas demasiado largas; siempre detentando el don-pretexto de saber mis mambos demasiado versados, demasiado abusivos en curvas difíciles de sortear. Y fue, cuando supe admitirlo, que no pude evitar advertir una lejanía en los pesos pasados y de ahora nomás, y que supe abrirle los brazos al vértigo y a la agonía de los minutos al pasar, cuando detuve el paso y decidí aguantar una vuelta más. Quise bajar la mirada y esquivar los posibles reproches de tentativas fracasadas y mirarte a los ojos y preguntar: ¿Y qué se pierde de acá, volviendo a resbalar de estas cornisas de casa chorizo? Ya no me cuesta sentarme frente a la pared y conceder el guiño de que ya no hay nada que hacer, que ya somos así, compa! Pero no importa, siempre me gana la compostura, siempre tengo la fuerza del gesto autosuficiente. No puedo evitar quedar de pie; pero no la pisada fuerte de quien prueba terreno para sentar presencia, sino el flameo de una bandera que siempre admite una baja de defensas cuando tu gesto se abre y confirma que nunca dejó de estar ahí.
Todo eso que esperás encontrar de un lugar porque, de él, solo te separa la barrera que no te deja ver el día.