jueves, 19 de febrero de 2009

Colores






















1: Dibujo de Gabriela Burin en Barceloneta (¡perdón!)
2: ¡Ayúdenme! Lean el primer comentario y respóndanme.

Ye y Uve nunca se cansaban de ellos mismos. La mañana menos esperada y más violetosa que imaginaron los encontró subiendo a la montaña altísima con un entusiasmo dopaminoso. Cuando uno estaba con el otro ¡Se animaba a todo! Pero no habían trepado a ese alpe cochambroso para estar más cerca del cielo, no. A los veintisiete años uno no cree en esas pavadas. Subieron porque, remolinando en la lascivia hormonal en la que tantísimo explotaban su lividez, se toparon con ella. Bastó levantar la vista y admirar esa pequeñez relativa, que la hacía tan fea y tan nada, para suponer que, de no hacerlo, se arrepentirían toda su vida. Entonces, valiéndose de artimañas asombrosas, pero imposibles de detallar en un relato tan cortito, llegaron a la cúspide. Ahora, en la cima, gozaban. Sin embargo, Uve tuvo un lapsus sensorial algo incoherente, y una nube celestísima, pero interior, la llenó de estupor a borbotones:
-Voy a bajar.
-¿Estás loca? No. No bajás. Mirá como te agarro y no te suelto.
Ye cazó la mano de Uve como si fuera un tabanito. El cuadro era irrepetible: Ye se sentía muy a gusto con los dedos de Uve entre los suyos. Ella no oponía resistencia alguna. ¡Pero cómo quería que Ye, que ahora asía sus deditos y jugueteaba tontamente con sus falanges, bajara con ella!
-¡Por favor!
-No. No. Te cuido.
-¿Por qué no?
-Caerías en el laberinto de la somnolencia más posesiva. No, te quedás conmigo. Allá hay mucha superchería vetegosa verderil. Te engañarían y, sino, te engañarías vos misma. Cruel. Mirá como te tengo y no te dejo ir.
Uve sintió que tres traviesos pero cortísimos segundos de excitación adolescente le picoteaban el cuerpo. Uve se excitaba con pasmosa facilidad. Pero…
-No.-se puso seria- Voy a bajar. Acá hay un aire de arcilla venenosa que me da escozores y me ensucia ¡De la cabeza a los pies! El pedregullo me rasga las cuerdas vocales y me hace carraspear ¡Y a vos te gusta tanto mi voz! Y abajo hay verde. Pero un verde distinto, más jugoso. Mirá. Allá la tierra es blandita, bichos de colores, esas ciénagas azulcitas tan lindas. Me divierte y me hace cosquillas, me hace reír. ¡Y acá no me puedo reír! Y allá abajo es tan vertiginoso, ese abajo es tan elocuente que me vas a ver reír desde muy muy lejos. Y vos también te vas a reír, y vas a bajar conmigo. Ahora me pongo seria y te doy vuelta la cara. No te quiero más.
Tanto ímpetu femenino barrió con la persistencia de Ye.
-Ahora me siento devastado. Bueno, bajá si querés. Te suelto la mano.
-¡No! ¡No me sueltes nunca!

martes, 17 de febrero de 2009

Declaración


No sé bien cómo empezar. Esta es una declaración de amor y estoy escribiendo porque los sentimientos brotan y no los puedo controlar, así que disculpen si soy muy verborrágico o armo frases inconexas, pero es que así lo siento, y siento todo de golpe.
Quiero que sepan que las amo. A las dos. Soy muy feliz con ustedes, ustedes me hacen muy feliz. Iría a todos lados con ustedes, sé que podríamos. Seríamos felices los tres, e incluso me gustaría compartir el resto de mi vida con ustedes. Quizá yo me vuelva viejo y más adelante piense diferente, pero no le temo a eso. Porque ustedes no son como las demás, que lastiman, o te abandonan, o te ahogan. Las he conocido, sí que sí, y por eso creo que puedo decir que no hay nada como ustedes. Porque no son como esas que te maltratan, que te dejan pagando a mitad del camino, y entonces te tenés que volver con la cabeza gacha, derrotado. Y es volver a empezar, conocer a otras para que después te terminen haciendo lo mismo. Tal vez piensen que soy un tonto, un adolescente enamorado, y que en unos años cambie mi parecer y las deje sin más, pero quiero que sepan que yo a ustedes las amo. Pero se los digo desde el fondo de mi corazón, con sentido. No lo digo por decir y nada más. Y las amo por igual a las dos. Porque las dos estuvieron cuando las necesité, se bancaron todo tipo de atrocidades y aún así al lado mío, firmes. Pasamos lindos momentos también, fuimos a los lugares más lindos y tranquilos, como a los más lúgubres y agitados. Conocimos a mucha gente, de lo más variado, siempre los tres juntos. A esta altura creo que puedo asegurar que somos inseparables, y me encanta. Me encanta la relación que tenemos, y espero que podamos conservarla por muchos años más.
A mis zapatillas de lona blancas, las amo.

jueves, 12 de febrero de 2009

Un quiebre (preludio)*


Estuvo a punto de bajarse en Dorrego y seguir a pie, pero alguien se paró y, tras soslayar con mirada desdeñosa el guiño cómplice que le hacía aquel medio metro de pana rojo que acababa de liberarse, se dejó vencer. Solo faltaba una estación. Solo una… ¡Pero hacía tanto calor! Andrea apartó de su mentón, con ambas manos -como si quisiera librarse de una horca- el grueso cuello del sweater marrón clarito que la asediaba. Se sentía evaporar y deseaba que pasara rápido, que termine de hacerse humo y colar su figura, ya intocable, por la hendija de alguna ventanilla de ese vagón; porque verse rodeada de tanta remera, musculosa, strapless y breteles de silicona la hacía sentir aun más ridícula. Sin embargo, había una determinación que sostenía desde su no-fácil pubertad: decidió que sus hombros, su pecho, sus brazos, su vientre… eran demasiado pálidos, demasiado salpicados para ver la luz. Claro que estos complejos tan tontos traían un pan bajo el brazo: los veranos de Andrea eran un vía crucis de tres meses de largo y cuarenta y tantos grados de ancho. Además, ella sabe que todos lo sabemos: ¡Le queda tan bien el cuello alto –creo que le dicen de tortuga- y las mangas sorbiendo sus manos hasta dejar visibles solo sus pequeños, blanquitos dedos!
Para cuando el convoy llegó a Lacroze, su melena color fuego había cambiado tres veces de hombro. La flamante ayudante contable subió las escaleras, como huyendo del averno. Taconeando a paso corto y ligero, llegó a Olleros y viró a la izquierda. Entonces, el sudor de su cuerpo se había enfriado y se sentía en el cielo… Llegó a Forest, la cruzó al trote y se detuvo en el segundo edificio de la cuadra: A.D.C.S.A. Eran las nueve menos cinco más tórridas que hubiera recordado. Tocó timbre, respondió con su nombre a una voz metálica y saturada e ingresó.

*: preludio de la situación ficcional que voy a llevarles la próxima reunión!

viernes, 6 de febrero de 2009

Paula



Paula se desconcentró por un momento de su lectura y se puso a pensar en el nombre “Alina”. Sonaba delicado, original y especial al mismo tiempo. Levantó la vista, y comenzó a imaginarlo. Le puso un cuerpo: una gata. Un color: blanco. Alina sería blanca como la nieve, con ojos... azules. Azules profundo. Tenía sin dudas un aura particular. Como de paz, de tranquilidad, pero al mismo tiempo, de completo dominio y control sobre todos sus actos. Compinche del viento, Alina irradiaba libertad. Por momentos creía sentir la suavidad de su pelaje en la palma de su mano, y hasta estaba segura de oír el ronroneo que produciría cuando la gatita se sintiera a gusto en sus brazos. Perdida entre el paisaje que alcanzaba a ver por la ventana, de repente la vio. Deslizándose por las cornisas, con esos ojos azules desafiantes, y sus movimientos lentos y perfectos, suaves y sedosos, y al mismo tiempo, majestuosos. Cual si una brisa hubiera empujado su cabeza hacia un lado, se volteó y sus ojos se encontraron, uniéndose por unos instantes y dejando todo lo demás en un segundo plano, hasta que, derrotada en tan íntimo duelo, Paula se viera despojada de su panóptico, vuelta a esta realidad por la fuerza para seguir con su tarea del colegio. Hasta creyó oírla acercarse, creyó oír esos pasos amortiguados con los que flotaba por el piso de parquet encerado de la casa. Hasta que tímidamente, reveló su cabeza por la puerta, y lentamente se dejó ver de cuerpo entero.
- Alina, mi amor, ¿tenés hambre? Esperá que termino el capítulo y te doy algo de comer.

lunes, 2 de febrero de 2009

Vacío


No es una sensación. Es algo más. No, una sensación es demasiado escurridiza. Ésta, en el mejor de los casos, solo te deja estupefacto, sin previsión de tal sorpresivo golpe… te encajona de manera inesperada, es una mano que cierra, parsimoniosamente, la puerta del sótano al que bajaste, escalón por escalón, sin siquiera advertirlo; quizá buscando algo más, dejando que la intriga y la necesidad de ese algo más entumezca tu instinto conservatorio, te atenazara los hombros y te levantara de tu tierra firme en un sueño, que no es precisamente éxtasis… no. Es algo más indefinido, más inquietante, algo aterrador… y es, entonces, cuando el miedo hiela tu sangre y te despierta, como con un baldazo de agua fría, y te encontrás ahí. A oscuras, bajo tierra, los ojos helados de sorpresa… un dolor punzante en tus hombros; una punción que, súbitamente, espanta a manotazos tu somnolencia, tira de la cadena, presiona el interruptor… y volvés a ver. Todo. Una lucidez, tan momentánea como para caer en la cuenta de que la puerta de aquel lúgubre subsuelo solo se mantiene cerrada por una mano inconciente. La tuya. Entonces, la abrís y la neblina complaciente vuelve a llenarte de tu mundo… te vuelve a drogar tan rápidamente que accedés, sin resistencia alguna, a volver a esos engranajes de ciudad rutinaria tan oxidados que sus rechinantes quejidos aturdirían a todo aquel que no estuviera tan dopado de hollín como vos. Eso sería -para mí-, en el más paradigmático de los casos, una sensación, en su carácter más intenso y efímero. Un sensación, letra por letra.
Otras veces, la mano que presiona el interruptor, lo hace con tal fuerza que el brillo polvoriento de aquel sótano te encandila. Tus ojos arden, quedás indefenso, vulnerable, y tirás manotazos, tanto como para dar con la puerta que te devuelva a tu realidad, a tu gris realidad, como para atenuar tal dolor. Pero la luz es demasiado gris, demasiado agria. Buscas, desesperado, esa puerta, pero no podés encontrarla. Y el pavor te invade, cuando sentís que tus fuerzas se desvanecen, seguramente consumida por esa luz tan amarga que necesita de la energía que solo vos tenés, para brillar de tal manera que no te deje ver nada y te confine a ese sótano medio pelo, no para siempre, pero por un tiempo angustiosamente extenso.

Plumereándolo concienzudamente de toda esta burda exageración, la estructura de esta idea sería como un perchero. ¡Un perchero! Un rígido perchero del cual, últimamente, permanezco colgado, hueco. Bueno, no voy a abandonar la exageración: el año me recibió así, me devolvió algo que creía alegremente extraviado años atrás. Mi temple, mi centro, mi pluma temblorosa, mi pensar… mi todo se abolla como un barquito de papel ante el mínimo y real tanteo de una yema cínicamente curiosa. Hoy, nuevamente, el vacío me llena.